miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 01


Apolonia

Los cascos de la mula, removían las piedras sueltas del retorcido camino que con
dificultad subía por la loma hasta la casucha de Apolonia.
Incontables piñales  bordeaban la vereda y de vez en cuando, un palo de jocote garrobero desgranaba sobre el polvo, cientos de colorados frutos que nadie se comía.
Los ojos del jinete escudriñaron serenos la lejanía, el sol de la tarde refractaba su gualda luz a través de una suave llovizna que había comenzado a caer con desgano.
Pronto el polvo se convertiría en un barrizal peligroso, donde quedarían impresas las pezuñas del ganado en indescifrables tablillas cuneiformes.
En los echaderos, las venadas parían sus enjutas crías sin dejar de rumiar el pasto aderezado con las gotas, que parecían flotar en el aire, antes de quedar prendidas como blandos y luminosos cristales en las hojas del zacate limón.
—Ya falta poco Pavita— espoleó suavemente los costados de la bestia.
Abraham. Así lo nombró su padre contra la voluntad de todos, cuando nació.
Abraham, porque solo así podía llamarse él,  ningún otro nombre le habría quedado bien, y en el caso que lo hubieran bautizado como Gregorio, Hipólito, Aureliano o incluso el nombre de turno en el calendario, la gente habría terminado diciéndole “Abran” de todos modos.
“Uno no se llama como lo asentaron, sino como lo mientan en el pueblo” —solía decir.
Poco a poco, a paso de mula, fue apareciendo en el horizonte, un tejado antediluviano, lleno todo de tejas verdosas como dientes encaramados; y debajo de él, una casa de paredes blancas y ventanas como ojos que atisbaban el bajío.
Era una casa vieja de corredor y hamaca, que fue saliendo con cada zancada que daba Pavita, destripando a veces, puñados de jocotes que se difuminaban sobre las piedras en amarilla secreción.
Era la Casa de Apolonia, la totopostera.
Abraham, desmontó extrañado de no ver a su comadre, como siempre junto al fogón con su eterno turbante improvisado con la manta de las tortillas, “para no agarrar aire”
El fuego estaba casi apagado y apenas unas brasas recordaban que alguien había calentado en la mañana un poco de café de palo, para olvidarse de él durante el resto del día.
Un muchacho sin edad, que aparentaba tener diecisiete años y tres meses, corrió a encontrarlo.
— ¡Bendito padrino!—Saludó juntando con respeto sus manos e inclinando  la cabeza.
— ¡Dios te bendiga Beto! —respondió Abraham, acariciando los colochos húmedos por la llovizna.
Alberto, se apresuró a tomar las bridas de la mula, para después amarrarla en uno de los postes de madera que petrificados por el tiempo sostenían el techo desde hacía más de cien años
— ¡Pero mírate, Beto que grande estás! esos totopostes que hace tu nana, son milagrosos –bromeó Abraham.
— ¡Yo igualito me siento! –respondió Alberto sonrojándose.
Abraham tomó las ásperas manos del muchacho y puso en ellas un puñado de monedas que sacó de su bolsillo, sin molestarse en contarlas.
— ¡Para que vayás a la feria del pueblo!
— ¡Muchas gracias le dé Dios!
Los ojos de Alberto se iluminaron y una sonrisa apareció en su rostro tostado por incontables días de trabajo al sol del campo.
— ¡Tardes le dé Dios Apolonia! –saludó desde el corredor.
—Tardes le dé Dios Abran, pase adelante –respondió una carrasposa y débil voz de mujer.
Abraham se quitó el sombrero y entró en la casa.
Las ventanas cerradas y el adobe de las paredes impregnaban el ambiente de rancia humedad.
En una hamaca, más gastada que ella, estaba Apolonia, una vieja de rostro apergaminado quien después de celebrar sus setenta y tantos veranos, se olvidó de contar los años que tenía. <<Para que voy a contarlos, si de todos modos me voy a morir de cien>>
Abraham adivinó una sonrisa entre todas aquellas arrugas y sentándose en una silla que quien sabe por qué sortilegio seguía sin romperse después de todos aquellos años, suspiró como solo se hace donde se siente uno realmente a gusto.
—Mi ahijado está cada día más grande, ya pronto le va a traer ayuda –dijo.
— ¡Ya dicen que tiene novia el condenado, pero a mí no me cuenta nada, solo vive maliciando con un pedazo de espejo!
—Así son los muchachos, pero ya cuando se hacen hombrecitos se componen.
—Si no yo lo voy a componer –dijo Apolonia, señalando el palo que tenía para mover la masa de los tamales que le encargaban cuando había velorio.
En realidad, Alberto no era hijo de Apolonia, ella nunca pudo tener hijos.
Lo encontró por casualidad en medio de un potrero, con el ombligo sin cortar todo lleno de sangre; un sábado cuando se dirigía a oír al padre cantar las glorias.
Su encuentro fue una eventualidad, porque aquel bebé no lloraba, aunque estaba abandonado a su suerte, no se quejaba; no lo hacía, simplemente  porque nadie le había enseñado como, y solo lloró dos veces en su vida: cuando Apolonia le dio su primer nalgada a los cinco años, y la vez que llegó a su casa  y la encontró muerta, al lado de la cocina donde hacia totopostes, el mismo día que habría cumplido cien años de haber llevado ella la cuenta.
Y fue también el azar, lo que le convirtió en ahijado de aquel hombre que siempre montaba en mula.
Apolonia llegó tarde aquella vez a la iglesia, porque tuvo que pasar limpiando al niño por la quebrada,  y ya se habían marchado todos, excepto Abraham, que estaba platicando con el cura.
— ¿Cómo le va comadre? –quiso cambiar de plática Abraham.
—Estamos, compadre, ahí estamos todavía vivos –respondió ella.
Sonriendo como lo hacen los que quieren aparentar estar bien, pero que en realidad están jodidos. Sonrisa que dejaba ver sus pocos dientes curtidos por la magalla.
— ¿A qué debo el gusto de su visita?—preguntó por pura formalidad, sabiendo ya los motivos.
 —Lo de siempre, tengo viaje para Santa Rosa, ya las mulas están listas…
Afuera, la llovizna insistía en remojar el techo; pero las gotas eran absorbidas con avidez, sin que llegara a humedecer del todo la tierra cocida en los hornos de Matusalén.
Apolonia se levantó con gran esfuerzo para ofrecer a Abraham un poco del agua, que recogía de pequeños agujeros excavados en la piedra caliza de la monta; manantiales que estaban siempre burbujeando agua fresca y pura, que luego guardaba en una tinaja de barro sobre un yagual de bejuco para que no se cayera de la mesa de madera ennegrecida por la humedad y el tiempo.
— ¿Y cuando sale para las Honduras? —preguntó ofreciéndole un guacalito de Jícaro, muy limpio.
—Pasado mañana si Dios quiere, y como siempre iba a querer los totopostes para el camino… pero la veo desmejorada.
—Qué más quisiera yo que estar buena, pero ya ve usté que los años no pasan de gusto, hace ya una semana que no me he sentido bien, si viera como me duelen todos los huesos.
—Bueno, ha de ser; porque mire que usté comadre no es para andarse enfermando, en todo el tiempo que tengo de conocerla hasta hoy la veo así, fuera bueno que mandara llamar a don Liborio Jiménez, que la venga a ver.
— ¡Já! Ese matasanos, de tres que lo visitan se le mueren dos, y yo todavía no me quiero morir; aun me faltan totopostes por hacer —respondió riendo antes que una tos seca la interrumpiera-
—De todos modos debería buscar algún remedio para esa tos, yo tengo un jarabe que compré en Honduras, si usted quiere se lo mandaré mas tarde.
—Muchas gracias, Abran, ya estoy tomando un cocido de hojas anís con jengibre y eucalipto; pero de todos modos si mañana no amanezco bien le voy a pedir Beto, que me haga el favor de ir a darse una vuelta por donde usté.
—Mejor veré si se lo mando hoy.
—Y cuénteme ¿cómo esta doña Martina?
—Por allí queriéndome casar desde hace tiempo, pero hasta hoy no encuentra la mujer perfecta para mi, cada muchacha que le presento dice: esa no, porque tiene las orejas muy grandes, esa otra, dice que muy pálida, y se va a morir en el parto y aquella muy colorada; que muy bajita o que muy alta, que muy avorazada o muy dejada… en fin, ninguna pasa el colador de mi madrecita.
—Para una madre, ninguna mujer es buena para su hijo —rió entre los dientes Apolonia, recordando sus días de casamentera—pero; ya usté no es un muchachito y debería ir viendo si se casa, porque el tiempo perdido hasta los santos lo lloran.
— ¡Los santos Apolonia, usté lo dijo: los santos, yo no llego ni a la puerta de la iglesia, menos a los altares! —Rió divertido por el comentario- lo que pasa es que aún no me llega la hora…
—Este mes hará buen tiempo, a lo mejor logra llegar hasta Santa Rosa con uno o dos chubascos —cambió el curso de la conversación Apolonia, notando que el asunto se volvía incomodo.
—Dios le oiga Pola, la verdad es que me preocupa el paso del Guascorán crecido. ¿Han dicho en la radio que hará buen tiempo?
— ¡Que radio ni que nada, Abran, es por la luna!
— ¿La luna?
—Si compadre; si la luna de principios de mes está de lado como inclinada, es que trae agua; pero hace unos dos días, comenzó a subir parejita como una barquita.
Abraham sacó una bolsita de manta, de la cual tomó algunas monedas y las puso sobre la gastada madera donde estaba la olla de barro con agua.
—Aquí le dejo unos reales para que se ayude…
— ¡No, en ningún modo puedo aceptar eso!—dijo ella por mera formalidad, la verdad es que si los necesitaba.
—No se preocupe comadre, haga de cuenta que es un adelanto para los próximos totopostes.
— ¡Los totopostes… nadie los hace como yo! —suspiró Apolonia, buscando en sus lejanos recuerdos los momentos en que su madre le enseñara a elaborar las más exquisitas esferas de maíz tostado de la región.
No es que fueran un secreto los ingredientes que los componían. El arte de las Apolonias, desde los días de la encomienda española, estaba en que ellas amaban lo que hacían y en esa dedicación los tiempos y la calidad que procuraban en cada ingrediente les valía la fama que tenían.
Apolonia levantó con esfuerzo su mano huesuda y señalando por la ventana cerrada, agregó:
—Pero allá en Canaire, hay una señora que hace totopostes también, aunque no tan buenos como los míos…
Abraham y Apolonia siguieron hablando de cosas que serian olvidadas para siempre,  porque hay momentos y palabras que el tiempo se guarda para su solitario placer; arcanos que nadie podrá descubrir nunca jamás.
En el horizonte el sol se ponía detrás de las lomas, Pavita resoplaba y Alberto contaba las monedas que Abraham le había dado, monedas con las que pensaba ir a la feria del pueblo.
Pronto la tercera luna de septiembre se levantaría detrás de las azules montañas, más allá del Guascorán que bramaba crecido.

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