miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 17


Inés Humbertina

niña jugando entre juncos oleo impasto



Diciembre silbaba en los chiriviscos de la loma, con sus gélidas ráfagas de nacimientos colocados en cada casa del pueblo dejando el espacio vacío del niño que habría de nacer la media noche del veinticuatro.
Los profesores se humillaban arrastrando su petulancia hasta la tienda de la esquina para pedir fiado o  extendiendo el bono más allá de lo impensable, sin dejar de soñar que el siguiente año sería mejor.
Y después de comer recalentado los horribles cinco días entre navidad y año nuevo  por fin llegó el treinta y uno de diciembre.
Desde el día anterior habían estado persiguiendo gallinas y cortando hojas de plátano para hacer los tamales, que como era ya la costumbre Apolonia se encargó de sazonar.
Los invitados comenzaron a llegar después de medio día, no eran grandes señores o gente adinerada, que comían como pajaritos y corrían a vomitar lo poco que tragaban para mantener la línea; los invitados de Abraham eran la gente más pobre del pueblo, los que de verdad necesitaban ser convidados a cenar, los que dejaban siempre limpio el plato y pedían más.
Con ellos se sentía a gusto.
Cuando el sol se ocultó detrás de las montañas, aprovechando el poco tiempo de luz natural que quedaba, Abraham llenó una batea y pidió a todos que pasaran a ver su reflejo en el agua. Quien se asomara a ver su rostro en el espejo y pudiera verse con claridad debía alegrarse porque iba a vivir otro año más.
Si se veía; pero de manera borrosa, significaba que aunque viviría iba a enfermarse, y si no se veía entonces posiblemente ya no iba a estar.
Aquello era mera tradición y casi nunca funcionaba pero las pocas veces que  atinaba, eran suficientes para que siguiera la costumbre año con año.
Cuando todos hubieron visto que sería de ellos el próximo año, comenzó la repartición de tamales con café y pan francés.
Esteban sacó su guitarra y cantó desafinado animado por algunas señoras que aseguraban entonaba igualito que Pedro Infante.
A las doce de la noche repicaron en el pueblo las campanas de la iglesia, Abraham se puso de pie y dijo:
— ¡Es hora de que todos vayamos por nuestra naranja!
Los invitados dejaron lo que estaban haciendo y  se apresuraron para entrar a la casa a tomar una naranja del canasto, debían hacerlo con los ojos cerrados, a conciencia y antes que las campanas dejaran de sonar; quien se atreviera a hacer trampa seria acreedor a una maldición.
— ¡No abrás los ojos Rogelio o se te van a caer los dientes! –dijo Gregorio.
Rogelio apretó los ojos y metió la mano dentro de un gran canasto para tomar la primer naranja que sus dedos tocaron.
Había algunas peladas, otras a medio pelar y unas pocas con cáscara. Si se agarraba una pelada significaba que el año sería de angustia y pobreza, entonces debía encenderse una vela a San Antonio para mejorar el augurio; por el contrario  si no estaba pelada, el año que llegaría el último repique seria de abundancia.
Cuando todos hubieron agarrado sus naranjas y las campanas dejaron de sonar Abraham pidió que le acompañaran fuera de la casa.
¡Era el momento que todos esperaban!
En el patio, desde muy temprano estaba amarrado el toro más gordo de sus corrales y a su lado el destazador con un afilado cuchillo en la mano esperando que el anfitrión diera la orden de sacrificar el animal, y comenzar el año comiendo carne, para llamar la buena fortuna, para iniciar en abundancia.
— ¡Ya es hora Chindo! –dijo el señor de Volcancillo.
Entonces Gumercindo hundió el acero en la yugular del animal y el plasma brotó con fuerza; pero antes que tocara el polvo, con habilidad el matador colocó un cuenco de jícaro para recoger la primera sangre y se la bebió de una sola vez mientras aun estaba tibia.
— ¡Ah, esto es vida! –Decía con los ojillos entrecerrados-  Dalia, embarazada por segunda vez miró hacia otro lado para no vomitar, aquel hombrecillo tragaba sangre como si fuera agua.
Después que hubo apurado el liquido, se limpió con el dorso de la mano los restos que habían quedo adheridos a su descuidada barba de nueve días, y puso una batea grande para recoger el resto.
Cuando hubo muerto el animal, le quitó la piel y lo descuartizó sin mayor esfuerzo como quien destaza un pollo, la carne parecía apartarse cuando pasaba el afilado cuchillo.
En el fuego ya estaban listos sendos calderos, algunos con agua y otros con manteca para convertir los trozos de carne que Gumercindo cortaba en sopa o chicharrones
El lomo de aguja lo asaron entero para los de la casa y lo demás lo regalaron a manos llenas a cuantos llegaron a pedir.
Gumercindo apartó para él las criadillas y se las llevó en su matate junto con el corazón y un buen trozo de hígado envueltos en hojas de huerta.
Al medio día, del animal solo quedaba el cuero secándose al sol y un puñado de vísceras en el potrero que de las cuales darían buena cuenta los zopilotes
Siete días después, un domingo por la mañana Dalia dio a luz una niña, más parecida a Abraham que a ella, para total regocijo del padre y desconcierto de todos los demás.
— ¡Es una niña! avisó la comadrona en la sala, donde la vieja Teodosia y algunos familiares esperaban.
La matriarca, se levantó pesadamente de la silla donde había estado dormitando sin que la interrumpiera en absoluto los ruidos del parto y caminó apoyándose en su bastón hacia el cuarto.
Llegó hasta la cama y extendiendo los huesos cubiertos con piel brillante que tenia por mano tocó la oreja izquierda de la recién nacida. Con la boca entreabierta cerró los ojos un instante. En la sala y en el cuarto nadie respiraba; todos esperaban la profecía, pero la vieja no dijo nada, caminó hasta la puerta del cuarto y luego cruzó la sala mientras los ojos de todos la seguían sin atreverse a preguntar nada, aquel silencio solo podía significar una cosa, la pitonisa no había visto nada bueno.
¡Sin duda aquella niña llevaría una vida de tribulaciones o sería atormentada por enfermedades incurables!
— ¡Se equivocan todos! –Como si pudiera leer los pensamientos de ellos, gritó desde la puerta que daba al corredor- ¡Inés Humbertina será la mujer más feliz y saludable que el Tizate haya conocido!
— ¡Inés Humbertina! así será tu nombre mi niña bella –susurró Dalia aceptando la visión de su bisabuela.
Abraham guardó silencio, a él le gustaba más el nombre Thelma, pero como amaba con locura a su esposa, y respetaba la palabra de aquella vieja adivinadora, habría de guardárselo por muchos años  hasta un distante seis de abril cuando Dalia le preguntara en su último embarazo, después de haberle dado cuatro hijas y tres hijos ¿y cómo le pondremos a esta niña?
Teodosia cruzó la puerta y sin detenerse a mirar atrás susurró entre dientes: <<Aunque sus días serán pocos y morirá por la mano de su amado>> nadie alcanzó a oírla solo el perro que dormitaba en el corredor de la casa, al cual la vieja se dirigió como si le entendiera amenazándole con el bastón.
— ¡Y vos no vayas a decir nada o te muelo a garrotazos!
Rogelio, jugaba en el patio y se asustó cuando vio a Teodosia blandiendo su garrote y hablando con el perro. Corrió a su lado y juntando las manitas saludó temeroso.
— ¡Bendito mamita Teodosia!
Ella se agachó para mirarlo bien, y frunció los ojos que ya no distinguían nada que estuviera más allá de su nariz vencida por los inviernos y catarros pasajeros.
— ¡Dios te bendiga José Rogelio! -dijo y le tocó la oreja derecha-  entonces la visión le fue manifiesta como un relámpago que por un instante llenó de luz la oscuridad de una noche impenetrable y tormentosa.
Ella lo vio de dieciséis años, hermoso y varonil caminando para las Ánimas por un vastísimo potrero con la mirada perdida, cabizbajo y apretando en su mano una cinta de pelo color verde, sin detenerse a saludar a Heraclides, que le gritaba desde la silla de un tordillo.
Pasó a su lado sin que pudiera verla, y ella caminó en sentido contrario hasta llegar a la casona, donde el mismo Rogelio que acababa de ver caminado en dirección al ojo de la montaña ahora dormitaba en una hamaca mecido suavemente por un vientecillo caliente que soplaba del potrero.
No estaba solo, alguien más se escondía detrás de un granero de latón medio vacío… con muy malas intenciones.
Quiso advertirle cuando vio que un muchacho, de su misma edad se movía lentamente con un revolver en la mano, hasta colocarse detrás de José Rogelio; pero la impenetrable voluntad del hado silenció sus labios.
Teodosia, no quiso ver más. Abrió sus ojos hastiados de infortunios y soltó la oreja de aquel niño que la veía con ojillos redondos y vivos. Había podido espiar por un instante el arcano impenetrable del destino; ese era su don, ¡esa era su maldición!
<<Pobre niño…>> —pensó- y se acurrucó a su lado para decirle en el oído suavecito:
—Vos me vas a alcanzar lueguito, pero no te preocupes yo te voy a esperar en las Ánimas.
— ¿Las animas?
—Si, en las Animas ¿podrás recordarlo?
—Creo… dijo Rogelio sin entender lo que oía o lo que estaba pasando.
Ella lo empujó suavemente y le señaló la casa con sus dedos curvos
— ¡Andá, conocé a tu hermanita!
Ese día, fue su día más lucido en años. Comió y bebió con naturalidad, hasta hizo algunos trabajos como siempre.
Peinó sus muñecas y las colocó por orden de edad sobre la cabecera de la cama, no sin antes regañar a Romilda, una pepona de porcelana con vestido verde, que siempre estaba molestando a Martiniana, la muñeca de hule a la que le faltaban las pestañas.
Después de eso  se perfumó y mientras hablaba sola se puso su colorete, sus aretes de argolla elaborados con oro egipcio, su mejor vestido y trenzó solita sus cabellos con toda la paciencia del mundo
Cuando era de noche caminó sin despedirse de nadie.
Bajó la loma despacio sin tropezarse ninguna vez porque conocía de memoria la vereda, las piedras y las raíces. Levantó los ojos  para ver que la luna llena estaba alta en el cielo y caminó para la poza de las ánimas, canturreando:
“Entre las lunas, la de octubre es la más hermosa, porque en ella se refleja la quietud…”
Nunca jamás la volvieron a ver.
La llegada de Inés Humbertina, y el amor por Rogelio, que cada día estaba más curioso y travieso, llevaron a Gregorio a tomar una decisión que desde hacia tiempo venia cavilando.
—Abraham he decidido que voy a venderte trescientas manzanas de mis tierras –dijo de pronto una tarde mientras bebían café en el corredor esperando que el sol se escondiera de una buena vez para irse a acostar.
— ¡Trescientas manzanas de tierra no se compran como una vaca papá! no tengo tanto dinero para poder pagarlas.
—No te preocupes hay me pagas cuando tengas, mañana lunes vamos al pueblo donde el abogado para arreglar el asunto.
—Si usted así lo desea está bien —respondió Abraham dando por zanjado el asunto y continuaron escuchando la radionovela de siempre.
Cuando el gallo cantó asustado por haberse levantado mas tarde de lo habitual y ver las gallinas todas desparramadas picoteando el polvo del gigantesco patio, ya Abraham y Gregorio habían bebido café y se disponían a montar sus animales para dirigirse al pueblo a realizar el traspaso de las tierras.
En una casa de adobes con paredes gruesísimas y blanqueada con cal, ante los ojos de Esteban e Hilario que fueron llamados como testigos, se firmó el documento que legalizaba la compraventa fantasma.
En realidad Gregorio no tenía la menor intención de cobrarle un solo centavo a Abraham por aquellas tierras, dejaría que el tiempo pasara poniendo pretextos para no cobrar la deuda cada vez que Abraham quería hacerle un abono.
El trece de marzo de una noche calurosa y sin viento cuando Gregorio salió a orinar en el árbol de siempre, vio frente a él, al otro lado del cerco un extraño jinete montado en un caballo gigantesco, vestía de negro y aunque la sombra del sombrero impedía distinguir  su rostro, él estaba seguro que lo veía.
Gregorio levantó la mano derecha a modo de saludo sin decir una palabra, mientras con la otra se cerraba el cierre del pantalón; el jinete agachó la cabeza levemente y se tocó el ala del sombrero. Dio media vuelta y se perdió en la noche.
—Me voy a morir pasado mañana –dijo con naturalidad el día siguiente mientras desayunaba.
—No diga eso don Goyo, ya la muerte se olvidó de usted hace rato –Respondió Dalia sin quitar los ojos de la olla donde hervía la leche.
Abraham no dijo nada, agachó la cabeza y trató de encontrar el recuerdo más antiguo que tuviera de su padre, mientras masticaba sin saborear la comida ni distinguir la sal que Dalia había puesto en el café por equivocación.
Ese mismo día a las once de la mañana Gregorio abrazó a sus nietecitos, los llenó de besos y profecías que habían de cumplirse al pie de la letra.
—Hay le pagás a Dalia lo que me debés—le dijo a Abraham como despedida.
—No se preocupe papá así se va a hacer –respondió Abraham con el corazón partido pero tratando de ocultar cualquier emoción.
—Un hombre debe morir al lado de su mujer, aunque esta le dé palos –dijo bromeando antes de montar su caballo y dirigirse a la casona de Martina Fuentes.
Murió el dieciséis de marzo, y Martina lo enterró de mala gana en el cementerio general, al lado de sus padres, una criolla de porcelana con los ojos azules y un hijo de Mahoma oscuro como las noches de Al Nour.
Menuda sorpresa se llevaría su mujer cuando fue a reclamar herencia…
¡Todo el Tizate, con sus ojos de agua y sus vastísimos potreros pertenecían ahora a Abraham y Dalia la Totopostera!

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