Apolonia
Los cascos de la mula,
removían las piedras sueltas del retorcido camino que con
dificultad subía por la loma hasta la casucha de Apolonia.
dificultad subía por la loma hasta la casucha de Apolonia.
Incontables piñales bordeaban la vereda y de vez en cuando, un
palo de jocote garrobero desgranaba sobre el polvo, cientos de colorados frutos
que nadie se comía.
Los ojos del jinete
escudriñaron serenos la lejanía, el sol de la tarde refractaba su gualda luz a
través de una suave llovizna que había comenzado a caer con desgano.
Pronto el polvo se
convertiría en un barrizal peligroso, donde quedarían impresas las pezuñas del
ganado en indescifrables tablillas cuneiformes.
En los echaderos, las
venadas parían sus enjutas crías sin dejar de rumiar el pasto aderezado con las
gotas, que parecían flotar en el aire, antes de quedar prendidas como blandos y
luminosos cristales en las hojas del zacate limón.
—Ya falta poco Pavita—
espoleó suavemente los costados de la bestia.
Abraham. Así lo nombró su
padre contra la voluntad de todos, cuando nació.
Abraham, porque solo así
podía llamarse él, ningún otro nombre le
habría quedado bien, y en el caso que lo hubieran bautizado como Gregorio,
Hipólito, Aureliano o incluso el nombre de turno en el calendario, la gente habría
terminado diciéndole “Abran” de todos modos.
“Uno no se llama como lo
asentaron, sino como lo mientan en el pueblo” —solía decir.
Poco a poco, a paso de
mula, fue apareciendo en el horizonte, un tejado antediluviano, lleno todo de
tejas verdosas como dientes encaramados; y debajo de él, una casa de paredes
blancas y ventanas como ojos que atisbaban el bajío.
Era una casa vieja de
corredor y hamaca, que fue saliendo con cada zancada que daba Pavita,
destripando a veces, puñados de jocotes que se difuminaban sobre las piedras en
amarilla secreción.
Era la Casa de Apolonia,
la totopostera.
Abraham, desmontó
extrañado de no ver a su comadre, como siempre junto al fogón con su eterno
turbante improvisado con la manta de las tortillas, “para no agarrar aire”
El fuego estaba casi
apagado y apenas unas brasas recordaban que alguien había calentado en la
mañana un poco de café de palo, para olvidarse de él durante el resto del día.
Un muchacho sin edad, que
aparentaba tener diecisiete años y tres meses, corrió a encontrarlo.
— ¡Bendito padrino!—Saludó
juntando con respeto sus manos e inclinando
la cabeza.
— ¡Dios te bendiga Beto!
—respondió Abraham, acariciando los colochos húmedos por la llovizna.
Alberto, se apresuró a
tomar las bridas de la mula, para después amarrarla en uno de los postes de
madera que petrificados por el tiempo sostenían el techo desde hacía más de
cien años
— ¡Pero mírate, Beto que
grande estás! esos totopostes que hace tu nana, son milagrosos –bromeó Abraham.
— ¡Yo igualito me siento!
–respondió Alberto sonrojándose.
Abraham tomó las ásperas
manos del muchacho y puso en ellas un puñado de monedas que sacó de su
bolsillo, sin molestarse en contarlas.
— ¡Para que vayás a la
feria del pueblo!
— ¡Muchas gracias le dé
Dios!
Los ojos de Alberto se
iluminaron y una sonrisa apareció en su rostro tostado por incontables días de
trabajo al sol del campo.
— ¡Tardes le dé Dios
Apolonia! –saludó desde el corredor.
—Tardes le dé Dios Abran,
pase adelante –respondió una carrasposa y débil voz de mujer.
Abraham se quitó el
sombrero y entró en la casa.
Las ventanas cerradas y el
adobe de las paredes impregnaban el ambiente de rancia humedad.
En una hamaca, más gastada
que ella, estaba Apolonia, una vieja de rostro apergaminado quien después de
celebrar sus setenta y tantos veranos, se olvidó de contar los años que tenía.
<<Para que voy a contarlos, si de todos modos me voy a morir de
cien>>
Abraham adivinó una
sonrisa entre todas aquellas arrugas y sentándose en una silla que quien sabe
por qué sortilegio seguía sin romperse después de todos aquellos años, suspiró
como solo se hace donde se siente uno realmente a gusto.
—Mi ahijado está cada día
más grande, ya pronto le va a traer ayuda –dijo.
— ¡Ya dicen que tiene
novia el condenado, pero a mí no me cuenta nada, solo vive maliciando con un
pedazo de espejo!
—Así son los muchachos,
pero ya cuando se hacen hombrecitos se componen.
—Si no yo lo voy a
componer –dijo Apolonia, señalando el palo que tenía para mover la masa de los
tamales que le encargaban cuando había velorio.
En realidad, Alberto no
era hijo de Apolonia, ella nunca pudo tener hijos.
Lo encontró por casualidad
en medio de un potrero, con el ombligo sin cortar todo lleno de sangre; un
sábado cuando se dirigía a oír al padre cantar las glorias.
Su encuentro fue una
eventualidad, porque aquel bebé no lloraba, aunque estaba abandonado a su
suerte, no se quejaba; no lo hacía, simplemente
porque nadie le había enseñado como, y solo lloró dos veces en su vida:
cuando Apolonia le dio su primer nalgada a los cinco años, y la vez que llegó a
su casa y la encontró muerta, al lado de
la cocina donde hacia totopostes, el mismo día que habría cumplido cien años de
haber llevado ella la cuenta.
Y fue también el azar, lo
que le convirtió en ahijado de aquel hombre que siempre montaba en mula.
Apolonia llegó tarde aquella
vez a la iglesia, porque tuvo que pasar limpiando al niño por la quebrada, y ya se habían marchado todos, excepto
Abraham, que estaba platicando con el cura.
— ¿Cómo le va comadre?
–quiso cambiar de plática Abraham.
—Estamos, compadre, ahí
estamos todavía vivos –respondió ella.
Sonriendo como lo hacen
los que quieren aparentar estar bien, pero que en realidad están jodidos.
Sonrisa que dejaba ver sus pocos dientes curtidos por la magalla.
— ¿A qué debo el gusto de
su visita?—preguntó por pura formalidad, sabiendo ya los motivos.
—Lo de siempre, tengo viaje para Santa Rosa,
ya las mulas están listas…
Afuera, la llovizna
insistía en remojar el techo; pero las gotas eran absorbidas con avidez, sin
que llegara a humedecer del todo la tierra cocida en los hornos de Matusalén.
Apolonia se levantó con
gran esfuerzo para ofrecer a Abraham un poco del agua, que recogía de pequeños
agujeros excavados en la piedra caliza de la monta; manantiales que estaban
siempre burbujeando agua fresca y pura, que luego guardaba en una tinaja de
barro sobre un yagual de bejuco para que no se cayera de la mesa de madera
ennegrecida por la humedad y el tiempo.
— ¿Y cuando sale para las
Honduras? —preguntó ofreciéndole un guacalito de Jícaro, muy limpio.
—Pasado mañana si Dios
quiere, y como siempre iba a querer los totopostes para el camino… pero la veo
desmejorada.
—Qué más quisiera yo que
estar buena, pero ya ve usté que los años no pasan de gusto, hace ya una semana
que no me he sentido bien, si viera como me duelen todos los huesos.
—Bueno, ha de ser; porque
mire que usté comadre no es para andarse enfermando, en todo el tiempo que
tengo de conocerla hasta hoy la veo así, fuera bueno que mandara llamar a don
Liborio Jiménez, que la venga a ver.
— ¡Já! Ese matasanos, de
tres que lo visitan se le mueren dos, y yo todavía no me quiero morir; aun me
faltan totopostes por hacer —respondió riendo antes que una tos seca la
interrumpiera-
—De todos modos debería
buscar algún remedio para esa tos, yo tengo un jarabe que compré en Honduras,
si usted quiere se lo mandaré mas tarde.
—Muchas gracias, Abran, ya
estoy tomando un cocido de hojas anís con jengibre y eucalipto; pero de todos
modos si mañana no amanezco bien le voy a pedir Beto, que me haga el favor de
ir a darse una vuelta por donde usté.
—Mejor veré si se lo mando
hoy.
—Y cuénteme ¿cómo esta
doña Martina?
—Por allí queriéndome
casar desde hace tiempo, pero hasta hoy no encuentra la mujer perfecta para mi,
cada muchacha que le presento dice: esa no, porque tiene las orejas muy grandes,
esa otra, dice que muy pálida, y se va a morir en el parto y aquella muy
colorada; que muy bajita o que muy alta, que muy avorazada o muy dejada… en
fin, ninguna pasa el colador de mi madrecita.
—Para una madre, ninguna
mujer es buena para su hijo —rió entre los dientes Apolonia, recordando sus
días de casamentera—pero; ya usté no es un muchachito y debería ir viendo si se
casa, porque el tiempo perdido hasta los santos lo lloran.
— ¡Los santos Apolonia,
usté lo dijo: los santos, yo no llego ni a la puerta de la iglesia, menos a los
altares! —Rió divertido por el comentario- lo que pasa es que aún no me llega
la hora…
—Este mes hará buen
tiempo, a lo mejor logra llegar hasta Santa Rosa con uno o dos chubascos —cambió
el curso de la conversación Apolonia, notando que el asunto se volvía incomodo.
—Dios le oiga Pola, la
verdad es que me preocupa el paso del Guascorán crecido. ¿Han dicho en la radio
que hará buen tiempo?
— ¡Que radio ni que nada,
Abran, es por la luna!
— ¿La luna?
—Si compadre; si la luna de
principios de mes está de lado como inclinada, es que trae agua; pero hace unos
dos días, comenzó a subir parejita como una barquita.
Abraham sacó una bolsita
de manta, de la cual tomó algunas monedas y las puso sobre la gastada madera
donde estaba la olla de barro con agua.
—Aquí le dejo unos reales
para que se ayude…
— ¡No, en ningún modo
puedo aceptar eso!—dijo ella por mera formalidad, la verdad es que si los
necesitaba.
—No se preocupe comadre,
haga de cuenta que es un adelanto para los próximos totopostes.
— ¡Los totopostes… nadie
los hace como yo! —suspiró Apolonia, buscando en sus lejanos recuerdos los
momentos en que su madre le enseñara a elaborar las más exquisitas esferas de
maíz tostado de la región.
No es que fueran un
secreto los ingredientes que los componían. El arte de las Apolonias, desde los
días de la encomienda española, estaba en que ellas amaban lo que hacían y en
esa dedicación los tiempos y la calidad que procuraban en cada ingrediente les
valía la fama que tenían.
Apolonia levantó con
esfuerzo su mano huesuda y señalando por la ventana cerrada, agregó:
—Pero allá en Canaire, hay
una señora que hace totopostes también, aunque no tan buenos como los míos…
Abraham y Apolonia
siguieron hablando de cosas que serian olvidadas para siempre, porque hay momentos y palabras que el tiempo
se guarda para su solitario placer; arcanos que nadie podrá descubrir nunca
jamás.
En el horizonte el sol se
ponía detrás de las lomas, Pavita resoplaba y Alberto contaba las monedas que
Abraham le había dado, monedas con las que pensaba ir a la feria del pueblo.
Pronto la tercera luna de
septiembre se levantaría detrás de las azules montañas, más allá del Guascorán
que bramaba crecido.
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