La
Emboscada.
Cincuenta mulas cargadas
con sendos costales, no pasan desapercibidas en ningún lugar del mundo, la
gente las veía desfilar cada tres o cuatro meses, camino del Guascorán, según
la época del año y era mucho lo que se hablaba de aquel riquísimo comerciante y
sus dos acompañantes.
Abraham no andaba
enseñando el contenido de su mercancía, ni se detenía a vender algo de aquello
por el camino; él tenía ya donde entregar su cargamento, así
que la gente se preguntaba ¿Qué llevará ese señor en esos talegos?
El se limitaba a saludar a
quien se encontrara por el camino, y si alguno le preguntaba ¿Qué lleva allí y
a donde va? respondía sonriendo: llevo el tesoro de mi tierra,
para las Honduras a cambiarlo por humo. Con aquella respuesta metafórica, no había necesidad de mentir; pero tampoco quería irse confesando con cuanto curioso se topara. Digamos que era una manera muy educada de decir ¿Qué te importa lo que llevan mis mulas?
para las Honduras a cambiarlo por humo. Con aquella respuesta metafórica, no había necesidad de mentir; pero tampoco quería irse confesando con cuanto curioso se topara. Digamos que era una manera muy educada de decir ¿Qué te importa lo que llevan mis mulas?
Pero las leyendas nacen de
respuestas como esa, y lenguas como la de Esteban, quien en la euforia del placer que solo puede
dar una mujer adúltera, había prometido a una de sus muchas amantes que le iba
a comprar unas alhajas de oro, como las que su patrón había traído de Santa
Rosa a su prometida.
Comenzó entonces a
hablarse del oro de los Reyes en todas partes. Las palabras iban de boca en
boca, cada vez agigantando su embuste.
Los mas alcanzativos comenzaron a imaginarse
que a lo mejor traía oro y plata junto con la mercadería, y así se lo contaron
a otros más chismosos que ellos, y estos a otros, hasta que comenzó a decirse que Abraham y sus
ayudantes tenían pacto con el Diablo y cada tres meses iban a un oscuro lugar
en las Honduras, a traer oro, plata, piedras preciosas, incienso y mirra.
Aunque solo eran cincuenta
bestias mulares, la gente ya decía que aquellos hombres traían tanto oro, que era necesario llevar doscientos
animales para dar abasto con semejante tesoro.
Decían que guardaba sus
riquezas en una cueva que había en el Cantilón, una poza de aguas traicioneras,
un escondite que solo podía encontrar quien hiciera pacto con Satanás; y aunque
nunca nadie la había visto, aseguraban
que estaba en la ruta de la
frontera, antes de llegar al poblado de Aramesina, una amnésica villa donde los
ancianos se morían cuando pasaban los azacuanes con las primeras brisas de
octubre. Expiraban sentados en sus sillas mecedoras en los inmensos corredores de las casas sin que
nadie se diera cuenta, porque las sillas
nunca dejaban de mecerse; los niños jugando de un lado a otro y los más grandes
afanados en el quehacer, así que nadie
se daba por enterado, hasta que los encontraban momificados en enero cuando las
brisas dejaban de mover la madera arcada de las poltronas apolilladas.
Entonces, los levantaban
sin esfuerzo, porque ya estaban bien secos y con los ojos abiertos todavía, les
llevaban a celebrar una única misa antes de guardarlos en los armarios y
olvidarse de ellos para siempre.
Después de haber cerrado
un buen negocio en Santa Rosa de Copán, la caravana regresaba al Tizate muy
temprano, el sol recién había despuntado perezoso luego de una noche bastante
fría.
Abraham y Esteban
cabalgaban lado a lado.
—¿Y entonces cuántos hijos
tenés? – preguntó Abraham divertido.
—Son seis los que he
reconocido…
—¿Y los que no has reconocido?
—Sepa Judas… han de ser
quizá unos quince mas, lo que pasa es que yo tengo un lunar aquí por el ombligo
–agregó levantándose la camisa y mostrando un lunar que se veía como una
garrapata al lado del abultado núcleo…
Hilario, un poco rezagado
Fumaba, absorbiendo cada golpe de
nicotina como si fuera el último en la vida, en realidad así fumaba siempre.
—…y el que no tenga este
lunar aquí no es mío, aunque sea igualito a mi – se tocó con el dedo.
Hilario tenía un feo
presentimiento, era como una presión en el pecho, una extraña ansiedad que los
alcaloides no calmaban. Atisbaba de un lado a otro; pero por más que trató de ver algo no pudo,
los salteadores se habían ocultado bien;
así que se limitó a desenfundar su arma y revisar el parque, llevaba además de la
cincha, dos tambores mas, ya cargados y
listos para poner en el revólver si era necesario.
Los perros, Piñico y
Waterloo también estaban nerviosos, olfateaban a uno y otro lado, y gemían con
temor.
<<Doce balas… doce
muertos –se dijo- … Bueno a lo mejor sean seis o siete, -pensó recordando que
no es lo mismo tirarle a una botella mientras fumas, y verla desintegrarse en
mil pedacitos, que dispararle a un fulano que también está tratando de matarte…
No, no es igual, siempre cuesta más –suspiró>>
Admiró el arma hermosamente decorada con
arabescos y se persignó con la punta del cañón
no sin antes escupir la colilla
de su puro, que fue absorbida por el polvo del camino de forma instantánea.
El casco de una mula que
caminaba rezagada terminó de sepultarla.
El corazón de Hilario no
se equivocaba, La emboscada estaba lista desde hacía bastante rato. Irineo Moyá
y Jacinto Gutiérrez, dos conocidos ladrones, habían convencido sin mucha
dificultad, con la historia del oro a una partida de avarientos cuatreros. Todo
lo habían planeado con detalle ¡Era la vida lo que se jugaban, y sabían que
aquellos hombres iban armados!
Los esperarían en los
Perros de Agua, un paso obligado, donde
casi siempre se detenían para aguar a las bestias; quitarse el polvo del camino
y llegar limpios a casa. El lugar era una poza esculpida a golpe de siglos y
siglos de agua en la roca solida a quince minutos del Tizate a galope
desbocado.
Pavita se detuvo nerviosa,
justo antes de llegar a la quebrada.
Abraham no espero dos
veces, y atisbó el camino en busca de alguna serpiente, como solía suceder con
mayor frecuencia cuando la mula las sentía, luego miró el horizonte esperando
ver alguna mancha de coyotes, y quizá algún bandido solitario, pero nada vio,
solo matorrales y arboles.
Se bajó de la mula que se
negaba a caminar y la guió por los arreos después de tranquilizarla.
…Debe ser algún coyote
solitario –pensó – entonces oyó un silbido.
Mientras Abraham buscaba
algún solitario animal, Hilario vió el destello de una pistola escondida entre
el follaje de un arbusto, y chifló largo, con el tono que habían acordado para
avisarse cuando hubieran ladrones.
El corazón de Abraham
bombeó una poderosa carga de adrenalina y se preparó para el inevitable
encuentro.
“hágase tu voluntad así en la tierra como en
el cielo…” rezó, mientras desenfundaba el revólver con cacha de marfil.
Esteban, empuñó el Yatagán
y sacó también su arma mientras se bajaba del caballo para no presentar un
blanco tan fácil. El purasangre de Hilario, les seguía también pero iba ya
solo, sin jinete.
¡Debían salir cuanto antes
de aquella emboscada!
Pero las mulas cargadas
eran lentas, aunque tampoco iban a dejárselas a los ladrones, la vida era lo
principal en ese momento.
Primero se oyó un disparo
que pasó zumbando como un negro moscarrón que se enterró en el polvo a unos
metros de la colilla que Escupiera Hilario hace unos minutos. Sonó otro disparo
y ronroneó otro, y otro…
¡Y se desató el infierno!
Una bala pasó
cortando la carne de Abraham y la sangre
brotó escandalosa empapando su blanca camisa.
Abraham habría muerto al
siguiente disparo si Piñico no hubiera descubierto al bandido que le apuntaba
de entre las piedras en una pequeña elevación. El perro corrió enfurecido en su
dirección seguido por Waterloo que gruñía salvajemente.
Se oyeron nuevos disparos
y Waterloo dio varias volteretas en el polvo con la paleta destrozada por una
bala, Piñico siguió avanzando, pero ya Abraham había descubierto la ubicación
del bandolero y comenzó a dispararle agazapado en la orilla del camino.
El salteador ahora tenía
un animal enfurecido corriendo hacia él y un revolver escupiéndole balas…
Piñico salto sobre él y
esquivando las balas como era su virtud, apretó sus mandíbulas con fuerza en la
mano que empuñaba el revólver triturando huesos y dejando oír un crujido con un
grito de dolor.
El ladrón, tomo
rápidamente el arma con la otra mano y puso el cañón entre los ojos de Piñico
que estaban inyectados en sangre y tiró del gatillo…
Hilario también sintió que
una brasa le pasaba de lado a lado, pero no dejo de disparar, su revólver
enfurecido.
—¡Hijos de puta! —Gritaba-
¡den la cara!
Las mulas relinchaban
desordenadas corriendo sin dirección, enloquecidas por los disparos, y más de
alguna cayó abatida por las balas.
Un bandolero saltó sobre
Esteban con un largo cuchillo de monte y le atacó rápidamente traspasándole la
palma de la mano; le había apuntado al corazón, pero el instinto de Esteban fué
en esta ocasión más rápido que la mala intensión del asesino, y con el puñal
aun atravesado apretó con fuerza el puño
y le propino un topetazo en la nariz y antes que terminara de caer ya
estaba sobre él, perforándole múltiples veces el esternón, el cuello y el
abdomen, con su afilado yatagán.
Abraham sentado sobre el
polvo se arrastraba hacia atrás mientras disparaba a un hombre oculto entre las
rocas; las balas iban y venían, cortando el aire, descuajando astillas y hojas
de los arboles.
Y a veces también
rebotaban arrancando esquirlas de las piedras, perforando órganos vitales y
destapando cráneos con la facilidad con que se casca un huevo.
Después de Hilario, era
Irineo quien mejor disparaba en aquellas tierras, pero ahora tenía que hacerlo
con la mano menos diestra, y debido a eso es que Abraham todavía estaba con
vida.
Un proyectil más hizo
blanco en el cuerpo de Abraham, pero no dejó de disparar, aunque sentía que la
pistola pesaba cada vez mas… entonces todo se volvió oscuro y cayó pesadamente
sobre el polvo...
La balacera se oyó en todo
el cantón y los caseríos cercanos, tres minutos de intensa refriega, tres
minutos que transcurrieron lentamente para los implicados y después el silencio
sepulcral de la vida, para que la muerte no se entretuviera mucho recogiendo
los cadáveres.
Martina Fuentes, sintió
una punzada en el corazón.
<< ¡Abran! –Pensó-
tiene que ser él>>
Días atrás había recibido
un telegrama de Honduras, de su hijo, diciéndole que regresaría ese día y que
tenía una sorpresa para ella y para su padre, Gregorio Reyes.
Sin pensarlo mucho agarró
su fusil calibre 22 y se lo cruzo en la espalda, acomodándose la nórdica trenza gruesa y rubia, para que no
le estorbara.
Sus ojos verdes, ardían
como nunca decididos a fulminar a quien se pusiera en su camino, y en sus
mejillas se apretaba con rabia, el rubor de la sangre.
Montó su caballo blanco y salió a todo galope,
saltando el cerco de piedra, no había tiempo para abrir el Falso.
Cuando Gregorio, ensilló a
Jabalí, un caballo negro como él, ya Martina le llevaba casi una legua de
ventaja, seguida por sus mozos de confianza, que montaban bestias menos rápidas
pero más caprichosas.
Los ojos azules de
Gregorio, escudriñaron el camino, montó en su caballo, y se dispuso a alcanzar
a su esposa; pero después de salir por el portón desmontó con rapidez y se
dirigió al corredor de la casa a desatar la hamaca de hilo que compró en
Cacaopera, la última vez que visitó a su hermano.
Martina cabalgó en diez
minutos los quince que había hasta Los Perros de Agua.
Había un reguero de
cuerpos de mulas y de hombres, cada uno con su respectivo charco de sangre manchando el calcáreo camino, la
hierba y a veces el agua cristalina y
fría de la poza, sobre la que flotaban trozos de materia y sesos que vibraban
al ser mordisqueados por los butes.
En la distancia reconoció a Pavita, sin jinete, todavía viva
pero con los ojos aterrorizados.
—¡Miserables bandoleros!
-dijo Martina, apretando los dientes y apoyando el Winchester en el Hombro,
buscando a quien descargar su furia;
pero ya el tiempo de los disparos había terminado.
Lirio, su caballo árabe,
sintió que las espuelas se le clavaban con fuerza en los costados y corrió como
el viento los últimos metros.
Hilario estaba recostado
en un árbol apretándose el costado que
manaba sangre. Martina, le sonrió, con una mueca; pero no se detuvo a
saludarlo, y corrió hasta donde Esteban acurrucado lloraba, lloraba como un
niño desconsolado al lado de Abraham que no se movía…
Martina se llevo las manos
a la boca y quiso desaparecer cuando vió la camisa y el cuerpo de su hijo lleno
de sangre, como cuando lo parió y se lo dieron para que lo conociera.
Tiró el fusil a un lado y
corrió hasta él para arrodillarse y
recostarlo en su regazo.
— ¡Abran, hijo que te han
hecho! –lloraba.
Lo recordó diciendo sus
primeras palabras y caminando tambaleante para caer cinco pasos más adelante.
Luego llorando en la
escuela cuando tuvo que dejarlo por primera vez o embarrándose todo de comida y
riéndose.
¡Entonces notó que aún
respiraba! pero se oía un preocupante burbujeo en la espalda.
—¡Esteban, andá ayuda a
Hilario! Y ustedes, váyanse pero ya a
avisarle a don Liborio que se prepare para recibirnos ¡díganle que
llevamos a Abran baleado! –ordenó a sus hombres.
Luego abrazó y besó a
Abraham sin importarle llenarse con su sangre, dándole gracias a Dios y a todos
los santos, incluidos Hilario por tenerle con vida aún.
Gregorio, no dijo nada
cuando llegó, hablar era perder tiempo, así que con sus mozos amarraron la
hamaca el pomo de las sillas de dos caballos y allí los pusieron, uno al lado
de otro, y se dirigieron a prisa para el pueblo.
Gregorio dejó un hombre
para que enterrara a Piñico a un lado de la poza, y que curara a Waterloo, si
aun podía hacerse y si no que le diera una muerte digna con un tiro en la
cabeza, después debía buscar las mulas que habían quedado con vida, pero que
estaban desperdigadas como hormigas por todo el pastizal.
Irineo, tampoco había
muerto, solo tenía un rozón de bala, pero los huesos de su mano izquierda
habían sido quebrados con la facilidad que se parten dos varitas de espagueti,
por la furia de Piñico.
<< ¡Que perro más
bravo!>> —pensó— recordándole con respeto.
Cuando vio que habían
caído todos y que se enfrentaba con dos hombres que disparaban bien y que él
estaba en desventaja, se había arrastrado hasta un charral un poco retirado y
allí fingió ser un cadáver más, hasta que todos se fueron; entonces como pudo, aprovechando que
Diogracio sepultaba a Piñico, montó una mula que aún andaba por allí cerca y se
largó con rumbo desconocido.
Se había entablillado la
mano con dos varitas y vendado con su pañoleta roja, iba contento, a pesar del
castigo; porque estaba seguro que aquel hombre con cincuenta mulas, venia de
lejanas tierras cargado de oro, y al menos algo había podido rescatar, a costa
de una mano fracturada, un rozón de bala y toda la pandilla de
malvivientes; pero al abrir, un costal,
solo encontró puros…
¡Secos y perfumados puros
copanecos!
— ¿Arriesgar la vida por
tabaco?
¡Malaya me lame un sapo
carajo! —gritó cabreado.
Estaba con vida porque
tuvo la fortuna de enfrentarse con
Abraham, los demás, el reguero de cadáveres en el suelo, que ya habían
empezado a ser comidos por las alimañas, se pusieron frente al colt de Hilario.
Ellos sabían que aquellos
hombres iban armados…
¡Lo que no conocían es que aquel Hilario disparaba como
el diablo!
Nadie lo sabía porque
nadie había sobrevivido para contarlo… hasta ese día.
Tenían todos, plomo
calibre treinta y ocho, harto plomo derritiéndoles los sesos… plomo que los
zopilotes escupirían más tarde,
disgustados por su pésimo sabor.
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