Agujeros
en la Confianza
Abraham, debió volver a su
rutina de comercio el primer lunes de diciembre. Las
mulas estuvieron listas, con su carga de maíz, quesos, dulce de atado y otras cosas. Le esperaba casi un mes de viaje.
mulas estuvieron listas, con su carga de maíz, quesos, dulce de atado y otras cosas. Le esperaba casi un mes de viaje.
En esa ocasión Piñico no
los acompañaría, hacia poco que había renacido de sus cenizas y debía volverse
fuerte antes de cualquier aventura.
Desde la balacera, Abraham
no había hecho otro viaje a Honduras, pero el comercio no entiende de riesgos
ni sacrificios; así que don Eleuterio le envío un telegrama preguntando si
debía esperarlo ese año o no.
Había que salir antes que
el sol se levantara por la loma, los totopostes los había hecho Apolonia de
nuevo; Dalia preparó unas deliciosas quesadillas poniendo mucho primor en ello,
quería que su esposo comiera bien durante el viaje.
Hilario revisaba el
revólver, verificaba, que todas las balas estuvieran bien colocadas, y sonreía
al recordar la cara sorpresa e incredulidad que puso Bonifacio cuando llegó una
tarde de noviembre y desparramó sobre la mesa como si fueran dulces dos puñados
de balas.
— ¡Quiero que las bendiga
padre!
— ¡No, no voy a bendecir balas Hilario por el
amor de Dios! ¿Qué estás pensando?
— ¿Y por qué no padre, si
son para defensa nada más?
— ¡No! bendecir balas no
es como bendecir una casa o un negocio… ¡te has confundido muchacho!
— ¿Y qué tal si debo
dispararle a alguna burleta o espanto que nos salga en alguna quebrada?
—Bastará con una cruz de
saliva…
—Mire padre, yo poco vengo
a misa y solo me confieso una vez por año, pero el otro día en Los Perros de
agua creí que no viviría para contarlo, estoy seguro que si las balas hubieran
estado bendecidas, el patrón y yo hubiéramos salido ilesos, y ya usté vio que
casi nos lleva la calaca.
El padre, terminó por
aceptar que el credo no prohibía bendecir un arma si se empleaba para defender
al desvalido, así que tomo el hisopo y las roció con agua bendita, con la
recomendación que fueran usadas siempre para defenderse, nunca para atacar; si
desobedecía perderían su virtud.
Chana, la mujer de Hilario
le había puesto algunas porciones de chicharrones de tacuazín blanco, y unas
mantas para cuando la noche estuviera muy fría.
Esteban, a quien su mujer
oficial había despedido como para que no se fijara en mucho tiempo en otras
mujerzuelas; afilaba su yatagán y había cargado también su revólver, el no
bendecía las balas ni nada, ¿para qué si al final igual mataban al prójimo?
¿Qué tal si por matarlos con balas bendecidas en vez de ir al infierno se
ganaban el cielo? de todos modos respetaba a Hilario y sus supersticiones.
Abraham procuró no ver los
ojos de su esposa, hubiera sido imposible irse si lo hacía. A pesar de las
dudas, la seguía amando con desesperación.
¿Y si estaba equivocado y
todo eran mentiras? lo deseaba.
Un largo beso fue
suficiente y la caravana partió en completo silencio, para ser interrumpido de
vez en cuando, por el resoplar de las bestias acostumbradas ya a aquella faena.
Waterloo quiso seguirlos,
pero con solo tres patas buenas no podría hacer aquel recorrido de cientos de
leguas; sus días de aventuras habían terminado con gloria en los perros de
agua; así que después de cojear hasta el
portón de la hacienda se echó y con tristeza vio partir a su amo.
Cuando el sol salió,
habían pasado de largo el Cantilón, y el lugar de la emboscada, donde se
persignaron en silencio agradeciendo a Dios por estar con vida.
Los cascos de las mulas
cambiaban de lugar las piedras y levantaban una pequeña nube de polvo frio, por
lo menos mientras no subiera el sol en el horizonte.
Los viajes eran largos y
peligrosos; pero las ganancias eran sustanciosas. El tabaco hondureño era
codiciado en San Miguel, y San Salvador; pero el maíz y el atado enriquecían la
alimentación de los negros y mulatos que cultivaban casi en su totalidad banano
y plátano.
La frontera era una caja
de fósforos al lado de un puente de hamacas, construido con tablones de madera
de nacascolo y lazos trenzados muy resistentes. Dentro de la pequeña guarnición
un chaparro comandante leía novelas o limpiaba con primor sus pistolas. Afuera
se apostaban un par de soldados vestidos con uniformes verde olivo y fusiles de
palanca. Se pasaban el día jugando damas y bebiendo a escondidas cuzuza
decomisada.
En realidad nadie pasaba
por allí, excepto Abraham, que era muy amigo del comandante, desde que tenía
memoria; su paso era más para saludarlo que para pagar el mísero peaje que a
veces se le olvidaba cobrar a Filemón.
La única frontera que la
gente respetaba era el Guascorán, un caudaloso rio que en invierno se
desbordaba arrastrando casas, vacas, arboles y todo cuanto se pusiera en su
camino incluido el puente de vez en cuando.
Filemón, vio aparecer la
hilera de mulas en la distancia bajando la loma, de lejos se veían como
hormigas cargando costales a ambos lados de la barriga, las primeras habían
comenzado a pasar por el puente tensando los lazos del grosor de un plátano
grande.
— ¡Soldados, pónganse a
hacer algo que ahí viene Abraham! —Le ordenó a los dos desarreglados muchachos
que jugaban damas mientras bebían café con piquete— ¡que no se diga que los
militares somos gente desocupada!
La llegada de Abraham le
garantizaba un par de horas de buena conversación, acompañada de café y
exquisitos totopostes, mientras fumaban tabaco hondureño, también patrocinado
por el acaudalado comerciante.
— ¡Buenos días comandante!
–saludó Abraham.
— ¡Buenos días don
Abraham! respondió Filemón, acomodándose el cinturón bajo su prominente barriga
para después estrechar su mano con la fuerza que la milicia impone a quien
tiene la mala suerte de ser reclutado por ella, o la mala cabeza de enlistarse
por voluntad propia.
— ¿Que tal está la cosa
por aquí mi buen amigo Filemón? –preguntó mas por cortesía que por interés.
—Aquí nunca pasa nada, ni
sucesos ni gente, todos se pasan por el rio, muchas veces en nuestras narices,
pero hasta hoy no he tenido el corazón de mandarles a disparar, quizá en su
lugar yo haría lo mismo.
Hilario y Esteban
acomodaban las mulas a la sombra de unos almendros de rio, y saludaban a los
dos soldados que ya eran viejos conocidos;
siempre paraban al menos un día en la frontera para descansar, aquella
separación les servía como un cronometro para calcular el tiempo de su llegada
a Santa Rosa de Copán.
—Los caminos hasta Santa
Rosa están peligrosos estos días –dijo Filemón mientras servía en dos vasos un
poco de escocés.
Lo había decomisado días
atrás. En una revisión de rutina se había topado con un caja de madera que
tenía como única seña dos iníciales L J, Lo estaba guardando porque no le
gustaba beber solo, “El que bebe solo se muere solo” solía decir.
—Los caminos siempre han
sido duros, pero hasta hoy Dios nos ha cuidado y espero que siga haciéndolo.
—Si, así nos contaron
sobre lo de la balacera, pero ya sabía yo que no te ibas a morir sin pasar a
despedirte.
Abraham rio de buena gana
y agradeció la confianza que aquel hombre tenía en su longevidad y buena
estrella, mientras daba un sorbo al exquisito Whisky.
—Oí que te casaste... por
aquí pasó don Eleuterio y su esposa en una carroza y un montón de gente y
cuando les preguntaba ¿A dónde van? todos decían: a la boda de don Abraham;
como podés ver eso de tu boda se supo hasta en Honduras, lamento no haber
asistido, pero debía estar de guardia.
—Si, comandante, yo sé de
la responsabilidad militar y gracias por el regalo, de parte mía y de mi
esposa.
Afuera, los soldados
habían sacado el damero y despedazaban a Hilario que con el ceño fruncido muy
concentrado mordía el puro pasándoselo de un lado a otro de la boca mientras le
dejaban hasta dos “coronas cuches”, El no se enojaba, la nicotina y las
palabrotas le liberaban de todo estrés y se levantaba del trozo que hacía las
veces de banco para que Esteban tomara su lugar, que aunque jugaba mejor,
siempre perdía, Aunque no le dejaban “cuches”
Mientras Abraham
conversaba con Filemón había concebido un brillante plan para salir de una vez
por todas de las dudas que le consumían el corazón.
Le dijo a Filemón que
había olvidado el papel con los encargos de su esposa y el obsequio que le
enviaba Dalia a la mujer de Eleuterio, como gratitud por lo del ramo de bodas,
así que debía regresar a su casa.
El comandante se ofreció a
cuidar de sus mulas, siempre y cuando uno de sus hombres se quedara allí, así tiraron una moneda y la suerte cayó sobre
Hilario que maldiciendo dijo en son de broma “para pasado mañana me van a haber
ganado hasta los calzoncillos”
No era sencillo deshacer
un día de camino pero Abraham estaba decidido a descubrir de una vez por todas
si Dalia lo engañaba o no.
Las palabras de su madre
le martillaban día y noche en la cabeza “esa muchachita te engaña cuando vos no
estas”
Mientras cabalgaban de
regreso al Tizate, Abraham se sinceró con Esteban.
—Creo que Dalia me engaña,
por eso he regresado.
—Ja, ja, ja, ja, ¿y de dónde saca eso patrón?
—Lo he oído por allí.
— ¡No haga caso patrón, la
gente inventa muchos romances!
—Eso es lo que espero, que
todos sean inventos, para eso regreso para salir de dudas de una sola vez y
para siempre.
Esteban, mujeriego
empedernido, era el menos indicado pero le aconsejó que debiera confiar en su
esposa, que después de todo si no se podía creer en la mujer que sería la madre
de sus hijos; entonces no se podía confiar en nadie.
Lo cierto es que a Esteban
le daba igual, a él lo engañaban todas sus mujeres, y aunque no sabía cuáles
eran o no sus hijos a ninguno le faltaba su cuartillo para los dulces cuando
tenía dinero.
Llegaron al atardecer del
siguiente día y dejó la mula amarrada a media legua y para que nadie supiera
que había regresado y esperó que se hiciera de noche.
Dalia y Chana terminaban
de dejar en orden las cosas en la casa, los platos estaban todos limpios y
tapados con una manta, para que no le cayeran cagarrutas de rata. La piedra de
moler bien lavada y lista para quebrar maíz al día siguiente, la tinaja llena
con agua de lo pocitos, la cocina impecable como una tacita, en ese momento se
disponía a rezar para acostarse, la noche anterior había oído cantar con
insistencia la aurora. Alguno en el pueblo iba a morir sin duda alguna,
esperaba que no fuera Abraham o algún ser querido, de todos modos para prevenir
iba rezarle a San Antonio para que se muriera mejor el tendero que tan mal le
caía. “si se muere don Beto te prendo un paquete de velas el domingo”
Siguiendo el consejo de
Julia, había pedido a la mujer de Hilario que le acompañara en las noches para
evitar cualquier hablada de la gente.
Ya habían orinado en la
bacinica, que Abraham le había comprado para que no saliera de casa en las
noches.
Conversaban acostadas en
las hamacas de la sala interna sobre los posibles nombres para el niño que iba
a tener y su significado, Dalia quería ponerle un nombre diferente pero Chana,
insistía que debía usar el del calendario para que llevara la bendición del
santo.
Abraham oyó susurros
dentro de la casa y sintió que una sombra de amargura y decepción le estrujaba
el alma.
Entonces se acercó más
para oír mejor de que se trataba todo aquello. Pero al acercarse ellas oyeron
sus pasos que se aproximaban a la casa, y callaron, quien fuera que anduviera
por allí se movía con cuidado.
Aquellas pisadas se oyeron
rodear la casa y detenerse en cada ventana que había sido cerrada por ella y
para recordarlo le había jalado la cola al gato tres veces. Todas tenían su
cruz de palma bendecida por las manos de enfermera del párroco.
Era imposible que espíritu
o ser viviente alguno entrara a no ser que ellas se lo permitieran. De todos
modos Dalia reviso la gaveta y allí relucientes estaban los seis dedos de la
muerte escondidos en un revolver nuevo, listos para validar el canto del
plumífero que ella escuchara la noche anterior.
Abraham se lo había
comprado, cuando recibió el telegrama de Eleuterio y la había llevado al potrero
a blanquear con ruedas de carreta. Ella era buena y acertaba casi todos los
disparos; pero no le gustaba el zumbido que le dejaba en los oídos cada
detonación.
A Abraham le pareció
demasiado sospechoso que de pronto las voces callaran, así que decidió llamar a
la puerta.
¡Toc, toc, toc! se oyeron
unos golpes secos en el milenario roble que llegara flotando con una crecida
del rio y que fue bien aprovechado para hacer una resistente puerta, la mesa y
las sillas de la casona de Volcancillo.
El joven corazón de Dalia
se detuvo un milisegundo y aceleró después con una inyección de adrenalina,
entonces su cerebro recordó todas las oraciones y rezos que nunca se había
aprendido.
Hizo señas a Chana para
que guardara silencio, aunque no era necesario, aquella mujer estaba de
rodillas moviendo los labios mientras pasaba las cuentas de un gastado rosario.
— ¿Quién es? Pregunto
Dalia con miedo.
Nadie respondió, solo
escuchó el gemido asmático de las gallinas en el palo muertas de miedo.
Toc, toc, toc, volvió a
gritar el roble.
— ¿Quién es, que quiere?
Preguntó Dalia ahora con la fuerza que da el miedo cuando ya no se puede con
él.
Dalia recordó aquel
infortunado día en la poza… ¿y si había regresado?
Sacó el revólver de la
gaveta y apagó la rojiza llama del candil que con valentía secundaba al astro
rey en las oscuras noches del Tizate.
¡Toc, toc, toc! llamaron a
la puerta otra vez.
¡Blam, Blam, Blam!
respondió Dalia disparando a través de la madera.
— ¡Soy yo Adalia, me vas a
matar! —gritó Abraham desde el otro lado de la puerta.
Ella reconoció la voz de
su esposo y por toda respuesta; ahora enfurecida dejó ir los otros disparos,
esta vez al suelo de tierra para no matar al del otro lado.
Abraham se había meado en
los calzones, ¡nunca más volvería a dudar de su mujercita! tenía un agujero en
la camisa y un rozón de bala en la quinta costilla, que no alcanzó a romper la
piel, pero que le dejo una fea y molesta quemadura.
La puerta de roble
conservaría hasta el fin del mundo tres agujeros, por donde se escapaba en las
noches la luz de los candiles y entraba en la madrugada el aroma de los mirtos
que plantaban cuando moría algún ser querido.
Dalia no le dirigió la
palabra esa noche, aun cuando él se arrodilló a pedir perdón y confesarle todo
lo que había motivado su ridículo comportamiento.
Al amanecer saldría para
Honduras sin ser perdonado todavía. No recibiría la absolución hasta muchos
días después cuando regresara cargado de regalos y remordimientos.
Una aurora se sacudía con
energía en su nido, en un tronco de árbol cerca del Cantilón, había traído un
ratón muerto para alimentar sus polluelos esa noche.
Esteban se reía lo había
visto todo escondido detrás del cerco.
El santo también se moría
de la risa, lleno de polvo en el pedestal de la iglesia colonial.
Tendría un paquete de
candelas nuevo el domingo próximo.
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