Intrigas
Una semana después de la boda, Dalia aún no se acostumbraba del todo a su nueva vida, de ser una muchacha sin muchas preocupaciones que pocas personas conocían, ahora era una señora muy respetada que vivía en una casa grande bien posicionada entre dos riachuelos, el Cantilón y las Pilas. Una especie de mansión a la usanza de ese tiempo; grande con corredores en los cuatro lados, donde había siempre muchos trabajadores realizando alguna labor.
Abraham era fino y
detallista con ella, la trataba como una reina, “si el hombre es el rey, su mujer
es la reina” –así lo había aconsejado Bonifacio, una tarde mientras jugaban
ajedrez “al final la vida del rey depende de la habilidad de la reina”
Dalia tuvo que esforzarse
para vencer su timidez, no estaba acostumbrada a ser “La señora” ¡solo era una
jovencita, que meses atrás recogía leña en los potreros! y ahora todo mundo
estaba pendiente de ella, listos para obedecer y cumplir cualquier deseo que
tuviera.
Pero Abraham era paciente
y le había enseñado, como tratar a los corraleros, y demás servidumbre, con
firmeza pero sin olvidar la amabilidad.
<<Los mozos son
felices y trabajan bien, siempre que se les respete y se les trate bien>>
Si tenía que regañar a
alguno, debía llamarlo aparte, y sin gritos, exhortarle a hacer bien su
trabajo. Ella no decía: “estás haciendo esto mal, ella decía necesitas mejorar
en esto.”
Hasta Hilario había dejado
de fumar cerca de Dalia, porque sabía que ella odiaba el olor del tabaco, y
aunque no le habría perdonado a otro aquel defecto, con ella no le importaba.
La verdad es que todos la querían; era dulce y amable, pero también era firme
cuando debía serlo.
Julia, no se quiso pasar
con ellos y siguió viviendo en Canaire en su ahora mejorada casa. “Los esposos
deben vivir solos” —dijo— sin embargo llegaba todos los días a visitar a su
hija y a aconsejarla.
Dalia por su parte, temía
despertar un día en la pocilga de Canaire y darse cuenta que todo aquello era
un sueño, una broma de mal gusto de Morfeo.
De haber visto pasar las
cabras a lo lejos, había pasado a ser dueña de muchas más vacas de las que
podía contar Esteban.
De vestirse con harapos
pasó a tener un ropero lleno de vestidos como para no repetirse nunca si ella
lo hubiera deseado, porque Abraham, siempre le llevaba nuevas prendas, a veces
de encaje, de seda y otras telas finas traídas de países que nunca conocería.
Pero no todo era dirigir a
la servidumbre, y ponerse bonitos vestidos, Julia, su madre le aconsejó que
debía aprender el oficio que todos hacían, para ganarse además de su corazón su
respeto, y Abraham que en nada la
presionaba le había dicho: “Fuera bueno que aprendieras a ordeñar… si vos
querés” así que comenzó por lo que le pareció más sencillo, ordeñar.
Aprendió a hacerlo con
rapidez y mejor que todos, las vacas agradecían con algún mugido aquellas pequeñas
manos que contrastaban con las roñosas palmas de los corraleros.
Como le encantaba el
queso, cuando hubo aprendido a ordeñar bien, quiso que Abraham le enseñara a
hacerlo. Él estaba encantado de ver como su esposa se empeñada en aprender todo
lo concerniente al trabajo en la hacienda.
—Mañana comenzaremos un
queso desde el principio –le dijo.
Y así fue, muy temprano,
el mismo acompañó a Dalia al ordeño y cada balde que llenaban lo llevaba para
depositarlo en sendas canoas de madera, hasta que consideró que había
suficiente, y pasaron a la quesería, que era otra casona sin cuartos ni muebles
más que las mesas y las herramientas de trabajo.
—El estomago del cerdo se
compone de cuatro partes: panza, librillo, bonete y cuajar -dijo Abraham
mientras bajaba del tabanco un frasco de vidrio lleno de salmuera.
Dalia hizo un esfuerzo
para contener el asco. Aquel bote contenía un extraño pellejo flotando en un
liquido amarillento; Abraham lo notó y le causo gracia ver la expresión en
aquel rostro que tanto amaba.
—Este es el cuajar,
apuesto a que no sabías que la leche se cuajaba con la panza del chancho.
—¡Ni me lo imaginaba!
El, destapó el frasco que
dejó escapar un olor que a ella le pareció nauseabundo y lo puso en sus manos,
divertido por el esfuerzo que hacía para disimular la repulsión que aquel
liquido le producía.
—Debes depositar la
salmuera en la leche, y luego esperaremos unas tres horas, para que cuaje bien.
¿Quieres que vayamos mientras tanto a comer algo? ¿Queso quizás?
Ella lo miro con ojos
asesinos, pero luego sonrió y asintió con la cabeza mientras vaciaba el
contenido del recipiente sobre la leche, y abrazados se dirigieron a la mesa
donde ya habían servido el desayuno.
Cuando pasaron unas tres
horas, regresaron al trabajo; la leche se había convertido en una especie de
gelatina, Abraham se lavó las manos con sal e invitó a Dalia a imitarlo.
—No debes lavarte con
jabón para que la cuajada no agarre su olor.
Se levantó las mangas de
la camisa hasta el antebrazo y comenzó a deshacer aquel extraño flan, ella
metió también sus pequeñas manos mientras lo miraba y sonreía.
Luego en mantas lo colaron
teniendo cuidado de volver a llenar el bote donde estaba el cuajar con un poco
de salmuera.
La masa que quedó en las
mantas la pusieron en una batea, hecha con madera de tambor, muy liviana.
—El calor de la mano hará
que se endure.
—Mis manos están frías.
—Ya entrarán en calor con
el trabajo.
Amasaron durante una hora
más y convirtieron la leche cuajada en una pasta solida y más consistente.
Abraham puso al lado de
las bateas unos moldes cuadrados, hechos con madera de Guanacaste negro, “para
que el queso no se amargue”
Pusieron dentro la cuajada
y apretaron las clavijas, luego la tapa
y sobre ella una piedra muy pesada para que el contenido quedara bien prensado.
Tres días más tarde
regresaron y después de quitar las clavijas y la tapa sacaron un enorme queso
que pesaba veinticinco libras.
Abraham lo puso sobre la
mesa, lo examinó con ojo experto y dándose por satisfecho lo cubrió con una
manta y lo dejó allí por ocho días más para que tomara aire.
- ¡Tu primer queso! –le dijo— ella sonreía satisfecha con las
manos en la cintura.
Dalia y las mujeres
cuidaban unas trescientas gallinas, que andaban sueltas en el monte y solo se
les veía las plumas cuando llegaban a dormir en el palo de carao y en las
mañanas llenando el buche con maíz picado.
Los hijos de los mozos
recogían huevos todo el día en baldes, y unas dos veces en el mes pasaba Clara,
una sufrida mujer que cambiaba las hamacas y atarrayas que su esposo hacía por sendas canastas de huevos que vendería en
el pueblo.
Abraham siempre visitaba a
sus padres, a quienes poco a poco les iba pasando el enojo, luego se iba a
cuidar el ganado, a ver que los mozos no holgazanearan y regresaba siempre con
el sol de la tarde, cargando un palo para leña aunque tuviera mucha madera
almacenada, era una especie de pasatiempo para él.
Las sirvientas hacían la
comida de los mozos, el desayuno y el almuerzo; pero Abraham prefería que Dalia
cocinara su cena, y sentarse a comer con ella antes de la puesta de sol.
Iban después las mujeres a
lavar los platos sucios al rio con la última luz del día, y con ellas Dalia.
Cuando todos los utensilios estaban limpios y en los canastos, los ponían a
escurrir sobre una piedra y entonces todas se bañaban para que sus esposos las
encontraran perfumadas y apetecibles. Todas, excepto la mujer de Hilario, a él
le gustaba el “olor a hembra” -¿Cuál es la gracia de acostarse con una mujer
que huele a jabón de cuche? –Decía- luego se despedían y cada una regresaba a
su casa, Dalia subía la cuesta y encontraba a su esposo destusando o
desgranando maíz con un olote la luz del candil, mientras oía la radionovela
“El derecho de nacer”
En cuanto él la veía
llegar, apagaba la radio, la tomaba en sus brazos y la besaba con pasión, ella
correspondía temblando y sentía que un calor extraño le recorría todo su cuerpo
como si tuviera fuego en la sangre, entonces
Abraham la llevaba en brazos
hasta el tálamo y se amaban hasta que la luna estaba alta en el cielo.
Cuando pasó una semana y
un día, de trabajos y amores, fueron a revisar el queso, le quitaron la manta y
vieron que estaba en perfecto estado, entonces procedieron a aplicarle una
película de sal, para protegerlo de los gusanos y de las moscas, de allí en
adelante no tendría la protección de la manta.
—En unos tres meses estará
listo –dijo Abraham-
—¿Cómo se sabe cuando está
listo?
—Cuando se le caiga la
sal, como la cascara de un palo seco, sabremos que está listo.
Pero no todo en la vida es
color de rosa, con el paso de los días Abraham se iba volviendo más callado y
la buena relación que tenia con sus padres había disminuido casi hasta ninguna
visita en la semana.
No los visitaba, porque su
madre no perdía ocasión para tratar de destruir aquel según ella diabólico
matrimonio y por el bien de su hijo inventaba historias descabelladas.
—Esa mujercita no es buena
Abraham, te engaña cuando vos salís,
dicen.
Martina, se murió y nunca
le dirigió la palabra aquella muchachita interesada.
Dalia lloraba, pero su
madre que era muy inteligente, le había dicho: “vos tenés que respetar a tus
suegros aunque no te quieran, los suegros son como los padres”
La sombra de la duda y los
celos estaban consumiendo a Abraham, aunque no creía en las palabras de su
madre porque sabía que odiaba a su mujer, había oído mas de alguna vez a la
servidumbre hablando de el asunto, aunque siempre callaban al darse cuenta de
su presencia y el no tenía el valor para interrogarles. No eran todos, sino
unos pocos la mayoría quería a su patrona y la respetaban, pero un pelo en la
comida puede generar un asco que nos haga vomitar hasta la bilis.
¿Sería posible que Dalia
le pagara mal? ¿Después de todo el amor que él le había dado? La había puesto
en un pedestal, la adoraba, cumplía todos sus caprichos, se esforzaba en tener
cada día al menos algún detalle con ella…
—¿Me amas? –Se limitaba a
preguntarle.
—Más que a mi propia vida
–respondía ella en un susurro mientras le tomaba las manos a punto de echarse a
llorar.
¿Qué más podía ella hacer
para demostrarle cuanto lo amaba? ella no sabía por qué había cambiado su
esposo de la noche a la mañana, así que fue donde su madre y le contó todo sin
omitir detalles.
—A tu esposo lo están
envenenando, vos tenés que andar con cuidado, no platiques con ningún
corralero, si hay que ordenar algo, dale las ordenes y ya, pero nada de
platica; siempre anda acompañada de alguna muchacha, nunca vayas sola pero ni
al baño.
—Si mamá, así lo haré.
—No llorés -dijo mientras
secaba con la mano desnuda una lagrima que corría por su mejilla –la mentira se
disipa como humo, cuando el amor es fuerte y sincero.
Julia sabía que Martina
podía estar detrás de todo aquello, y deseaba ir a reclamarle, pero sin
pruebas, le podría generar problemas más grandes a su hija, aquella guerra no
se ganaría de esa manera sino con inteligencia y con un poco de ayuda de la
buena fortuna.
Abraham no soportaba más
aquella situación, lo mejor sería salir de una vez por todas de la maldita
duda, ¡estaba a punto de volverse loco!
Había dejado de comer, se
distraía en el trabajo, y parecía distante, Dalia lo había notado pero él se
negaba a decirle que le pasaba.
Incluso, lo notó
indiferente cuando con mucha alegría fue a comunicarle que estaba esperando un
hijo.
—Me alegro mucho –le dijo
el sin alegrarse.
Luego se había ido a
sentar en un rincón y se había quedado pensando en quien sabe qué durante largo
rato.
Algunos perversos
sirvientes seguían hablando de Dalia en los rincones, teniendo cuidado de que
él les oyera, esa era la instrucción que tenían. Las monedas de plata de
Martina, habían comprado su lealtad, les llenaban los bolsillos pero les dejaba
el corazón vacío.
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