Epílogo
—¡Carajo!— dijo Abraham
cuando se levantó una ventosa mañana sintiendo que el frío le llegaba por
primera vez hasta el corazón.
<<Que mal que no voy a llegar a los cien
años>> murmuró.
— ¿Dijiste algo? –Preguntó
Dalia, acercándose al anciano que bebía su millonésima taza de café.
Ella, aunque no lo
aceptara cada día oía mas suavecito las voces de los demás y mas fuertes los
latidos de su corazón. A veces fingía que escuchaba y asentía con la cabeza o
leía en los labios las palabras con que todos reincidían a diario. <<Cada
día es una repetición del anterior>> pensaba con desgano.
— ¿Qué dijiste? –repitió.
—Que todavía te amo
Adalia… quizás más que antes.
Dijo esto y sorbió el
último trago de café que quedaba en la taza, entrecerrando sus ojos para ver
aquel lejano día en Canaire, y recordar aquella muchachita que con vestido
diáfano se interponía entre él y la puerta…
— ¿Estás seguro que no te
puse sal otra vez en el café?
—No, hoy no tenia sal el
café –dijo con dulzura.
Ella leyó sus labios, sonrió, y regresó a
seguir vigilando la leche que se cocía en una olla de barro.
Abraham colocó la taza
boca abajo para que el asiento se esparciera.
Despacio se puso de pié y
salió con dirección a la quebrada sin leer el presagio.
<<No tiene caso, ya
sé lo que dirá>>
En su mano llena de pecas
por la edad llevaba un guacalito de Jícaro con un jabón de aceituno y un paste
suavizado por el uso diario; no llevaba toalla, nunca la usaba, le gustaba
vestirse y dejar que la ropa secara el agua al calor del cuerpo.
Era octubre y los
azacuanes volaban al sur como miles de puntitos que se difuminaban en el cielo
cuajado de arreboles.
El talpetate de las
veredas se había enfriado demasiado y ya no se podía andar descalzo en la casa,
si no quería pescarse un resfriado y pasar estornudando toda la mañana.
<<Deben estar
pasando ya los azacuanes—pensó levantando la vista—es una lástima que no
alcance a verlos, pero si he de morir hoy será mejor que me apresure a
bañarme>>
Cuando cruzaba el patio se
detuvo para voltear por última vez a ver su casa de Volcancillo, por la puerta
abierta alcanzó a ver a Dalia vigilando la traidora leche.
<<Mi bella flor de
Canaire>> —suspiró.
Ella sintió un vuelco en
el pecho, como una extraña angustia y corrió tras él; pero se detuvo en la
puerta… Abraham bajaba ya por el sendero todavía mojado con el sereno de la
noche anterior.
Sus ojos avellana se
llenaron de lágrimas, que corrieron por los surcos que el tiempo había grabado
en su rostro de porcelana mientras la leche se derramaba sin que a ella le
importara.
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