La
Muerte y el venado
Una mañana, cuando Gregorio fue a orinar, notó que evacuaba de un color diferente, como marrón. Hacía días que sentía ardor al vaciar la vejiga, y cada vez se levantaba con mayor frecuencia en las noches para remojar el polvo detrás de la casa.
<<Son cosas de la
edad>> –Se consolaba- lo cierto es que desde el ultimo invierno, comenzó
a sentir que los años le pesaban; y no es que fuera muy viejo, pero en aquellos
tiempos, los días no se contaban como se cuentan hoy y la gente llegaba hasta
muy grande con bastante fuerza; muchos de ellos se morían de fastidio cuando ya
no sabían ni cuantos años tenían.
Desde que su esposa lo
sacó al corredor comenzó a sentir un dolor punzante en la cadera, como si lo
mordieran por dentro y también se fatigaba al menor esfuerzo.
No tardó en llegar la
fiebre; Martina no hizo mucho por él, ni siquiera llamó al médico, se limitó a
encomendarlo en manos de una vieja sirvienta que aparte de agua de cola de
caballo, prendía velas a San Antonio y rezaba por su patrón. Su esposa lo veía en la hamaca temblando
presa de unas fiebres espantosas que solamente llegaban de noche y aunque
sentía deseos de dejarlo entrar de nuevo, su orgullo era una puerta imposible
de abrir.
Cuando Abraham se enteró
le propuso ir a pasar unos días en su casa hasta que su salud mejorara.
Gregorio aceptó la propuesta.
Julia había aconsejado a
Dalia sobre lo que esta debía hacer.
Desde que Gregorio llegó a
su casa fue atendido a cuerpo de rey. Al principio ofrecía alguna resistencia a
tanta atención, que iba desde su taza de café hasta el cuidado de su ropa;
quizá por vergüenza al recordar lo mal que los había tratado.
No había manera de
resistir tantos cuidados sin amar a aquella hermosa jovencita y terminó
cediendo a la esmerada atención de Dalia; que sin llegar a los veinte años
había tomado las riendas de aquella casa, como su esposa lo hiciera muchos años
atrás; pero a diferencia de Martina, era dulce y siempre tenía una palabra
amable para los mozos y sirvientas.
Gregorio abrió su corazón liberándose de un
gran peso para siempre.
Dos días después llegó
Liborio. El médico había renovado sus conocimientos en la última convención y
se veía más saludable que nunca.
—¡Buenos días don
Gregorio!
—¡Liborio, faltaba más,
ahora si me voy a morir! –bromeó el enfermo
—¡El que se va a morir soy
yo si el alcalde no hace algo por reparar la calle!
El doctor recordó las
calles de Guadalajara, mientras abría su maletín y sacaba con parsimonia su
equipo; caminos que no solamente habían sido empedrados para cubrir el lodo del
suelo, sino también decorados siguiendo patrones geométricos primorosos.
¿Por qué no se había
largado de allí? quizá porque en ese rincón del mundo se sentía querido y
respetado.
<<En otros lugares
respetan a los médicos pero nadie los quiere, aunque les sonrían… en el fondo
todos nos odian>> –pensó.
Se sentó frente al enfermo
en una silla acojinada y escribió al inicio de una página amarillenta su nombre
con iníciales exageradas.
— ¿Qué es lo que siente?
Y así empezó una larga y
exagerada confesión de dolamas. Liborio, lo escuchaba y apuntaba con letra
ilegible en un grueso libro que apoyaba sobre sus piernas, de vez en cuando
asentía con su calva cabeza gruñendo para que supiera que aun no se había
dormido y le prestaba atención.
Cuando hubo oído toda
aquella declaración, tomó una lámpara y examinó el ojo del paciente, luego
escucho sus pulmones con el estetoscopio nuevo. Funcionaban muy bien.
—Creo que sus pulmones
andan bien, pero me preocupa lo demás…
—¿Cuánto me queda?
—Eso solo lo sabe Dios,
pero le daré una medicina bastante buena.
Después de recetar al
enfermo con un montón de frascos etiquetados por el mismo, Liborio llamó a
Abraham y su esposa y les comunicó que sospechaba que Gregorio tenía cáncer y
que a juzgar por los síntomas y el iris estaba avanzado y que la expectativa de
vida era muy poca, quizá menos de un año.
—¿Se lo ha dicho a él?
—No don Abraham, en estos
casos lo mejor es no decirlo, porque además de la enfermedad, estaría yo
sumando depresión y quizá acelerando las cosas.
Abraham se entristeció,
pero trató de disimular frente a su padre, y así se lo pidió a Dalia.
Gregorio, no era tonto y
sospechaba que todos aquellos frascos era nada mas un pretexto del doctor para
no decirle la verdad, así que cuando nadie lo veía, tiraba un poco de cada uno
en el lavadero. No lo hacía de una vez porque deseaba que pensaran que había
seguido el tratamiento.
—¡Liborio es un muchacho
que nada sabe de medicina! —dijo Teodosia cuando se enteró por boca de Julia.
Se quejó del ingrato
comportamiento de los médicos con la botánica, y su avidez por aplicar el
bisturí a cuanto ser humano se pusiera frente a ellos, “todo lo quieren curar
con el cuchillo”
Salió en dirección del
paramo y comenzó a recolectar hierbas y cuando tuvo todo lo que consideró
necesario se dispuso a visitar a Gregorio.
—Lo que no te quieren
decir es que tenés cáncer –le dijo- pero no te preocupes, eso se cura como
quien cura una gripe si se sabe cómo.
Gregorio estuvo dispuesto
a someterse a su tratamiento y mandó a tirar todos los frascos que le dio el
galeno en el rio.
Dalia, se encargó de
seguir al pie de la letra todas las indicaciones de Teodosia y muy temprano por
la mañana ya tenía lista una guanábana madura y una infusión de hierbas.
—¡Prefiero morir a
desayunar con guanaba y esa agua desabrida en
lugar de huevos con chorizo y café de palo! —Se quejaba cada día
Gregorio pero terminaba comiéndose toda la fruta.
Su nuera le preparaba una
hora después de la infusión, lo que le pedía para desayunar; no seguía una
dieta en particular; eso sí, debía beberse dos botellas diarias de infusiones y
comerse en ayunas todos los dias, una cada vez mas abominable guanábana.
Lo primero que veía al
despertarse eran los hermosos ojos de Dalia que sonreía con sinceridad mientras
le preparaba aquella despreciable fruta; y aunque él se sentía orgulloso porque
solo engendraba varones terminó queriéndola como la hija que nunca tuvo; no
importaba que lo obligara a beberse aquellos horribles brebajes de quien sabe
que hierbas y otras cosas extrañas que a veces le parecía sabían a escarabajo
con polvo de potrero y una vez casi vomita porque la infusión tenia sabor a
grillo de pared con caca de gorrión.
Y así pasó mucho tiempo,
las brisas de noviembre helaron el talpetate del tizate. Las piedras amanecían
frías y cada vez le costaba más bañarse en la mañana.
Incluso Abraham debió
modificar su costumbre y bañarse una hora más tarde de lo habitual.
Los meses arriaron los
días como vacas en los potreros y después de mucho Gregorio se sintió mejor, y
aunque el cáncer lo mataría de todos modos, muchos años después; por lo pronto,
había sentido como volvían las fuerzas que le habían abandonado. Claro no tan
rápido como aquí se cuenta; hizo falta mucho cuidado y paciencia a sus
rabietas.
En la rama más alta del
amate la muerte se aburrió de esperar el momento oportuno; cada cierto tiempo
veía llegar a Teodosia con una olla de barro en la cadera. La anciana se
detenía en la puerta de la casa y se volvía para ver una aurora de ojos
amarillos en lo alto del palo, entonces levantaba el dedo medio y se reía con
sus pocos dientes y su boca fruncida de arrugas. Así que la dama oscura pensó
que lo mejor sería ir a visitar a Liborio, y cobrarle de una buena vez todos
los cadáveres que le había arrebatado.
Voló sobre el potrero,
miró con delicia los Perros de Agua, pasó El Cantilón y luego los techos de
tejas de las casas del pueblo hasta posarse en una rama del guayabo que estaba
en el patio interior de la casa del doctor.
Llamó suave, con tres
golpes a la puerta, detrás de la cual Liborio escribía en un grueso libro con
encuadernado corinto sus memorias.
No preguntó quién era
¿para qué, si ya él sabía?
Llamaron otra vez y el
Galeno, se levantó con desgano, después de poner punto y aparte a un párrafo inconcluso.
—¡Ya va, espere que me
vista por favor!
Abrió el armario y sacó un
traje casi nuevo, el que había usado el día de su boda y que utilizaba para
mantener la línea. Cuando sentía que le apretaba sabía que estaba pasado de
peso y debía ponerse en forma, entonces comía menos, si la indumentaria le quedaba
muy holgada entonces debía comer más.
Se vistió con él y no pudo
abotonarlo “he comido mucho, debo ser más cuidadoso con las invitaciones a
cenar”
Recordó a su esposa muerta
hace treinta años al dar a luz a su primer hijo sin que pudiera salvarse ninguno
de los dos.
<<Por fin nos
encontraremos otra vez mi amor>>
¿Cuánto ha pasado? –Pensó el galeno.
Se vio en el espejo, sacó
la lengua se estiró el parpado y comprobó que estaba más saludable que un
caballo.
<<Así es como debe
encontrarlo la muerte a uno, ¿sino para que soy médico?>>
Se puso agua de colonia y
sirvió otro vaso con vino destilado y se dispuso a abrir la puerta… en ese
momento se acordó del venado que estaba amarrado en el patio de la casa ¿Quién
lo iba a cuidar? se regresó y escribió en la última hoja del libro de sus
memorias su póstuma voluntad teniendo cuidado de no demorarse mucho.
La muerte llamó por
tercera vez y Liborio se apresuró a quitar el pasador de la puerta.
Lo encontraron casi
petrificado una mañana de mucho frio. En la mesita de noche había dos vasos con
Brandy, uno a medio terminar y el otro derramado sobre una nota en la cual se
despedía de todos los amigos y perdonaba a quienes le quedaron debiendo las
consultas con la condición de que fueran a su entierro, al final se leía:
“…que la cava se reparta
el día de la velación. Le dejo todo lo que tengo a Liduvina, mi enfermera, con
la condición que el día de mi entierro suelte el venado en el potrero más
lejano que conozca”
La noche de la velación,
nadie durmió, se hicieron tamales de pato, “porque la gallina es para los
pobres” y por deseo del difunto doctor se repartió la cava completa a los que
asistieron. Cada cinco minutos pasaba un muchacho amanerado ofreciendo whisky,
vino, vodka (del fino), brandy, y otras bebidas espirituosas que Liborio no
alcanzó a beberse en sus sesenta y tantos años; también se repartió harto,
hartísimo café de palo, cocido en gigantescas ollas de barro.
Los bolitos lloraban por
cualquier cosa menos por el muerto, las beatas rezaban “que lo saque de pena y
lo tenga en su gloria…”
Los chiveadores golpeaban
con furia las cartas en el suelo jugando “con quien”
Era aquello más que una
vela, una fiesta…
Cuando sacaron el cuerpo
de la casona, el mejor mariachi del lugar comenzó a tocar un repertorio de canciones
alegres y no dejó de hacerlo hasta que Bonifacio les pidió que se callaran para
leer el salmo veintitrés y rezar las letanías acostumbradas antes de entregar
el cuerpo a la tierra.
Nunca se vio en el tizate
un entierro con mas asistencia, quizá por la vergüenza de no haberle pagado o
por el cariño que le tenía la gente, pero el camposanto fue insuficiente, para
albergar a tantas personas, dicen que incluso llegaron seis conocidos médicos
de la capital, todos muy estirados vestidos con ropa almidonada y conduciendo
automóviles similares a los del galeno.
Esa misma tarde, mientras
cubrían con tierra el cuerpo del galeno, Liduvina liberaba en la montaña el
venado que había estado amarrado en el patio de la casa.
Así fue, como la guadaña
de la muerte dejó a Gregorio tranquilo por un tiempo.
<<Ya habrá un
pretexto después>>
Gregorio ya recuperado,
inventaba siempre algún dolama para quedarse un poco más de tiempo en la casa
de Volcancillo.
Con aquella pareja de
eternos enamorados y su nietecito asaltándole desde muy temprano en la cama,
encontró algo que en su casa hacia tiempo se había extraviado… la felicidad.
Sintió, pena por su
esposa, pero estaba claro que nunca le perdonaría aquella traición.
Además Dalia estaba
embarazada de nuevo, y pronto habría una nietecita abrazándose a sus piernas o
contándole sus cuitas mientras lloraba desconsolada señalando a su madre por
haberla regañado.
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