Inés
Humbertina
Diciembre silbaba en los
chiriviscos de la loma, con sus gélidas ráfagas de nacimientos colocados en
cada casa del pueblo dejando el espacio vacío del niño que habría de nacer la
media noche del veinticuatro.
Los profesores se
humillaban arrastrando su petulancia hasta la tienda de la esquina para pedir
fiado o extendiendo el bono más allá de
lo impensable, sin dejar de soñar que el siguiente año sería mejor.
Y después de comer
recalentado los horribles cinco días entre navidad y año nuevo por fin llegó el treinta y uno de diciembre.
Desde el día anterior
habían estado persiguiendo gallinas y cortando hojas de plátano para hacer los
tamales, que como era ya la costumbre Apolonia se encargó de sazonar.
Los invitados comenzaron a
llegar después de medio día, no eran grandes señores o gente adinerada, que
comían como pajaritos y corrían a vomitar lo poco que tragaban para mantener la
línea; los invitados de Abraham eran la gente más pobre del pueblo, los que de
verdad necesitaban ser convidados a cenar, los que dejaban siempre limpio el
plato y pedían más.
Con ellos se sentía a
gusto.
Cuando el sol se ocultó
detrás de las montañas, aprovechando el poco tiempo de luz natural que quedaba,
Abraham llenó una batea y pidió a todos que pasaran a ver su reflejo en el
agua. Quien se asomara a ver su rostro en el espejo y pudiera verse con
claridad debía alegrarse porque iba a vivir otro año más.
Si se veía; pero de manera
borrosa, significaba que aunque viviría iba a enfermarse, y si no se veía
entonces posiblemente ya no iba a estar.
Aquello era mera tradición
y casi nunca funcionaba pero las pocas veces que atinaba, eran suficientes para que siguiera
la costumbre año con año.
Cuando todos hubieron
visto que sería de ellos el próximo año, comenzó la repartición de tamales con
café y pan francés.
Esteban sacó su guitarra y
cantó desafinado animado por algunas señoras que aseguraban entonaba igualito
que Pedro Infante.
A las doce de la noche
repicaron en el pueblo las campanas de la iglesia, Abraham se puso de pie y
dijo:
— ¡Es hora de que todos
vayamos por nuestra naranja!
Los invitados dejaron lo
que estaban haciendo y se apresuraron
para entrar a la casa a tomar una naranja del canasto, debían hacerlo con los
ojos cerrados, a conciencia y antes que las campanas dejaran de sonar; quien se
atreviera a hacer trampa seria acreedor a una maldición.
— ¡No abrás los ojos
Rogelio o se te van a caer los dientes! –dijo Gregorio.
Rogelio apretó los ojos y
metió la mano dentro de un gran canasto para tomar la primer naranja que sus
dedos tocaron.
Había algunas peladas,
otras a medio pelar y unas pocas con cáscara. Si se agarraba una pelada
significaba que el año sería de angustia y pobreza, entonces debía encenderse
una vela a San Antonio para mejorar el augurio; por el contrario si no estaba pelada, el año que llegaría el
último repique seria de abundancia.
Cuando todos hubieron
agarrado sus naranjas y las campanas dejaron de sonar Abraham pidió que le
acompañaran fuera de la casa.
¡Era el momento que todos
esperaban!
En el patio, desde muy
temprano estaba amarrado el toro más gordo de sus corrales y a su lado el
destazador con un afilado cuchillo en la mano esperando que el anfitrión diera
la orden de sacrificar el animal, y comenzar el año comiendo carne, para llamar
la buena fortuna, para iniciar en abundancia.
— ¡Ya es hora Chindo!
–dijo el señor de Volcancillo.
Entonces Gumercindo hundió
el acero en la yugular del animal y el plasma brotó con fuerza; pero antes que
tocara el polvo, con habilidad el matador colocó un cuenco de jícaro para
recoger la primera sangre y se la bebió de una sola vez mientras aun estaba
tibia.
— ¡Ah, esto es vida!
–Decía con los ojillos entrecerrados-
Dalia, embarazada por segunda vez miró hacia otro lado para no vomitar,
aquel hombrecillo tragaba sangre como si fuera agua.
Después que hubo apurado
el liquido, se limpió con el dorso de la mano los restos que habían quedo
adheridos a su descuidada barba de nueve días, y puso una batea grande para
recoger el resto.
Cuando hubo muerto el
animal, le quitó la piel y lo descuartizó sin mayor esfuerzo como quien destaza
un pollo, la carne parecía apartarse cuando pasaba el afilado cuchillo.
En el fuego ya estaban
listos sendos calderos, algunos con agua y otros con manteca para convertir los
trozos de carne que Gumercindo cortaba en sopa o chicharrones
El lomo de aguja lo asaron
entero para los de la casa y lo demás lo regalaron a manos llenas a cuantos
llegaron a pedir.
Gumercindo apartó para él
las criadillas y se las llevó en su matate junto con el corazón y un buen trozo
de hígado envueltos en hojas de huerta.
Al medio día, del animal solo
quedaba el cuero secándose al sol y un puñado de vísceras en el potrero que de
las cuales darían buena cuenta los zopilotes
Siete días después, un
domingo por la mañana Dalia dio a luz una niña, más parecida a Abraham que a
ella, para total regocijo del padre y desconcierto de todos los demás.
— ¡Es una niña! avisó la
comadrona en la sala, donde la vieja Teodosia y algunos familiares esperaban.
La matriarca, se levantó
pesadamente de la silla donde había estado dormitando sin que la interrumpiera
en absoluto los ruidos del parto y caminó apoyándose en su bastón hacia el
cuarto.
Llegó hasta la cama y
extendiendo los huesos cubiertos con piel brillante que tenia por mano tocó la
oreja izquierda de la recién nacida. Con la boca entreabierta cerró los ojos un
instante. En la sala y en el cuarto nadie respiraba; todos esperaban la
profecía, pero la vieja no dijo nada, caminó hasta la puerta del cuarto y luego
cruzó la sala mientras los ojos de todos la seguían sin atreverse a preguntar
nada, aquel silencio solo podía significar una cosa, la pitonisa no había visto
nada bueno.
¡Sin duda aquella niña
llevaría una vida de tribulaciones o sería atormentada por enfermedades
incurables!
— ¡Se equivocan todos!
–Como si pudiera leer los pensamientos de ellos, gritó desde la puerta que daba
al corredor- ¡Inés Humbertina será la mujer más feliz y saludable que el Tizate
haya conocido!
— ¡Inés Humbertina! así
será tu nombre mi niña bella –susurró Dalia aceptando la visión de su
bisabuela.
Abraham guardó silencio, a
él le gustaba más el nombre Thelma, pero como amaba con locura a su esposa, y
respetaba la palabra de aquella vieja adivinadora, habría de guardárselo por
muchos años hasta un distante seis de
abril cuando Dalia le preguntara en su último embarazo, después de haberle dado
cuatro hijas y tres hijos ¿y cómo le pondremos a esta niña?
Teodosia cruzó la puerta y
sin detenerse a mirar atrás susurró entre dientes: <<Aunque sus días
serán pocos y morirá por la mano de su amado>> nadie alcanzó a oírla solo
el perro que dormitaba en el corredor de la casa, al cual la vieja se dirigió
como si le entendiera amenazándole con el bastón.
— ¡Y vos no vayas a decir
nada o te muelo a garrotazos!
Rogelio, jugaba en el
patio y se asustó cuando vio a Teodosia blandiendo su garrote y hablando con el
perro. Corrió a su lado y juntando las manitas saludó temeroso.
— ¡Bendito mamita
Teodosia!
Ella se agachó para
mirarlo bien, y frunció los ojos que ya no distinguían nada que estuviera más
allá de su nariz vencida por los inviernos y catarros pasajeros.
— ¡Dios te bendiga José
Rogelio! -dijo y le tocó la oreja derecha-
entonces la visión le fue manifiesta como un relámpago que por un
instante llenó de luz la oscuridad de una noche impenetrable y tormentosa.
Ella lo vio de dieciséis
años, hermoso y varonil caminando para las Ánimas por un vastísimo potrero con
la mirada perdida, cabizbajo y apretando en su mano una cinta de pelo color
verde, sin detenerse a saludar a Heraclides, que le gritaba desde la silla de
un tordillo.
Pasó a su lado sin que
pudiera verla, y ella caminó en sentido contrario hasta llegar a la casona,
donde el mismo Rogelio que acababa de ver caminado en dirección al ojo de la
montaña ahora dormitaba en una hamaca mecido suavemente por un vientecillo
caliente que soplaba del potrero.
No estaba solo, alguien
más se escondía detrás de un granero de latón medio vacío… con muy malas
intenciones.
Quiso advertirle cuando
vio que un muchacho, de su misma edad se movía lentamente con un revolver en la
mano, hasta colocarse detrás de José Rogelio; pero la impenetrable voluntad del
hado silenció sus labios.
Teodosia, no quiso ver
más. Abrió sus ojos hastiados de infortunios y soltó la oreja de aquel niño que
la veía con ojillos redondos y vivos. Había podido espiar por un instante el
arcano impenetrable del destino; ese era su don, ¡esa era su maldición!
<<Pobre
niño…>> —pensó- y se acurrucó a su lado para decirle en el oído
suavecito:
—Vos me vas a alcanzar
lueguito, pero no te preocupes yo te voy a esperar en las Ánimas.
— ¿Las animas?
—Si, en las Animas ¿podrás
recordarlo?
—Creo… dijo Rogelio sin
entender lo que oía o lo que estaba pasando.
Ella lo empujó suavemente
y le señaló la casa con sus dedos curvos
— ¡Andá, conocé a tu
hermanita!
Ese día, fue su día más
lucido en años. Comió y bebió con naturalidad, hasta hizo algunos trabajos como
siempre.
Peinó sus muñecas y las
colocó por orden de edad sobre la cabecera de la cama, no sin antes regañar a
Romilda, una pepona de porcelana con vestido verde, que siempre estaba
molestando a Martiniana, la muñeca de hule a la que le faltaban las pestañas.
Después de eso se perfumó y mientras hablaba sola se puso su
colorete, sus aretes de argolla elaborados con oro egipcio, su mejor vestido y
trenzó solita sus cabellos con toda la paciencia del mundo
Cuando era de noche caminó
sin despedirse de nadie.
Bajó la loma despacio sin
tropezarse ninguna vez porque conocía de memoria la vereda, las piedras y las
raíces. Levantó los ojos para ver que la
luna llena estaba alta en el cielo y caminó para la poza de las ánimas,
canturreando:
“Entre las lunas, la de
octubre es la más hermosa, porque en ella se refleja la quietud…”
Nunca jamás la volvieron a
ver.
La llegada de Inés
Humbertina, y el amor por Rogelio, que cada día estaba más curioso y travieso, llevaron
a Gregorio a tomar una decisión que desde hacia tiempo venia cavilando.
—Abraham he decidido que
voy a venderte trescientas manzanas de mis tierras –dijo de pronto una tarde
mientras bebían café en el corredor esperando que el sol se escondiera de una
buena vez para irse a acostar.
— ¡Trescientas manzanas de
tierra no se compran como una vaca papá! no tengo tanto dinero para poder
pagarlas.
—No te preocupes hay me
pagas cuando tengas, mañana lunes vamos al pueblo donde el abogado para
arreglar el asunto.
—Si usted así lo desea
está bien —respondió Abraham dando por zanjado el asunto y continuaron
escuchando la radionovela de siempre.
Cuando el gallo cantó
asustado por haberse levantado mas tarde de lo habitual y ver las gallinas
todas desparramadas picoteando el polvo del gigantesco patio, ya Abraham y
Gregorio habían bebido café y se disponían a montar sus animales para dirigirse
al pueblo a realizar el traspaso de las tierras.
En una casa de adobes con
paredes gruesísimas y blanqueada con cal, ante los ojos de Esteban e Hilario
que fueron llamados como testigos, se firmó el documento que legalizaba la
compraventa fantasma.
En realidad Gregorio no
tenía la menor intención de cobrarle un solo centavo a Abraham por aquellas
tierras, dejaría que el tiempo pasara poniendo pretextos para no cobrar la
deuda cada vez que Abraham quería hacerle un abono.
El trece de marzo de una
noche calurosa y sin viento cuando Gregorio salió a orinar en el árbol de
siempre, vio frente a él, al otro lado del cerco un extraño jinete montado en
un caballo gigantesco, vestía de negro y aunque la sombra del sombrero impedía
distinguir su rostro, él estaba seguro
que lo veía.
Gregorio levantó la mano
derecha a modo de saludo sin decir una palabra, mientras con la otra se cerraba
el cierre del pantalón; el jinete agachó la cabeza levemente y se tocó el ala
del sombrero. Dio media vuelta y se perdió en la noche.
—Me voy a morir pasado
mañana –dijo con naturalidad el día siguiente mientras desayunaba.
—No diga eso don Goyo, ya
la muerte se olvidó de usted hace rato –Respondió Dalia sin quitar los ojos de
la olla donde hervía la leche.
Abraham no dijo nada,
agachó la cabeza y trató de encontrar el recuerdo más antiguo que tuviera de su
padre, mientras masticaba sin saborear la comida ni distinguir la sal que Dalia
había puesto en el café por equivocación.
Ese mismo día a las once
de la mañana Gregorio abrazó a sus nietecitos, los llenó de besos y profecías
que habían de cumplirse al pie de la letra.
—Hay le pagás a Dalia lo
que me debés—le dijo a Abraham como despedida.
—No se preocupe papá así
se va a hacer –respondió Abraham con el corazón partido pero tratando de
ocultar cualquier emoción.
—Un hombre debe morir al
lado de su mujer, aunque esta le dé palos –dijo bromeando antes de montar su
caballo y dirigirse a la casona de Martina Fuentes.
Murió el dieciséis de
marzo, y Martina lo enterró de mala gana en el cementerio general, al lado de
sus padres, una criolla de porcelana con los ojos azules y un hijo de Mahoma
oscuro como las noches de Al Nour.
Menuda sorpresa se
llevaría su mujer cuando fue a reclamar herencia…
¡Todo el Tizate, con sus
ojos de agua y sus vastísimos potreros pertenecían ahora a Abraham y Dalia la
Totopostera!
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