miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 13


Agujeros en la Confianza

Abraham, debió volver a su rutina de comercio el primer lunes de diciembre. Las
mulas estuvieron listas, con su carga de maíz, quesos, dulce de atado y otras cosas. Le esperaba casi un mes de viaje.
En esa ocasión Piñico no los acompañaría, hacia poco que había renacido de sus cenizas y debía volverse fuerte antes de cualquier aventura.
Desde la balacera, Abraham no había hecho otro viaje a Honduras, pero el comercio no entiende de riesgos ni sacrificios; así que don Eleuterio le envío un telegrama preguntando si debía esperarlo ese año o no.
Había que salir antes que el sol se levantara por la loma, los totopostes los había hecho Apolonia de nuevo; Dalia preparó unas deliciosas quesadillas poniendo mucho primor en ello, quería que su esposo comiera bien durante el viaje.
Hilario revisaba el revólver, verificaba, que todas las balas estuvieran bien colocadas, y sonreía al recordar la cara sorpresa e incredulidad que puso Bonifacio cuando llegó una tarde de noviembre y desparramó sobre la mesa como si fueran dulces dos puñados de balas.
— ¡Quiero que las bendiga padre!
 — ¡No, no voy a bendecir balas Hilario por el amor de Dios! ¿Qué estás pensando?
— ¿Y por qué no padre, si son para defensa nada más?
— ¡No! bendecir balas no es como bendecir una casa o un negocio… ¡te has confundido muchacho!
— ¿Y qué tal si debo dispararle a alguna burleta o espanto que nos salga en alguna quebrada?
—Bastará con una cruz de saliva…
—Mire padre, yo poco vengo a misa y solo me confieso una vez por año, pero el otro día en Los Perros de agua creí que no viviría para contarlo, estoy seguro que si las balas hubieran estado bendecidas, el patrón y yo hubiéramos salido ilesos, y ya usté vio que casi nos lleva la calaca.
El padre, terminó por aceptar que el credo no prohibía bendecir un arma si se empleaba para defender al desvalido, así que tomo el hisopo y las roció con agua bendita, con la recomendación que fueran usadas siempre para defenderse, nunca para atacar; si desobedecía perderían su virtud.
Chana, la mujer de Hilario le había puesto algunas porciones de chicharrones de tacuazín blanco, y unas mantas para cuando la noche estuviera muy fría.
Esteban, a quien su mujer oficial había despedido como para que no se fijara en mucho tiempo en otras mujerzuelas; afilaba su yatagán y había cargado también su revólver, el no bendecía las balas ni nada, ¿para qué si al final igual mataban al prójimo? ¿Qué tal si por matarlos con balas bendecidas en vez de ir al infierno se ganaban el cielo? de todos modos respetaba a Hilario y sus supersticiones.
Abraham procuró no ver los ojos de su esposa, hubiera sido imposible irse si lo hacía. A pesar de las dudas, la seguía amando con desesperación.
¿Y si estaba equivocado y todo eran mentiras? lo deseaba.
Un largo beso fue suficiente y la caravana partió en completo silencio, para ser interrumpido de vez en cuando, por el resoplar de las bestias acostumbradas ya a aquella faena.
Waterloo quiso seguirlos, pero con solo tres patas buenas no podría hacer aquel recorrido de cientos de leguas; sus días de aventuras habían terminado con gloria en los perros de agua;  así que después de cojear hasta el portón de la hacienda se echó y con tristeza vio partir a su amo.
Cuando el sol salió, habían pasado de largo el Cantilón, y el lugar de la emboscada, donde se persignaron en silencio agradeciendo a Dios por estar con vida.
Los cascos de las mulas cambiaban de lugar las piedras y levantaban una pequeña nube de polvo frio, por lo menos mientras no subiera el sol en el horizonte.
Los viajes eran largos y peligrosos; pero las ganancias eran sustanciosas. El tabaco hondureño era codiciado en San Miguel, y San Salvador; pero el maíz y el atado enriquecían la alimentación de los negros y mulatos que cultivaban casi en su totalidad banano y plátano.
La frontera era una caja de fósforos al lado de un puente de hamacas, construido con tablones de madera de nacascolo y lazos trenzados muy resistentes. Dentro de la pequeña guarnición un chaparro comandante leía novelas o limpiaba con primor sus pistolas. Afuera se apostaban un par de soldados vestidos con uniformes verde olivo y fusiles de palanca. Se pasaban el día jugando damas y bebiendo a escondidas cuzuza decomisada.
En realidad nadie pasaba por allí, excepto Abraham, que era muy amigo del comandante, desde que tenía memoria; su paso era más para saludarlo que para pagar el mísero peaje que a veces se le olvidaba cobrar a Filemón.
La única frontera que la gente respetaba era el Guascorán, un caudaloso rio que en invierno se desbordaba arrastrando casas, vacas, arboles y todo cuanto se pusiera en su camino incluido el puente de vez en cuando.
Filemón, vio aparecer la hilera de mulas en la distancia bajando la loma, de lejos se veían como hormigas cargando costales a ambos lados de la barriga, las primeras habían comenzado a pasar por el puente tensando los lazos del grosor de un plátano grande.
— ¡Soldados, pónganse a hacer algo que ahí viene Abraham! —Le ordenó a los dos desarreglados muchachos que jugaban damas mientras bebían café con piquete— ¡que no se diga que los militares somos gente desocupada!
La llegada de Abraham le garantizaba un par de horas de buena conversación, acompañada de café y exquisitos totopostes, mientras fumaban tabaco hondureño, también patrocinado por el acaudalado comerciante.
— ¡Buenos días comandante! –saludó Abraham.
— ¡Buenos días don Abraham! respondió Filemón, acomodándose el cinturón bajo su prominente barriga para después estrechar su mano con la fuerza que la milicia impone a quien tiene la mala suerte de ser reclutado por ella, o la mala cabeza de enlistarse por voluntad propia.
— ¿Que tal está la cosa por aquí mi buen amigo Filemón? –preguntó mas por cortesía que por interés.
—Aquí nunca pasa nada, ni sucesos ni gente, todos se pasan por el rio, muchas veces en nuestras narices, pero hasta hoy no he tenido el corazón de mandarles a disparar, quizá en su lugar yo haría lo mismo.
Hilario y Esteban acomodaban las mulas a la sombra de unos almendros de rio, y saludaban a los dos soldados que ya eran viejos conocidos;  siempre paraban al menos un día en la frontera para descansar, aquella separación les servía como un cronometro para calcular el tiempo de su llegada a Santa Rosa de Copán.
—Los caminos hasta Santa Rosa están peligrosos estos días –dijo Filemón mientras servía en dos vasos un poco de escocés.
Lo había decomisado días atrás. En una revisión de rutina se había topado con un caja de madera que tenía como única seña dos iníciales L J, Lo estaba guardando porque no le gustaba beber solo, “El que bebe solo se muere solo” solía decir.
—Los caminos siempre han sido duros, pero hasta hoy Dios nos ha cuidado y espero que siga haciéndolo.
—Si, así nos contaron sobre lo de la balacera, pero ya sabía yo que no te ibas a morir sin pasar a despedirte.
Abraham rio de buena gana y agradeció la confianza que aquel hombre tenía en su longevidad y buena estrella, mientras daba un sorbo al exquisito Whisky.
—Oí que te casaste... por aquí pasó don Eleuterio y su esposa en una carroza y un montón de gente y cuando les preguntaba ¿A dónde van? todos decían: a la boda de don Abraham; como podés ver eso de tu boda se supo hasta en Honduras, lamento no haber asistido, pero debía estar de guardia.
—Si, comandante, yo sé de la responsabilidad militar y gracias por el regalo, de parte mía y de mi esposa.
Afuera, los soldados habían sacado el damero y despedazaban a Hilario que con el ceño fruncido muy concentrado mordía el puro pasándoselo de un lado a otro de la boca mientras le dejaban hasta dos “coronas cuches”, El no se enojaba, la nicotina y las palabrotas le liberaban de todo estrés y se levantaba del trozo que hacía las veces de banco para que Esteban tomara su lugar, que aunque jugaba mejor, siempre perdía, Aunque no le dejaban “cuches”
Mientras Abraham conversaba con Filemón había concebido un brillante plan para salir de una vez por todas de las dudas que le consumían el corazón.
Le dijo a Filemón que había olvidado el papel con los encargos de su esposa y el obsequio que le enviaba Dalia a la mujer de Eleuterio, como gratitud por lo del ramo de bodas, así que debía regresar a su casa.
El comandante se ofreció a cuidar de sus mulas, siempre y cuando uno de sus hombres se quedara allí,  así tiraron una moneda y la suerte cayó sobre Hilario que maldiciendo dijo en son de broma “para pasado mañana me van a haber ganado hasta los calzoncillos”
No era sencillo deshacer un día de camino pero Abraham estaba decidido a descubrir de una vez por todas si Dalia lo engañaba o no.
Las palabras de su madre le martillaban día y noche en la cabeza “esa muchachita te engaña cuando vos no estas”
Mientras cabalgaban de regreso al Tizate, Abraham se sinceró con Esteban.
—Creo que Dalia me engaña, por eso he regresado.
—Ja, ja, ja, ja,  ¿y de dónde saca eso patrón?
—Lo he oído por allí.
— ¡No haga caso patrón, la gente inventa muchos romances!
—Eso es lo que espero, que todos sean inventos, para eso regreso para salir de dudas de una sola vez y para siempre.
Esteban, mujeriego empedernido, era el menos indicado pero le aconsejó que debiera confiar en su esposa, que después de todo si no se podía creer en la mujer que sería la madre de sus hijos; entonces no se podía confiar en nadie.
Lo cierto es que a Esteban le daba igual, a él lo engañaban todas sus mujeres, y aunque no sabía cuáles eran o no sus hijos a ninguno le faltaba su cuartillo para los dulces cuando tenía dinero.
Llegaron al atardecer del siguiente día y dejó la mula amarrada a media legua y para que nadie supiera que había regresado y esperó que se hiciera de noche.
Dalia y Chana terminaban de dejar en orden las cosas en la casa, los platos estaban todos limpios y tapados con una manta, para que no le cayeran cagarrutas de rata. La piedra de moler bien lavada y lista para quebrar maíz al día siguiente, la tinaja llena con agua de lo pocitos, la cocina impecable como una tacita, en ese momento se disponía a rezar para acostarse, la noche anterior había oído cantar con insistencia la aurora. Alguno en el pueblo iba a morir sin duda alguna, esperaba que no fuera Abraham o algún ser querido, de todos modos para prevenir iba rezarle a San Antonio para que se muriera mejor el tendero que tan mal le caía. “si se muere don Beto te prendo un paquete de velas el domingo”
Siguiendo el consejo de Julia, había pedido a la mujer de Hilario que le acompañara en las noches para evitar cualquier hablada de la gente.
Ya habían orinado en la bacinica, que Abraham le había comprado para que no saliera de casa en las noches.
Conversaban acostadas en las hamacas de la sala interna sobre los posibles nombres para el niño que iba a tener y su significado, Dalia quería ponerle un nombre diferente pero Chana, insistía que debía usar el del calendario para que llevara la bendición del santo.
Abraham oyó susurros dentro de la casa y sintió que una sombra de amargura y decepción le estrujaba el alma.
Entonces se acercó más para oír mejor de que se trataba todo aquello. Pero al acercarse ellas oyeron sus pasos que se aproximaban a la casa, y callaron, quien fuera que anduviera por allí se movía con cuidado.
Aquellas pisadas se oyeron rodear la casa y detenerse en cada ventana que había sido cerrada por ella y para recordarlo le había jalado la cola al gato tres veces. Todas tenían su cruz de palma bendecida por las manos de enfermera del párroco.
Era imposible que espíritu o ser viviente alguno entrara a no ser que ellas se lo permitieran. De todos modos Dalia reviso la gaveta y allí relucientes estaban los seis dedos de la muerte escondidos en un revolver nuevo, listos para validar el canto del plumífero que ella escuchara la noche anterior.
Abraham se lo había comprado, cuando recibió el telegrama de Eleuterio y la había llevado al potrero a blanquear con ruedas de carreta. Ella era buena y acertaba casi todos los disparos; pero no le gustaba el zumbido que le dejaba en los oídos cada detonación.
A Abraham le pareció demasiado sospechoso que de pronto las voces callaran, así que decidió llamar a la puerta.
¡Toc, toc, toc! se oyeron unos golpes secos en el milenario roble que llegara flotando con una crecida del rio y que fue bien aprovechado para hacer una resistente puerta, la mesa y las sillas de la casona de Volcancillo.
El joven corazón de Dalia se detuvo un milisegundo y aceleró después con una inyección de adrenalina, entonces su cerebro recordó todas las oraciones y rezos que nunca se había aprendido.
Hizo señas a Chana para que guardara silencio, aunque no era necesario, aquella mujer estaba de rodillas moviendo los labios mientras pasaba las cuentas de un gastado rosario.
— ¿Quién es? Pregunto Dalia con miedo.
Nadie respondió, solo escuchó el gemido asmático de las gallinas en el palo muertas de miedo.
Toc, toc, toc, volvió a gritar el roble.
— ¿Quién es, que quiere? Preguntó Dalia ahora con la fuerza que da el miedo cuando ya no se puede con él.
Dalia recordó aquel infortunado día en la poza… ¿y si había regresado?
Sacó el revólver de la gaveta y apagó la rojiza llama del candil que con valentía secundaba al astro rey en las oscuras noches del Tizate.
¡Toc, toc, toc! llamaron a la puerta otra vez.
¡Blam, Blam, Blam! respondió Dalia disparando a través de la madera.
— ¡Soy yo Adalia, me vas a matar! —gritó Abraham desde el otro lado de la puerta.
Ella reconoció la voz de su esposo y por toda respuesta; ahora enfurecida dejó ir los otros disparos, esta vez al suelo de tierra para no matar al del otro lado.
Abraham se había meado en los calzones, ¡nunca más volvería a dudar de su mujercita! tenía un agujero en la camisa y un rozón de bala en la quinta costilla, que no alcanzó a romper la piel, pero que le dejo una fea y molesta quemadura.
La puerta de roble conservaría hasta el fin del mundo tres agujeros, por donde se escapaba en las noches la luz de los candiles y entraba en la madrugada el aroma de los mirtos que plantaban cuando moría algún ser querido.
Dalia no le dirigió la palabra esa noche, aun cuando él se arrodilló a pedir perdón y confesarle todo lo que había motivado su ridículo comportamiento.
Al amanecer saldría para Honduras sin ser perdonado todavía. No recibiría la absolución hasta muchos días después cuando regresara cargado de regalos y remordimientos.
Una aurora se sacudía con energía en su nido, en un tronco de árbol cerca del Cantilón, había traído un ratón muerto para alimentar sus polluelos esa noche.
Esteban se reía lo había visto todo escondido detrás del cerco.
El santo también se moría de la risa, lleno de polvo en el pedestal de la iglesia colonial.
Tendría un paquete de candelas nuevo el domingo próximo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario