miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 12


Intrigas

muchacha triste de ojos cafés avellana mira por la ventana oleo impasto

Una semana después de la boda, Dalia aún no se acostumbraba del todo a su nueva vida, de ser una muchacha sin muchas preocupaciones que pocas personas conocían, ahora era una señora muy respetada que vivía en una casa grande bien posicionada entre dos riachuelos, el Cantilón y las Pilas. Una especie de mansión a la usanza de ese tiempo; grande con corredores en los cuatro lados, donde había siempre muchos trabajadores realizando alguna labor.
Abraham era fino y detallista con ella, la trataba como una reina, “si el hombre es el rey, su mujer es la reina” –así lo había aconsejado Bonifacio, una tarde mientras jugaban ajedrez “al final la vida del rey depende de la habilidad de la reina”
Dalia tuvo que esforzarse para vencer su timidez, no estaba acostumbrada a ser “La señora” ¡solo era una jovencita, que meses atrás recogía leña en los potreros! y ahora todo mundo estaba pendiente de ella, listos para obedecer y cumplir cualquier deseo que tuviera.
Pero Abraham era paciente y le había enseñado, como tratar a los corraleros, y demás servidumbre, con firmeza pero sin olvidar la amabilidad.
<<Los mozos son felices y trabajan bien, siempre que se les respete y se les trate bien>>

Si tenía que regañar a alguno, debía llamarlo aparte, y sin gritos, exhortarle a hacer bien su trabajo. Ella no decía: “estás haciendo esto mal, ella decía necesitas mejorar en esto.”
Hasta Hilario había dejado de fumar cerca de Dalia, porque sabía que ella odiaba el olor del tabaco, y aunque no le habría perdonado a otro aquel defecto, con ella no le importaba. La verdad es que todos la querían; era dulce y amable, pero también era firme cuando debía serlo.
Julia, no se quiso pasar con ellos y siguió viviendo en Canaire en su ahora mejorada casa. “Los esposos deben vivir solos” —dijo— sin embargo llegaba todos los días a visitar a su hija y a aconsejarla.
Dalia por su parte, temía despertar un día en la pocilga de Canaire y darse cuenta que todo aquello era un sueño, una broma de mal gusto de Morfeo.
De haber visto pasar las cabras a lo lejos, había pasado a ser dueña de muchas más vacas de las que podía contar Esteban.
De vestirse con harapos pasó a tener un ropero lleno de vestidos como para no repetirse nunca si ella lo hubiera deseado, porque Abraham, siempre le llevaba nuevas prendas, a veces de encaje, de seda y otras telas finas traídas de países que nunca conocería.
Pero no todo era dirigir a la servidumbre, y ponerse bonitos vestidos, Julia, su madre le aconsejó que debía aprender el oficio que todos hacían, para ganarse además de su corazón su respeto,  y Abraham que en nada la presionaba le había dicho: “Fuera bueno que aprendieras a ordeñar… si vos querés” así que comenzó por lo que le pareció más sencillo, ordeñar.
Aprendió a hacerlo con rapidez y mejor que todos, las vacas agradecían con algún mugido aquellas pequeñas manos que contrastaban con las roñosas palmas de los corraleros.
Como le encantaba el queso, cuando hubo aprendido a ordeñar bien, quiso que Abraham le enseñara a hacerlo. Él estaba encantado de ver como su esposa se empeñada en aprender todo lo concerniente al trabajo en la hacienda.
—Mañana comenzaremos un queso desde el principio –le dijo.
Y así fue, muy temprano, el mismo acompañó a Dalia al ordeño y cada balde que llenaban lo llevaba para depositarlo en sendas canoas de madera, hasta que consideró que había suficiente, y pasaron a la quesería, que era otra casona sin cuartos ni muebles más que las mesas y las herramientas de trabajo.
—El estomago del cerdo se compone de cuatro partes: panza, librillo, bonete y cuajar -dijo Abraham mientras bajaba del tabanco un frasco de vidrio lleno de salmuera.
Dalia hizo un esfuerzo para contener el asco. Aquel bote contenía un extraño pellejo flotando en un liquido amarillento; Abraham lo notó y le causo gracia ver la expresión en aquel rostro que tanto amaba.
—Este es el cuajar, apuesto a que no sabías que la leche se cuajaba con la panza del chancho.
—¡Ni me lo imaginaba!
El, destapó el frasco que dejó escapar un olor que a ella le pareció nauseabundo y lo puso en sus manos, divertido por el esfuerzo que hacía para disimular la repulsión que aquel liquido le producía.
—Debes depositar la salmuera en la leche, y luego esperaremos unas tres horas, para que cuaje bien. ¿Quieres que vayamos mientras tanto a comer algo? ¿Queso quizás?
Ella lo miro con ojos asesinos, pero luego sonrió y asintió con la cabeza mientras vaciaba el contenido del recipiente sobre la leche, y abrazados se dirigieron a la mesa donde ya habían servido el desayuno.
Cuando pasaron unas tres horas, regresaron al trabajo; la leche se había convertido en una especie de gelatina, Abraham se lavó las manos con sal e invitó a Dalia a imitarlo.
—No debes lavarte con jabón para que la cuajada no agarre su olor.
Se levantó las mangas de la camisa hasta el antebrazo y comenzó a deshacer aquel extraño flan, ella metió también sus pequeñas manos mientras lo miraba y sonreía.
Luego en mantas lo colaron teniendo cuidado de volver a llenar el bote donde estaba el cuajar con un poco de salmuera.
La masa que quedó en las mantas la pusieron en una batea, hecha con madera de tambor, muy liviana.
—El calor de la mano hará que se endure.
—Mis manos están frías.
—Ya entrarán en calor con el trabajo.
Amasaron durante una hora más y convirtieron la leche cuajada en una pasta solida y más consistente.
Abraham puso al lado de las bateas unos moldes cuadrados, hechos con madera de Guanacaste negro, “para que el queso no se amargue”
Pusieron dentro la cuajada y apretaron las clavijas,  luego la tapa y sobre ella una piedra muy pesada para que el contenido quedara bien prensado.
Tres días más tarde regresaron y después de quitar las clavijas y la tapa sacaron un enorme queso que pesaba veinticinco libras.
Abraham lo puso sobre la mesa, lo examinó con ojo experto y dándose por satisfecho lo cubrió con una manta y lo dejó allí por ocho días más para que tomara aire.
-        ¡Tu primer queso! –le dijo— ella sonreía satisfecha con las manos en la cintura.
Dalia y las mujeres cuidaban unas trescientas gallinas, que andaban sueltas en el monte y solo se les veía las plumas cuando llegaban a dormir en el palo de carao y en las mañanas llenando el buche con maíz picado.
Los hijos de los mozos recogían huevos todo el día en baldes, y unas dos veces en el mes pasaba Clara, una sufrida mujer que cambiaba las hamacas y atarrayas que su esposo hacía  por sendas canastas de huevos que vendería en el pueblo.
Abraham siempre visitaba a sus padres, a quienes poco a poco les iba pasando el enojo, luego se iba a cuidar el ganado, a ver que los mozos no holgazanearan y regresaba siempre con el sol de la tarde, cargando un palo para leña aunque tuviera mucha madera almacenada, era una especie de pasatiempo para él.
Las sirvientas hacían la comida de los mozos, el desayuno y el almuerzo; pero Abraham prefería que Dalia cocinara su cena, y sentarse a comer con ella antes de la puesta de sol.
Iban después las mujeres a lavar los platos sucios al rio con la última luz del día, y con ellas Dalia. Cuando todos los utensilios estaban limpios y en los canastos, los ponían a escurrir sobre una piedra y entonces todas se bañaban para que sus esposos las encontraran perfumadas y apetecibles. Todas, excepto la mujer de Hilario, a él le gustaba el “olor a hembra” -¿Cuál es la gracia de acostarse con una mujer que huele a jabón de cuche? –Decía- luego se despedían y cada una regresaba a su casa, Dalia subía la cuesta y encontraba a su esposo destusando o desgranando maíz con un olote la luz del candil, mientras oía la radionovela “El derecho de nacer”
En cuanto él la veía llegar, apagaba la radio, la tomaba en sus brazos y la besaba con pasión, ella correspondía temblando y sentía que un calor extraño le recorría todo su cuerpo como si tuviera fuego en la sangre, entonces  Abraham la llevaba en  brazos hasta el tálamo y se amaban hasta que la luna estaba alta en el cielo.
Cuando pasó una semana y un día, de trabajos y amores, fueron a revisar el queso, le quitaron la manta y vieron que estaba en perfecto estado, entonces procedieron a aplicarle una película de sal, para protegerlo de los gusanos y de las moscas, de allí en adelante no tendría la protección de la manta.
—En unos tres meses estará listo –dijo Abraham-
—¿Cómo se sabe cuando está listo?
—Cuando se le caiga la sal, como la cascara de un palo seco, sabremos que está listo.
Pero no todo en la vida es color de rosa, con el paso de los días Abraham se iba volviendo más callado y la buena relación que tenia con sus padres había disminuido casi hasta ninguna visita en la semana.
No los visitaba, porque su madre no perdía ocasión para tratar de destruir aquel según ella diabólico matrimonio y por el bien de su hijo inventaba historias descabelladas.
—Esa mujercita no es buena Abraham, te engaña cuando vos  salís, dicen.
Martina, se murió y nunca le dirigió la palabra aquella muchachita interesada.
Dalia lloraba, pero su madre que era muy inteligente, le había dicho: “vos tenés que respetar a tus suegros aunque no te quieran, los suegros son como los padres”
La sombra de la duda y los celos estaban consumiendo a Abraham, aunque no creía en las palabras de su madre porque sabía que odiaba a su mujer, había oído mas de alguna vez a la servidumbre hablando de el asunto, aunque siempre callaban al darse cuenta de su presencia y el no tenía el valor para interrogarles. No eran todos, sino unos pocos la mayoría quería a su patrona y la respetaban, pero un pelo en la comida puede generar un asco que nos haga vomitar hasta la bilis.
¿Sería posible que Dalia le pagara mal? ¿Después de todo el amor que él le había dado? La había puesto en un pedestal, la adoraba, cumplía todos sus caprichos, se esforzaba en tener cada día al menos algún detalle con ella…
—¿Me amas? –Se limitaba a preguntarle.
—Más que a mi propia vida –respondía ella en un susurro mientras le tomaba las manos a punto de echarse a llorar.
¿Qué más podía ella hacer para demostrarle cuanto lo amaba? ella no sabía por qué había cambiado su esposo de la noche a la mañana, así que fue donde su madre y le contó todo sin omitir detalles.
—A tu esposo lo están envenenando, vos tenés que andar con cuidado, no platiques con ningún corralero, si hay que ordenar algo, dale las ordenes y ya, pero nada de platica; siempre anda acompañada de alguna muchacha, nunca vayas sola pero ni al baño.
—Si mamá, así lo haré.
—No llorés -dijo mientras secaba con la mano desnuda una lagrima que corría por su mejilla –la mentira se disipa como humo, cuando el amor es fuerte y sincero.
Julia sabía que Martina podía estar detrás de todo aquello, y deseaba ir a reclamarle, pero sin pruebas, le podría generar problemas más grandes a su hija, aquella guerra no se ganaría de esa manera sino con inteligencia y con un poco de ayuda de la buena fortuna.
Abraham no soportaba más aquella situación, lo mejor sería salir de una vez por todas de la maldita duda, ¡estaba a punto de volverse loco!
Había dejado de comer, se distraía en el trabajo, y parecía distante, Dalia lo había notado pero él se negaba a decirle que le pasaba.
Incluso, lo notó indiferente cuando con mucha alegría fue a comunicarle que estaba esperando un hijo.
—Me alegro mucho –le dijo el sin alegrarse.
Luego se había ido a sentar en un rincón y se había quedado pensando en quien sabe qué durante largo rato.
Algunos perversos sirvientes seguían hablando de Dalia en los rincones, teniendo cuidado de que él les oyera, esa era la instrucción que tenían. Las monedas de plata de Martina, habían comprado su lealtad, les llenaban los bolsillos pero les dejaba el corazón vacío.


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