miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 06


Liborio Jiménez

medico victoriano vestido de blanco y con bigote
Liborio Jiménez, estaba orinando brandy sentado en la orilla de su lujosa cama,
cuando golpearon con impiedad la puerta de su casa.
Suspiró con resignación y puso a un lado el pequeño jarrón de bronce que usaba como bacinica.
Desde que descubrieron que el alcohol prevenía las enfermedades cardiovasculares, los infartos disminuyeron en gran medida, pero comenzaron los problemas de cirrosis… <<de algo se tiene que morir la gente>> pensó mientras recordaba a tío Toro, el borrachito del pueblo que no alcanzó a llegar a su casa y que encontraron muerto cuando casi tocaba la aldaba.
Ser el único doctor del pueblo tenía sus ventajas, era dueño de una casa grande de patio central, con amplios corredores embaldosados y un jardín que cuidaba con mucha dedicación en los pocos ratos libres que su profesión le daba.
Poseía un tosigoso automóvil, lo cual era bastante raro en aquellos lugares de carretas y caballos.
“Nunca van a funcionar, son muy lentos y necesitan buenas calles, además de que con cualquier piedra filosa se le desinflan las ruedas; no van a sustituir nunca el caballo, y la carreta; esos artefactos son cosas para pasear en la ciudad, un lujo de doctores y licenciados” —dijo Gregorio alguna vez.
Ser el único medico era bueno. Era casi o quizá más importante que el mismísimo cura, lo invitaban a todos los eventos principales y todos querían tenerlo para cenar en sus casas. Aparte de eso podía permitirse algunas excentricidades como el lujo de usar y consumir cosas importadas casi en su totalidad.
Al menos una vez cada semana, en el tren que venía un paquete para él.
Pero el Diablo siempre se cobra los favores que hace. En ocasiones llegaban a buscarlo  a las horas más molestas; para que fuera a pelear con la muerte algún agonizante pueblerino, batallas que muchas veces tenía que librar además con Bonifacio, el párroco local, empecinado en que lo mejor era que el desgraciado recibiera los santos oleos, para luego cobrar las misas.
<<A menudo pagamos lo que tenemos con aquello que perdemos>>
—pensó mientras caminaba a abrir la puerta de su casa.
Era calvo, pequeño de estatura, de hombros caídos y un poco encorvado, de muy buenos modales y palabras rebuscadas.
Aquel sesentón se dejaba un grueso y orgulloso bigote, por lo demás su rostro bien rasurado recordaba una pubertad de abundantes erupciones.
Eran las siete de la mañana de un frio mes de enero, la bacinica humeaba cuando la colocó a un lado de la pata de la cama.
—¡Don Liborio! ¡Don Liboriooo! —gritaban los mozos de Martina.
—¡Muchachos me van a tirar la puerta, tranquilícense! ¿Qué les pasa?
—¡Balearon a don Abran, en Los Perros de Agua! ahoritita los traen para aquí, y dice doña Martina que prepare sus cosas para recibirlos.
—¿Entonces esa era la balacera que se oyó hace rato?
—Esa misma doctorcito, y también le dieron al Hilario… los dos vienen ya para aquí, ¡y quedaron un montón de difuntos allí mismito!
—¡No se preocupen nadie más va a morir hoy! —Dijo al ver la angustia que reflejaban sus ojos— vayan con doña Martina y díganle que los voy a estar esperando.
Liborio, puso a hervir agua, esterilizó sus herramientas de trabajo y verifico que  el catre de madera estuviera listo.
Sobre ese duro camastro atendía pacientes de todas las enfermedades reales y psicosomáticas; enfermos que muchas veces solo necesitaban medicina imaginaria; pero también es cierto que de ese nogal partían muchos a la eternidad y otros nacían a la vida.
Al lado de la cama se balanceaba una hamaca de hilo, por si algún familiar debía quedarse acompañando al paciente.
Liborio mandó llamar a su ayudante, que vivía a unas cuadras de allí, una pasante bonita pero distraída y medio loca.
—¡Que se venga pero ya, que es de vida o muerte!—le dijo al muchacho de los mandados.
Llegó justo a tiempo.
Los cascos de los caballos en el empedrado frente a la casona, anunciaron que empezaba otra dura batalla para Liborio.
Él, sereno los esperaba en la puerta de su casa.
Hilario temblaba de frio, por la pérdida de sangre, Liborio, le echó un rápido vistazo.
—¡Es una herida limpia, gracias a Dios!
—Liduvina, hágame el favor y acuéstelo  en la hamaca,  póngale una almohadilla sobre la nariz y le aplica  unas gotas de cloroformo… después le limpia la herida con alcohol –ordenó a su asistente.
Con la ayuda de un par de mozos, colocaron a Abraham en el catre, y le quitaron la camisa rompiéndola para no perder tiempo.
Había dos agujeros de bala, que se veían como moretones, uno de ellos  cerca del corazón, el otro no habían tocado órganos importantes, pero la pérdida de sangre era peligrosa.
Los proyectiles aun estaban en el cuerpo y habría que retirarlos, si se dejaban allí por más tiempo se infectarían, así que limpio con rapidez la zona de las heridas y comenzó a retirar con habilidad el tejido muerto, comenzando con la herida que estaba cerca del corazón. La bala se había desviado al chocar con una costilla, pero esta se había astillado, por fortuna los fragmentos no presentaban peligro y los extrajo uno a uno dejándoles caer en el plato de latón sonando como si fueran dientes, luego sin que le temblara la mano retiró con una negra pinza la bala que había perforado tres centímetros el pulmón izquierdo y también la puso en el plato al lado de las astillas de hueso; luego con una manguera sorbió la sangre hasta llenar un vaso para evitar que el pulmón colapsara, lo mismo hizo con la otra bala.
Cuando hubo terminado, sin cerrar las heridas, colocó un apósito estéril en cada lesión, dejando el catéter, y se apresuró a tratar a Hilario, a quien el éter había puesto a dormir desde hacia una media hora.
Como solo se trataba de un orificio donde la bala no se había quedado incrustada, la curación fue un poco más sencilla, el proyectil había pasado arrancando un pedazo de hígado, pero Hilario no moriría esta vez.
Liborio se dejó caer en una silla, Liduvina le acercó una jofaina de latón con agua tibia para que se lavara la sangre. El metió las manos en el recipiente y cerrando los ojos suspiró con satisfacción.
—Liduvina, por favor cure la mano del otro muchacho…
—Sí, doctor.
—Por hoy no hay nada más que hacer sino esperar, si usted desea doña Martina puede ir a su casa y descansar, ya han pasado lo peor –sonrió.
—Muchas gracias don Liborio, pero me gustaría esperar aquí a su lado.
—Como usted guste —dijo el médico encogiéndose de hombros y secándose las manos con una toalla de lino importada.
Martina, no se fué porque amaba a su hijo, y quería estar con él hasta asegurarse que no se iba a morir; pero también temía que algún bandido hubiera quedado con vida y quisiera regresar a terminar el trabajo. Así se lo hizo saber a Liborio, quien no tuvo reparos en dejarla poner su Winchester cargado al lado de la puerta.
La fiebre no tardó en apoderarse del cuerpo de Abraham e Hilario. Al medio día parecían dos ardientes brasas. Liduvina se limitó a poner un paño mojado sobre la frente de ellos, el cual cambiaba por uno más fresco cuando ya se había calentado mucho.
Hilario había recobrado la conciencia, pero estaba mareado y desorientado.
—La fiebre en estos casos es normal, nos dice que el cuerpo ha comenzado a recuperarse, después de la fiebre él va a recobrar la conciencia, y entonces veremos qué pasa –dijo Liborio para tranquilizar a Martina que no había querido ni comer.
La verdad es que la fiebre era la línea que dividía la vida de la muerte, lo que había querido decir Jiménez, era que si los pacientes no morían con la fiebre se iban a recuperar.
De vez en cuando sorbía el agua con sangre del catéter y la escupía en un vaso hasta que cada vez fue saliendo menos. Entonces extrajo la manguerilla.
Con una jeringa, cada cierto tiempo les refrescaban la garganta con agua azucarada, teniendo cuidado que no se ahogaran.
Al siguiente día Abraham recobró el conocimiento.
La muerte se le había aparecido en sueños. Iba disfrazada, con el bello rostro de una mujer y se había perfumado con la tranquilidad del reposo; pero aún así, él había podido reconocerla.
—¿Cómo supiste que era yo?
—La muerte es la misma aunque vaya disfrazada –respondió.
Ella sonrió, y le tocó suavemente la herida que tenía en el pecho.
Entonces sintió como que caía en un torbellino, sin saber quién era, ni donde estaba.
Un zumbido largo y una punzada en el pecho que le desgarraba las entrañas adoloridas le recordó la balacera y trató de levantarse, pero cuanto más se movía peor era el dolor que sentía.
—Tranquilo Abraham, no se mueva –lo detuvo el galeno.
—¿Dónde estoy?
—Está en mi casa, soy Liborio Jiménez ya usted me conoce, aquí está también su mamá y el joven Hilario.
Abraham se esforzó por recordar el rostro del médico, pero su cerebro comenzaba a trabajar a penas y debió pasar un rato antes que estuviera funcionando bien.
Volteó la cabeza y vió los ojos verdes de Martina —Ella sonreía con lagrimas— después vio a Hilario a su lado suplicando que le dejaran fumar solo un poco.
—¿Y Esteban donde está? ¿Está bien? –preguntó temiendo lo peor- pero al moverse el dolor le punzó con fuerza sacando un quejido apagado de su garganta.
—Esteban, está bien, solo tiene una herida en la mano, anda por su casa quizá regrese hoy a ver como seguimos –dijo Hilario.
—No hables mucho hijo tratá de descansar…
—Tengo mucha sed ¿pueden darme agua?
Martina, se levantó y lleno un vaso con agua de la olla que había a su lado y tomando a Abraham por el cuello lo levantó un poco para que bebiera.
El se quejó pero la sed le quemaba la garganta.
Ese día por la tarde, decidió que lo mejor sería regresar a casa, ya su hijo había logrado zafarse de los ganchudos dedos de la muerte, solo era cuestión de esperar. Ella sabía que cuando no estaba en casa los mozos holgazaneaban y no hacían bien el trabajo. Gregorio era muy blando con ellos.
Se fué, pero dejo las pistolas colgadas cerca de la cama de Hilario.
—¿Podes disparar aún?
—¡Con los ojos cerrados! dijo Hilario cerrando los ojillos y simulando con los dedos una pistola.
Ella salió y dio algo de dinero a Liborio para los gastos en que incurriera pidiendo que no escatimara, que si algo hacía falta se lo hiciera saber. Ya luego hablarían de sus honorarios.
También apostó dos hombres armados, uno en el corredor embaldosado y el otro afuera, de la casa, pidiéndoles que disimularan su presencia.
Quizás no fuera necesario, pero era mejor prevenir que lamentar.
Y regresó a su hacienda a poner en orden las cosas; también se haría cargo de la hacienda de su hijo para mala fortuna de sus empleados.
Tres días después del tiroteo, Liborio quitó los apósitos para ver que las heridas tuvieran buen aspecto, esperaba que estas no presentaran síntomas de infección, para no tener que aplicar una cura retardada.
Las heridas estaban limpias.
—No presentan síntomas de infección, ¡está de suerte hoy!
—Qué bueno, doctor, pero me duelen como no se imagina…
—Es lo normal, el cuerpo nos avisa por medio del dolor en que parte de él no andan bien las cosas; pero está usted con vida y eso es lo más importante.
—Hay que decirle al cuerpo que ya estoy enterado –rió.
—Lo  voy a sedar, para poder coser las heridas y después le voy a poner una escayola.
Esteban entró en el cuarto cuando Abraham comenzaba a perder la conciencia, sobre la nariz tenía una almohadilla donde Liborio dejaba caer unas cuantas gotas de Éter, ya no logró distinguirlo.
—¿Cómo ha seguido esa mano? –preguntó Liborio sin voltear a verlo.
—Ahí va doctor, ya recuperándose, pero me han quedado un poco tieso los dos últimos dedos…
—¡Que suerte la tuya que solo cuico has quedado! –Bromeó Hilario.
—Es porque hubo daño en los tendones, a lo mejor no vuelva a ser la misma mano de antes pero podría ser peor. –dijo Liborio ignorando el comentario de Hilario.
—Si, podría estar en los Perros de Agua ahora.
—¿Y ya irían a reconocer a los muertos?—preguntó Hilario mientras el doctor higienizaba la zona de las heridas.
—El juez de paz llegó, cuando ya había un montón de gente, pero dicen que algunos los recogieron sus familiares y se los llevaron a enterrar en el potrero antes que llegara, quizá por vergüenza.
—Al menos llegaron, en estos casos la gente no suele ir a reconocer a sus familiares –Agregó Jiménez, mientras comenzaba a suturar la herida del pecho, con una aguja curvada.
En efecto, algunos de los muertos eran de otros pueblos o la familia no quiso llegar a reconocerlos, así que el juez ordenó que se hiciera una fosa común y que allí los sepultaran.
Ocho cadáveres, fueron lanzados sin el menor respeto en la oquedad de la tierra; tenían heridas parecidas a la que Liborio estaba curando, algunas en el mismo sitio, pero con distinta suerte.
Después de cerrar las heridas, el doctor comenzó a aplicar  vendas recubiertas de escayola desde el cuello hasta la cintura, y fue apareciendo una especie de chaleco de yeso para inmovilizar las heridas, y agregó  una solución de glucosa para disminuir el hedor de la curación.
Lo mismo hizo con Hilario, y después le dijo a Esteban:
—Enséñeme la mano quiero ver cómo ha progresado.
Esteban extendió la endurecida y callosa mano en la cual se veía una horrible herida suturada de prisa pero con maestría.
—Pasado mañana venga, para quitarle los hilos, y trate de no hacer ningún trabajo con esa mano.
Así pasaron dos meses, dos aburridos meses en los cuales Abraham e Hilario fueron cambiados para un cuartito de los muchos que tenia la casona del galeno, y que estaban desocupados esperando por algún que otro paciente que lo necesitara o pudiera pagar por él.
Decían que algunos hombres ahorraban un buen tiempo solo para fingirse enfermos y poder pasar un buen periodo lejos de sus molestas mujercitas en aquellas frescas y ventiladas habitaciones.
De vez en cuando llegaba el cura a verlo, y leían juntos alguna parte de la biblia, platicaban sobre las últimas noticias o rumores y terminaban  rezando para que se recuperase pronto. Abraham fingía haberse dormido para no tener que oír toda la letanía. El cura lo sabía, pero disimulaba. ¿Cómo culpar a aquel pobre hombre, cuando el mismo se dormía a veces en el confesionario oyendo la ensarta de pecados de las arrepentidas ancianitas? pecados que a veces tenían que repetir porque se les olvidaba por donde iban.
Se guardaba entonces su pesado rosario y bajaba a ver si algún otro paciente necesitaba la extrema unción o a beber una copa con Liborio mientras jugaban naipes; le gustaba más el vino, pero no le hacía mala cara al brandy.
Tampoco es que el doctor pasara saturado de pacientes todo el tiempo, aquello era como las cortas de café, y él lo sabia; es decir que la gente se enferma por temporadas, “cuando uno se muere le da por morirse a otros tantos, y cuando alguno se enferma los otros también le siguen, igual pasa con las mujeres que dan a luz al mismo tiempo. Casi todos los niños nacen nueve meses después de los días más fríos o cuando llegan las ferias al pueblo…”
Abraham pensaba casi todo el tiempo en Dalia.
A diario, llegaba Martina y se estaba una media hora platicando con los convalecientes. Les llevaba siempre el almuerzo, suficiente comida para que también comieran Liborio y Liduvina. A veces sopa de gallina, gallina asada, frijoles blancos con costilla de cerdo, chacalines fritos, o comida de temporada.
Liborio, no ponía una dieta especifica a sus pacientes, el decía que la gente necesita comer de todo para recuperarse más rápido.
Se iba siempre cuando la campana de la torre de la iglesia daba las doce, y se llevaba los platos del día anterior.
En las noches eran presa de unas fiebres espantosas y de pesadillas luciferinas en las cuales se veían acorralados por los cadáveres de los muertos en la emboscada que regresaban para llevárselos al infierno, y debían hacerle una cruz de saliva a las balas para poder deshacerse de ellos.
Despertaban gritando como locos, entonces se abría la puerta del cuarto de Liborio que pasaba caminando por todo el corredor embaldosado, arrastrando sus pantuflas, y alumbrándose con un candil; para ir a aplicarles un poco de Éter y poder dormir en paz.
Todos los días por la tarde Esteban, salía del cuarto con un papel doblado en la mano. Uno, que él nunca iba a leer, porque jamás fué a la escuela; ese papelito tenia la virtud de arrancar la más bella sonrisa de Canaire.
Dalia escribía otro y se lo enviaba para que Abraham lo leyera antes de dormir o en la mañana siguiente.
Un caluroso día de mucho sol y ninguna nube, cuando Liborio consideró después de dos meses y tres días que ya las heridas habían sanado lo suficiente llegó al cuartito donde Abraham e Hilario conversaban, detrás de él iba Liduvina con unas gasas y botellas llenas de soluciones varias.
—… Estos días no me han dejado fumar nadita ya hasta quizá voy a tener que dejar el vicio.
—¿Y para que fumas tanto pues Hilario?
—Comencé a fumar a los doce años porque quería verme más hombre, para que me respetaran, pero es algo que puedo controlar, puedo dejar el vicio cuando yo quiera, lo que pasa es que no quiero; porque me tranquiliza los nervios…
—A mí me tienen sin café… bueno solo me dan tres tazas en el día lo cual es casi lo mismo que nada ¡a ver si no me escapo un día de estos por una Jarrilla!
—¡Y yo por una caja de puros!
Liborio, interrumpió la plática y puso sobre la mesa una botella de brandy Napoleón y tres copas, llevaba también tres carísimos puros importados de la Habana, Cuba.
—¡Buenos días muchachos!
—Buenos días don Liborio
—¿Cómo se sienten hoy?
—Bastante mejor que hace dos meses
—¡Hace dos meses usted no sentía nada Abran y usted Hilario se estaba muriendo del frio! –Se carcajeó- ¡tienen más vidas que un gato, otros se han muerto con menos que eso!
—Todavía debemos bastante –se apresuró Hilario.
—Bueno, hoy les voy a quitar la escayola, y si todo está bien de una vez les voy a dar el alta.
Al abrir el yeso, la pestilencia del vendaje era nauseabunda. Se veía un magma de pus descompuesto y secreciones de las heridas.
—¡Estamos podridos! me he agusanado en vida -dijo Abraham.
—No se preocupen, ¡no todo queso que apesta sabe mal!
Comenzó a lavar las heridas con agua esterilizada, y después de retirar el pus con gasas empapadas en una solución que el preparaba con hierbas que solía comprar en la farmacia homeopática,  le pareció que las lesiones habían mejorado bastante y presentaban además un  magnifico estado de granulación.
Quitó, los hilos y le ordenó a Liduvina que retirara los restos del yeso y demás cosas y que trajera ropa limpia para los pacientes.
Ellos se vistieron con las mudas que había dejado Martina el día anterior, después que Liborio le dijo que planeaba quitar la escayola ese día y que podría venir por ellos a la hora del almuerzo.
Les costó un poco de trabajo ponerse la ropa, porque las heridas aun dolían y no podían moverse con la misma agilidad de antes.
Liborio sirvió tres copas y dió una a cada uno, después encendió un puro que se puso a fumar tranquilamente, pasó uno a Hilario y le ofreció otro a Abraham, que lo tomó y colocó en el bolsillo de su camisa. Lo conservaría como un recuerdo de aquel momento, Abraham no fumaba.
El médico comprendió el gesto y encendió el puro que Hilario sostenía entre sus labios agrietados por la deshidratación.
—Ya necesitaba esto –dijo sorbiendo con desesperación.
Liborio, levantó la copa, mientras Abraham e Hilario le imitaban para chocarlas suavemente.
—Hoy celebramos que le hemos ganado una batalla a la muerte…
—Aunque la muerte al final nos gana la guerra a todos –dijo Abraham.
—Pero no nos quita lo bailado, y le dejamos el cascaron bien exprimido –agregó Hilario.
—Brindemos porque hoy ustedes están bien… ya mañana Dios dirá.
—¡Salud!
En eso estaban cuando llegó Martina en su caballo, que esta vez iba a paso tranquilo, llevaba también un coche liviano tirado por un caballo y sus mozos de confianza.
Desmontó de una vez, desato las alforjas llenas de billetes y otros presentes para agradecer a Liborio por la vida de su hijo.
Y entró en la casa del médico, haciendo sonar sus botas, con espuelas de plata en las baldosas de piedra caliza.


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