LA FLOR DE CANAIRE
Capítulo 2
La flor de Canaire
blanquecina de aquel rincón, llamado Canaire.
¡Espinas que aparecían
donde menos se esperaban, como cuernos endemoniados del Ishcanal maldito por el
pecado de Adán!
“Antes no tenía espinas
—solía decir Teodosia, la más vieja de todos los habitantes de la tierra, en
esos días— pero cuando Dios maldijo el mundo, después del pecado original, lo
cubrió todo de púas afiladas como espadas…¡tan miserable se sentía aquel
arbusto que El Creador, en su infinita misericordia le permitió conservar sus
azucarados frutos, para todo aquel que se atreviese a desafiar las hordas de
ponzoñosas hormigas negras, que viven alimentándose de sus bífidos puñales,
espinas que Dios hizo así; para que la humanidad nunca olvidara las palabras de
la serpiente”
A Dalia Marquina no le
importaba quien era Adán, ni había conocido nunca a esa Eva de la que tantas
cosas malas se decían. Con la frente arrugada por el dolor, se hurgaba con una
gruesa espina del mismo arbusto, en el calcañar. Si por desgracia, quedaba la
punta del enconado "saite" con toda seguridad se iría directo al
corazón provocándole una muerte instantánea y muy dolorosa… al menos eso decían
los que conocieron a Chabelita, la mujer de Gustavo, que murió de esa manera,
alcanzando a decir a penas ¡Jesús del huerto!
Las historias de su
bisabuela, le parecían a algunas, inverosímiles y otras tan aburridas como los
sermones del cura del pueblo. Decían, los irreverentes, de sus muy elaboradas
misas que hasta Dios se aburría oyéndole.
Dalia estaba allí, sentada
en una piedra en la soledad de un potrero que aun no había sido cercado por
nadie. La sangre se mezclaba con la mugre de sus pies descalzos.
Tenía zapatos, unos muy
viejos que solo se los ponía para ir a la iglesia un par de veces en el año, y
cuando llegaba la feria de payasos chabacanes y lonas daltónicas, curtidas por
el tiempo.
El jaraguá se confundía
con el color pajizo de su cabello lacio que le llegaba hasta la cintura. No
habían pasado aun quince inviernos desde que llegara al mundo, en aquel rincón
vilipendiado por la fortuna.
A su lado, bien amarrado
con un largo bejuco estaba un pequeño manojo de leña de carbón negro “la mejor
leña para hacer totopostes” al menos eso decía su madre: “los totopostes, no
son totopostes si no se hacen con leña de carbón negro”
Cuando después de mucho
hurgar terminó por fin de extraer la mal intencionada espina, se dispuso a
regresar preguntándose ¿Quién sería ese don Abran que llegaría a traer
cuatrocientos veinte totopostes? ¿Por qué tantos?
Se rió al imaginárselo con
la boca llena tratando de masticarlos y atragantándose mientras pedía un vaso
de agua por el amor de Dios.
Se puso el haz de leña
sobre el yagual y caminó cojeando un poco, aquella espina no era la primera ni
la ultima con que se atravesaría en su vida.
A las nueve con siete
minutos, el mismo día que Abraham visitara a Apolonia.
Hilario, había llegado a
Canaire, el pueblo donde había crecido, hasta que tuvo edad para aventurarse a
ir solo por la vida; regresando muy pocas veces, desde que murió su madre, solo
cuando la situación se lo demandaba así.
—Hilario, haceme el favor
de ir a Canaire donde una tal Julia Marquina, a encargarme allí los totopostes
–le dijo Abraham- ¿la conoces o sabes donde vive?
—Si, patrón, yo conozco a
Julia, ahorita mismo salgo para allá.
Hilario a toda prisa, pasó
el pueblo en lo que cualquiera de nosotros respira unas siete veces; como una
sombra se deslizó por la placita de en medio; La Botica al lado de la casa
parroquial, la iglesia que estaba en el centro, la alcaldía y la escuela de
niñas; la escuela de varones, José Francisco Barrundia; el negocio de Juan
García, una tienda de víveres; la tienda de un turco que vendía telas, a
precios elevadísimos, finalizando con innumerables casas amontonadas y una
farmacia homeopática, que luchaba por no caerse ya casi saliendo del pueblo.
Solo se detuvo al llegar
al paso del Pretil, sobre el rio que dividía Minitas de Canaire, Anamorós y
Polorós.
¡Rio de copantes impávidos
a la furia de las crecidas invernales!
Hilario se detuvo, porque
el caballo tenía que beber y él tenía que orinar.
Y mientras orinaba, un
poco más abajo de donde su caballo bebía con avidez el agua del afluente, el
fumaba con vehemencia, siempre lo hacia así.
—Es una tierra mala para
sembrar – pensó Hilario mientras veía la blanca vereda más allá del rio- pero
al menos es una tierra que no hace lodo ni ensucia los cascos de las bestias.
Cabalgó todavía un largo
rato, levantando el polvo y asustando las auroras que ululaban a orillas del
camino. La gente se persignaba al verle pasar de prisa y decían: ¡Allí va el
justo juez de la noche a traer el alma de algún desdichado!
Hasta que llegó a Canaire.
—¡Buenas noches le de Dios
niña Julia! –gritó desde el cerco.
Julia despertó a Dalia,
sin mucho esfuerzo y le dijo en un susurro, acercando sus labios delgados al
oído de su única hija.
—Si algo malo pasa, corré
para la casa de mi hermana y decile que se venga con todos sus hijos para acá…
Cogió el machete y
respondió con voz firme y fuerte:
—¿Que quiere hombre? ¡Aquí
no hay nada para usted!
—Soy Hilario, niña julia,
vengo a esta hora porque tengo una urgencia, no tenga temor.
—Hilario está muerto –dijo
ella.
—No, no lo estoy, si así
fuera estaría ahorita mismo en el infierno y no aquí platicando con usted.
—Julia abrió un poco la
puerta creyendo reconocer la voz que llamaba desde el más allá.
—Hilario, inhalo el puro
con fuerza para que Julia pudiera reconocerlo a la luz de la brasa.
—¡Hilario muchacho que
susto me has dado! –dijo Julia al reconocerlo- y puso el machete a un lado de
la puerta.
—Perdone que le haya
asustado, pero es que mi patrón me manda con urgencia porque va a querer
totopostes.
Dalia, que estaba ya lista
para salir corriendo con todas sus fuerzas, por la puerta de atrás de la casa,
cerró con cuidado y se regreso a oír la conversación desde la oscuridad de un
rincón de la casa.
Julia encendió un candil,
e invitó a Hilario a sentarse, había mucho que hablar, pero eso ya es otra
historia; un extraño relato que quizá algún día escriba.
El día siguiente de la
visita de Hilario; Dalia, no fue a estudiar, con don Fernando Saravia, un
anciano barbiblanco que hablaba con acento de castilla, un profesor retirado
medio chiflado que le estaba enseñando a leer y a escribir, a ella y un montón
de cipotes mas de nombres impronunciables.
Nadie supo nunca, porqué
no regresó a su tierra y se había quedado como maestro de aquella gente
olvidada de Dios.
Dijeron las lenguas
espinosas en su momento, que en un arrebato de ira siendo aun muy joven, había
matado un hombre que cortejaba a su coscolina mujercita y que por temor a
represalias de la familia no podía regresar a Castilla.
La verdad es que, aun si
fuera cierto aquello que se decía, en la península no quedaba nadie vivo que
pudiera recordar tal cosa o alguno que quisiera juzgarlo.
Las señoras románticas,
decían que su esposa y sus hijas habían muerto por una rara enfermedad, que
solo le daba a la gente de Castilla, y que él, en su desesperación había
gastado toda su fortuna en médicos que al final nada pudieron contra la muerte.
Luego, después de haberlas enterrado y llorado cuarenta días y cuarenta noches
había huido, al borde de la locura, para no regresar nunca a aquella tierra que
le traía recuerdos dolorosos.
Teodosia, afirmó alguna
vez que en su tierra don Fernando era un noble y riquísimo señor; pero que
habiéndose fastidiado de todo, había terminado por vender sus propiedades y
títulos para viajar por el mundo; era un aventurero altruista insaciable de
caminos a quien los años y achaques habían detenido en aquel remoto lugar, y
que a lo mejor un día regresaría a morir entre su gente.
La verdad es que aquel
educador, era muy querido por todos y al igual que Teodosia, contaba historias
de tiempos que ninguno podía recordar.
El anciano maestro había
sido como un padre para Dalia, desde que su progenitor fué asesinado en una
pelea de cantina, hacia tantísimo tiempo que ella no tenia memoria para
recordarlo.
Lo único que pedía a
cambio de educar a aquellos muchachos en las letras y en el catecismo era un
plato de comida y las monedas que alguno de vez en cuando le daba.
—Hoy no vas a ir a la
escuela –le dijo Julia Marquina, su madre, una hermosa mujer calcada de los
bustos helenos y que aparentaba más años de los que tenía.
—Como usté diga mama.
—Te vas a recoger leña de
carbón negro; porque don Abran va a venir, a traer totopostes, y quiero que ya
estén listos. Te apuras, no vayas a andar de boca abierta.
Cuando regresó a su casa,
(después de abrir mucho la boca) un rancho con techo de paja y paredes de
bahareque, se encontró con un insólito cuadro: había cincuenta mulas en el
patio y algunos hombres platicando mientras fumaban a la sombra de un soberbio
nacaspilo.
Si Dalia hubiera leído las
mil y una noche habría creído que el mismísimo Alibabá había llegado a comprar
totopostes para el bastimento del camino.
Reconoció a Hilario, aun
antes de verlo, por el tufo del tabaco que le acompañaría hasta el día de su
muerte y le mantendría incorrupto en la tumba, ahuyentando los gusanos que
querían devorar sus carnes.
Agachó la cabeza y apretó
el paso sin saludar, hasta llegar al lugar donde se ponía la leña y se apresuró
a avivar el fuego que casi se había apagado y que cocía a fuego lento los
totopostes en el horno donde se achicharraba la juventud de Julia día con día.
—Qué pena don Abran que
tenga que hacerle esperar por el encargo, –se excusaba Julia, su madre.
—No se preocupe, niña
Julia, yo sé que usted se ha esforzado, y Apolonia me la ha recomendado bien,
además el camino es largo y esperar un poco más, no será mucho problema.
Dalia, como todas las
mujeres, era muy curiosa, así que caminó hasta la puerta de la casucha donde
vio un cinturón colgado, lleno todito de balas y un revolver con cacha de
marfil blanco.
No dijo nada, solo se paró
al lado de la puerta.
Si se atrevía a
interrumpir una conversación, lo pagaría literalmente con sangre y quizá
algunos jirones de vestido.
Su madre estaba sentada
frente a la puerta, y de espaldas había un señor que vestía muy elegante, con
un sombrero de pelo de conejo en la rodilla.
—Qué bueno que ya veniste
–le dijo Julia—salude a don Abran.
Abraham se volteo para ver
quien estaba a sus espaldas.
—Buenas tardes le de Dios
don Abran –saludó con timidez ella.
Abraham no supo en qué
momento contestó, —a usté se las de mejores.
Se había puesto de pie.
Frente a él, estaba la
criatura más bella que habían visto sus ojos en treinta y cinco años de
mujerzuelas y amores fugaces.
Era una mujercita de casi
quince inviernos, con el pelo pajizo hasta la cintura, tenía los ojos de color
avellana y la piel de su rostro parecía labrada en porcelana finísima.
Al trasluz de la puerta
podía notar también la figura de su cuerpo por entre los harapos que vestía.
Dalia se ruborizó, ella
estaba acostumbrada a tratar con cipotes chorreados o a lo mucho con ancianos
como don Fernando que le daba clases, cuando su madre se lo permitía.
Pero no con caballeros
como el que estaba de pie frente a ella; aquel, vestía como un príncipe,
derechito como una vara, usaba bigote perfectamente recortado y estaba además
perfumado con agua florida.
No, no era gordo ni tenía
la boca llena de totopostes como se lo había imaginado, era delgado, con el
cabello muy negro, ojos dulces y nariz perfilada.
Julia era una mujer muy
inteligente y notó el impacto que su hija había tenido en el riquísimo
visitante, pero disimuló muy bien.
—Es mi hija, se llama
Dalia, pero tiene la mala costumbre de oír las conversaciones…
—No tenga cuidado así son
los jóvenes de hoy en día –tartamudeo el.
—Dalia tráele café a don
Abran y unos totopostes para que pruebe la calidad del totoposte que yo vendo
–ordenó con una dulzura con que raras veces la trataba.
No es que la tratase del
todo mal siempre; ella la amaba, más que su propia vida porque le recordaba su
juventud. Pero aquella mujer, era dura al igual que todas las mujeres de Nueva
Esparta, los sentimientos y las palabras bonitas se guardaban para las noches
de pasión.
Dalia obedeció y fue hasta
el jarro de café y después de buscar el mejor guacal de Jícaro se lo llevó a
Abraham.
Sus pies eran pequeños y
maltratados, pero sus manos eran como dos palomas blancas, a Abraham le
recordaron las manos de la virgen que había visto en la iglesia.
El era católico, liberal,
con muchas preguntas sobre Dios y muy pocas respuestas de la iglesia; el cura
que en el fondo también se preguntaba muchas cosas, disfrutaba conversando con
aquel inteligente benefactor mientras sorbía la sangre de Cristo que había
quedado de la última misa.
Ella extendió sus manos,
para ofrecerle en aquel cuenco la sangre de arabia, Abraham agradeció el gesto
sin dejar de ver sus ojos un solo segundo.
Dalia sintió algo extraño,
como que se le revolvían los intestinos, y en cuanto pudo salió casi corriendo
para la cocina.
Mucho rato después salió
Abraham, y con disimulo buscó a Dalia en los alrededores, se entretuvo un poco
haciendo como que le costaba ponerse el cinturón donde llevaba la pistola
mientras veía a uno y a otro lado.
No la vio.
Julia tuvo que despachar
sola, los cuatrocientos veinte totopostes, en dos costalitos de manta que
Abraham colocó en las alforjas de una mula, a quien llamaba cariñosamente “La
Nana”, porque era la más vieja de todas y era la solía llevar siempre los
alimentos del camino.
Dalia estaba escondida
detrás de una troja de maíz, y de allí la fue a sacar Julia Marquina, cuando no
la encontraron en toda la tarde.
Diccionario:
Iscanal: Arubusto
espinoso, conocido también como cuerno de toro. (Acacia cornigera)
Copante:Hilera de piedras
para poder cruzar un rio, desaparecen con las crecidas.
Aurora: Ave nocturna
pequeña, en algunos lugares le dicen tecolote bajeño. (Glaucidium brasilianum)
—Miguelan. (2023)
No hay comentarios:
Publicar un comentario