Capitulo
3
Camino
de las Honduras
La luna dibujaba sobre el
camino polvoriento, la silueta de los tres viajeros que
se mecían al compás del paso de sus poderosas bestias.
se mecían al compás del paso de sus poderosas bestias.
Uno de ellos fumaba un
"Chiriquí.”(Puro delgado y pequeño)
Cincuenta mulas les
seguían, cargadas de fino tabaco y otras cosas que traían de la lejanísima
Santa Rosa de Copán en Honduras.
Llevaban revólveres en la
cintura y una cincha cuajada de relucientes balas advirtiendo a los salteadores
de caminos, que deberían jugarse la vida si querían algo de aquel pequeño
tesoro.
Dos perros caminaban al
lado de Pavita, Piñico y Waterloo.
Abraham era Instruido.
Lector asiduo de cuanto caía en sus manos, conocía los clásicos griegos; leía
además la biblia todos los días, aunque no podía entender porque el Dios del
antiguo testamento no se parecía en nada, al del nuevo.
Le preguntó sobre el
asunto al cura, una aburrida tarde de enero; pero el clérigo tampoco lo sabía.
Humilde le dijo entre sorbo y sorbo, del vino consagrado; después de mucho
pensarlo; que la respuesta a esas preguntas era parte del misterio de la
divinidad, que se quedara con la versión que más le gustara.
Cursó todos sus estudios,
y a menudo ponía su casa a disposición de los maestros cuando no tenían donde
alojarse.
Le había robado diez años
al siglo pasado. Lo primero que oyó cuando nació; aquel lejanísimo dieciséis de
marzo, fueron las chicharras que desgarraban sus cuerdas recordando la semana
mayor a todo ser viviente del cantón Tizate.
Vino al mundo de pie, como
habían nacido todos sus ancestros. Solo para no terminar con una tradición que
se remontaba muchos siglos atrás hasta el mismísimo Arminio Reyes, que peleó
contra los moros, al lado de Rodrigo Díaz de Vivar, en Valencia.
Gregorio, su padre, lo
examinó detenidamente; tez clara como su mujer, pero tenía sus mismas
facciones.
Le contó los dedos de las
manos y después le contó los dedos de los pies, dos veces para estar seguro,
luego se fijó que no tuviera cola y dijo: —se va a llamar Abraham.
Al principio, todos se
preguntaron, y algunos hasta criticaron e inventaron historias, sobre el porqué
no lo había llamado Gregorio, como él; pero cuando el niño fue creciendo,
dejaron de discutir, porque se dieron cuenta que aquel niño, no podía llamarse
de otra manera.
Ahora, treinta cinco años
después, ya nadie siquiera se atrevía a cuestionar la revelación que tuvo
Gregorio aquel día.
—Paremos allí - Les dijo-
al pie de ese amate, hay que dormir un poco.
—Como mande patrón –
respondió Hilario.
—De todos modos ya solo
nos falta medio día de camino –dijo Esteban.
—Quizás un poco más
–respondió Abraham.
Levantó la vista del
camino y después de verlos un par de segundos, se bajó de su mula.
Aquellos hombres habían
montado casi un día entero sin quejarse siquiera, incluso habían comido sobre
sus caballos.
Su patrón tenía prisa en
regresar, se notaba. No obstante; había estado callado todos esos días, ni
siquiera los había acompañado al burdel donde solían desfogar el estrés del
viaje.
Se había limitado a
entregar el maíz, el queso y demás cosas donde don Eleuterio Sánchez, un
riquísimo paisano que había hecho fortuna, después que descifrara el secreto
del canto del zanate, un día que caminaba por la montaña buscando un palo donde
ahorcarse para terminar con su miseria.
Abraham no se entretuvo
gran cosa; ahí mismo, compró puros de la mejor calidad que podía encontrarse en
todo el país, para luego irse donde los turcos de la calle principal a regatear
baratijas y extraños artilugios que se venderían bien en la feria del pueblo.
También, para sorpresa de
sus mozos, compró joyería y algunas cosas de uso femenino.
—Alguna dama trae de
cabeza al patrón, —dijo Esteban— porque
hasta compró vestidos y unas cintas para el pelo.
Lo extraño es que ellos no
le conocían ninguna novia seria, ¡ellos que eran casi como su sombra!
Abraham, Amarró la mula en
una raíz del frondoso árbol, sacó de su matate algo envuelto en “tusa” y lo
partió con el mango de su cuchillo de monte.
¡Era dulce de panela, la
sangre de los lejanos trapiches Nonualcos!
Le dio un pedazo a
“Pavita”, su mula y se comió otro. Después,
acarició la frente del animal y se acurrucó al regazo del amate.
Había tomado la decisión
más importante de su vida ¡iba a pedir la mano de Dalia!
¡Tenía prisa por volver a
Canaire, le parecía que los días se le hacían siglos y los siglos una eternidad
asfixiante!
No tenía en su mente sino
la imagen de aquel hermoso rostro de mujer; cuando comía, cuando dormía, cuando
pensaba, cuando platicaba…
La noche era clara, y la
tierra blanca del camino les habría permitido viajar; y quizás lo habría hecho,
pero los animales necesitaban descansar y Pavita, su mula que le había
acompañado en tantísimos viajes, durante leguas y leguas de noches estrelladas;
que había caminado cabizbaja con el debajo de los aguaceros torrenciales que se
desataban repentinamente para disiparse luego en una larga y cansina llovizna;
estaba ya, bastante entrada en años
No le gustaban los
caballos.
No era algo personal.
Tenía muchos en su hacienda, algunos traídos de Chile, de esos que caminan
bonito, pero eran tan cobardes que no se pasaban un rio crecido.
Él prefería las mulas.
<<Son más
inteligentes y tienen el paso más suave>>
Encendió su radio de baterías
y puso una emisora que transmitía rancheras viejísimas.
“Arnulfo se despidió con
veintiún años cabales…Arnulfo estaba sentado y en eso pasó un rural, le dijo:
¿oiga que me ve? la vista es muy natural…”
—Tenían la mirada muy
fuerte los dos – acompañó Abraham la canción- ¡les salían puñales de los ojos!
El humo del puro que
fumaba Hilario espantaba los zancudos, perfumando la noche con exquisito aroma
de selecto tabaco y de lejos se veía como una luciérnaga que encendía y apagaba
tranquilamente su luz.
Y así, se quedaron
dormidos todos menos Piñico, el chucho de toda la vida que reencarnaba cada
doce años después de morirse un par de meses.
Todos los Piñicos eran
blancos, sin raza definida, andalones y bravos.
Cuando se moría, Abraham
lo enterraba en el patio de la casa, sin llorar, al cabo que ya volvería; solo
era cuestión de sentarse a esperar que naciera otra vez.
Los próximos días estaba
al pendiente de todas las perras preñadas, a ver cual tenía un cachorro blanco.
Y si nacían varios entonces él pasaba y decía ¡Piñico! y aquel que alzara la
cabeza, ese era.
Al amanecer, el olor a
café de palo le regresó a la vida, había soñado que unos gatos se ahogaban en
un pequeño estanque de aguas claras y que el nada podía hacer para salvarlos.
<<Gatos>>
–susurró.
¿Cuántos gatos había en su
casa?
Hilario, había improvisado
una pequeña estufa con algunas piedras para poner la jarrilla con café a
calentar. Con el puro encendió la yesca que recogió por allí y ahora mismo se
disponía a servirle una taza a su patrón.
—Gracias Hilario, buenos
días –saludo Abraham.
—Buenos días patrón
–respondió Hilario mientras le daba el café en una taza de aluminio, que un
turco afeminado le había regalado guiñándole mucho un ojo, hasta que Hilario
puso la mano encima de la cacha de su pistola.
Hilario era pequeño, de
hombros anchos y manos fuertes, tenía una barba rojiza manchada por el humo de
miles de puros y los dientes amarillos. Los ojillos parecían de víbora y una
oreja más gacha que la otra.
—Patrón, disculpe que me
meta en la vida de usté; pero el Esteban y yo estamos preocupados… usté anda
bien raro como que algo le pasa.
— ¡Ah Hilario, no me pasa
nada, lo que pasa es que hoy si me dio el mal de amores!
— ¿Y con cuál de sus
primas se piensa casar patrón?
— ¿Prima, cual prima Hilario?
¡Yo me voy a casar con Dalia Marquina y con nadie más!
—¿La hija de Julia, la
totopostera patrón?
— ¡Esa misma Hilario, esa
misma!
Hilario no dijo nada, le
alegraba en parte aquello, pero de sobra sabía que el asunto no le iba a gustar
a Martina Fuentes ni a Gregorio Reyes, los padres de Abraham.
Ellos estaban desde hacía
algunos años queriendo casar a Abraham con alguna de sus primas, como era la
costumbre para que las tierras quedaran siempre en familia, y había algunas
ilusionadas con atrapar al solterón de toda la vida.
—¿Querés un totoposte
Hilario?
—Si usté me regala patrón…
—Agarra los que querrás ¿Y
el Esteban donde está?
—Dijo que iba a ir a mear
por allí; pero quizá le dieron ganas de cagar…
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