Liborio
Jiménez
Liborio Jiménez, estaba
orinando brandy sentado en la orilla de su lujosa cama,
cuando golpearon con impiedad la puerta de su casa.
cuando golpearon con impiedad la puerta de su casa.
Suspiró con resignación y
puso a un lado el pequeño jarrón de bronce que usaba como bacinica.
Desde que descubrieron que
el alcohol prevenía las enfermedades cardiovasculares, los infartos
disminuyeron en gran medida, pero comenzaron los problemas de cirrosis…
<<de algo se tiene que morir la gente>> pensó mientras recordaba a
tío Toro, el borrachito del pueblo que no alcanzó a llegar a su casa y que
encontraron muerto cuando casi tocaba la aldaba.
Ser el único doctor del
pueblo tenía sus ventajas, era dueño de una casa grande de patio central, con
amplios corredores embaldosados y un jardín que cuidaba con mucha dedicación en
los pocos ratos libres que su profesión le daba.
Poseía un tosigoso
automóvil, lo cual era bastante raro en aquellos lugares de carretas y
caballos.
“Nunca van a funcionar, son
muy lentos y necesitan buenas calles, además de que con cualquier piedra filosa
se le desinflan las ruedas; no van a sustituir nunca el caballo, y la carreta;
esos artefactos son cosas para pasear en la ciudad, un lujo de doctores y
licenciados” —dijo Gregorio alguna vez.
Ser el único medico era
bueno. Era casi o quizá más importante que el mismísimo cura, lo invitaban a
todos los eventos principales y todos querían tenerlo para cenar en sus casas.
Aparte de eso podía permitirse algunas excentricidades como el lujo de usar y
consumir cosas importadas casi en su totalidad.
Al menos una vez cada
semana, en el tren que venía un paquete para él.
Pero el Diablo siempre se
cobra los favores que hace. En ocasiones llegaban a buscarlo a las horas más molestas; para que fuera a
pelear con la muerte algún agonizante pueblerino, batallas que muchas veces
tenía que librar además con Bonifacio, el párroco local, empecinado en que lo
mejor era que el desgraciado recibiera los santos oleos, para luego cobrar las
misas.
<<A menudo pagamos
lo que tenemos con aquello que perdemos>>
—pensó mientras caminaba a
abrir la puerta de su casa.
Era calvo, pequeño de
estatura, de hombros caídos y un poco encorvado, de muy buenos modales y
palabras rebuscadas.
Aquel sesentón se dejaba
un grueso y orgulloso bigote, por lo demás su rostro bien rasurado recordaba
una pubertad de abundantes erupciones.
Eran las siete de la
mañana de un frio mes de enero, la bacinica humeaba cuando la colocó a un lado
de la pata de la cama.
—¡Don Liborio! ¡Don
Liboriooo! —gritaban los mozos de Martina.
—¡Muchachos me van a tirar
la puerta, tranquilícense! ¿Qué les pasa?
—¡Balearon a don Abran, en
Los Perros de Agua! ahoritita los traen para aquí, y dice doña Martina que
prepare sus cosas para recibirlos.
—¿Entonces esa era la
balacera que se oyó hace rato?
—Esa misma doctorcito, y
también le dieron al Hilario… los dos vienen ya para aquí, ¡y quedaron un
montón de difuntos allí mismito!
—¡No se preocupen nadie
más va a morir hoy! —Dijo al ver la angustia que reflejaban sus ojos— vayan con
doña Martina y díganle que los voy a estar esperando.
Liborio, puso a hervir
agua, esterilizó sus herramientas de trabajo y verifico que el catre de madera estuviera listo.
Sobre ese duro camastro
atendía pacientes de todas las enfermedades reales y psicosomáticas; enfermos
que muchas veces solo necesitaban medicina imaginaria; pero también es cierto
que de ese nogal partían muchos a la eternidad y otros nacían a la vida.
Al lado de la cama se
balanceaba una hamaca de hilo, por si algún familiar debía quedarse acompañando
al paciente.
Liborio mandó llamar a su
ayudante, que vivía a unas cuadras de allí, una pasante bonita pero distraída y
medio loca.
—¡Que se venga pero ya,
que es de vida o muerte!—le dijo al muchacho de los mandados.
Llegó justo a tiempo.
Los cascos de los caballos
en el empedrado frente a la casona, anunciaron que empezaba otra dura batalla
para Liborio.
Él, sereno los esperaba en
la puerta de su casa.
Hilario temblaba de frio,
por la pérdida de sangre, Liborio, le echó un rápido vistazo.
—¡Es una herida limpia,
gracias a Dios!
—Liduvina, hágame el favor
y acuéstelo en la hamaca, póngale una almohadilla sobre la nariz y le
aplica unas gotas de cloroformo… después
le limpia la herida con alcohol –ordenó a su asistente.
Con la ayuda de un par de
mozos, colocaron a Abraham en el catre, y le quitaron la camisa rompiéndola
para no perder tiempo.
Había dos agujeros de
bala, que se veían como moretones, uno de ellos
cerca del corazón, el otro no habían tocado órganos importantes, pero la
pérdida de sangre era peligrosa.
Los proyectiles aun
estaban en el cuerpo y habría que retirarlos, si se dejaban allí por más tiempo
se infectarían, así que limpio con rapidez la zona de las heridas y comenzó a
retirar con habilidad el tejido muerto, comenzando con la herida que estaba
cerca del corazón. La bala se había desviado al chocar con una costilla, pero
esta se había astillado, por fortuna los fragmentos no presentaban peligro y
los extrajo uno a uno dejándoles caer en el plato de latón sonando como si
fueran dientes, luego sin que le temblara la mano retiró con una negra pinza la
bala que había perforado tres centímetros el pulmón izquierdo y también la puso
en el plato al lado de las astillas de hueso; luego con una manguera sorbió la
sangre hasta llenar un vaso para evitar que el pulmón colapsara, lo mismo hizo
con la otra bala.
Cuando hubo terminado, sin
cerrar las heridas, colocó un apósito estéril en cada lesión, dejando el
catéter, y se apresuró a tratar a Hilario, a quien el éter había puesto a
dormir desde hacia una media hora.
Como solo se trataba de un
orificio donde la bala no se había quedado incrustada, la curación fue un poco
más sencilla, el proyectil había pasado arrancando un pedazo de hígado, pero
Hilario no moriría esta vez.
Liborio se dejó caer en
una silla, Liduvina le acercó una jofaina de latón con agua tibia para que se
lavara la sangre. El metió las manos en el recipiente y cerrando los ojos
suspiró con satisfacción.
—Liduvina, por favor cure
la mano del otro muchacho…
—Sí, doctor.
—Por hoy no hay nada más
que hacer sino esperar, si usted desea doña Martina puede ir a su casa y
descansar, ya han pasado lo peor –sonrió.
—Muchas gracias don
Liborio, pero me gustaría esperar aquí a su lado.
—Como usted guste —dijo el
médico encogiéndose de hombros y secándose las manos con una toalla de lino
importada.
Martina, no se fué porque
amaba a su hijo, y quería estar con él hasta asegurarse que no se iba a morir;
pero también temía que algún bandido hubiera quedado con vida y quisiera
regresar a terminar el trabajo. Así se lo hizo saber a Liborio, quien no tuvo
reparos en dejarla poner su Winchester cargado al lado de la puerta.
La fiebre no tardó en
apoderarse del cuerpo de Abraham e Hilario. Al medio día parecían dos ardientes
brasas. Liduvina se limitó a poner un paño mojado sobre la frente de ellos, el
cual cambiaba por uno más fresco cuando ya se había calentado mucho.
Hilario había recobrado la
conciencia, pero estaba mareado y desorientado.
—La fiebre en estos casos
es normal, nos dice que el cuerpo ha comenzado a recuperarse, después de la
fiebre él va a recobrar la conciencia, y entonces veremos qué pasa –dijo
Liborio para tranquilizar a Martina que no había querido ni comer.
La verdad es que la fiebre
era la línea que dividía la vida de la muerte, lo que había querido decir
Jiménez, era que si los pacientes no morían con la fiebre se iban a recuperar.
De vez en cuando sorbía el
agua con sangre del catéter y la escupía en un vaso hasta que cada vez fue saliendo
menos. Entonces extrajo la manguerilla.
Con una jeringa, cada
cierto tiempo les refrescaban la garganta con agua azucarada, teniendo cuidado
que no se ahogaran.
Al siguiente día Abraham
recobró el conocimiento.
La muerte se le había
aparecido en sueños. Iba disfrazada, con el bello rostro de una mujer y se
había perfumado con la tranquilidad del reposo; pero aún así, él había podido
reconocerla.
—¿Cómo supiste que era yo?
—La muerte es la misma
aunque vaya disfrazada –respondió.
Ella sonrió, y le tocó suavemente
la herida que tenía en el pecho.
Entonces sintió como que
caía en un torbellino, sin saber quién era, ni donde estaba.
Un zumbido largo y una
punzada en el pecho que le desgarraba las entrañas adoloridas le recordó la
balacera y trató de levantarse, pero cuanto más se movía peor era el dolor que
sentía.
—Tranquilo Abraham, no se
mueva –lo detuvo el galeno.
—¿Dónde estoy?
—Está en mi casa, soy
Liborio Jiménez ya usted me conoce, aquí está también su mamá y el joven
Hilario.
Abraham se esforzó por
recordar el rostro del médico, pero su cerebro comenzaba a trabajar a penas y
debió pasar un rato antes que estuviera funcionando bien.
Volteó la cabeza y vió los
ojos verdes de Martina —Ella sonreía con lagrimas— después vio a Hilario a su
lado suplicando que le dejaran fumar solo un poco.
—¿Y Esteban donde está?
¿Está bien? –preguntó temiendo lo peor- pero al moverse el dolor le punzó con
fuerza sacando un quejido apagado de su garganta.
—Esteban, está bien, solo
tiene una herida en la mano, anda por su casa quizá regrese hoy a ver como
seguimos –dijo Hilario.
—No hables mucho hijo
tratá de descansar…
—Tengo mucha sed ¿pueden
darme agua?
Martina, se levantó y
lleno un vaso con agua de la olla que había a su lado y tomando a Abraham por
el cuello lo levantó un poco para que bebiera.
El se quejó pero la sed le
quemaba la garganta.
Ese día por la tarde,
decidió que lo mejor sería regresar a casa, ya su hijo había logrado zafarse de
los ganchudos dedos de la muerte, solo era cuestión de esperar. Ella sabía que
cuando no estaba en casa los mozos holgazaneaban y no hacían bien el trabajo.
Gregorio era muy blando con ellos.
Se fué, pero dejo las
pistolas colgadas cerca de la cama de Hilario.
—¿Podes disparar aún?
—¡Con los ojos cerrados!
dijo Hilario cerrando los ojillos y simulando con los dedos una pistola.
Ella salió y dio algo de
dinero a Liborio para los gastos en que incurriera pidiendo que no escatimara,
que si algo hacía falta se lo hiciera saber. Ya luego hablarían de sus
honorarios.
También apostó dos hombres
armados, uno en el corredor embaldosado y el otro afuera, de la casa,
pidiéndoles que disimularan su presencia.
Quizás no fuera necesario,
pero era mejor prevenir que lamentar.
Y regresó a su hacienda a
poner en orden las cosas; también se haría cargo de la hacienda de su hijo para
mala fortuna de sus empleados.
Tres días después del
tiroteo, Liborio quitó los apósitos para ver que las heridas tuvieran buen
aspecto, esperaba que estas no presentaran síntomas de infección, para no tener
que aplicar una cura retardada.
Las heridas estaban
limpias.
—No presentan síntomas de
infección, ¡está de suerte hoy!
—Qué bueno, doctor, pero
me duelen como no se imagina…
—Es lo normal, el cuerpo
nos avisa por medio del dolor en que parte de él no andan bien las cosas; pero
está usted con vida y eso es lo más importante.
—Hay que decirle al cuerpo
que ya estoy enterado –rió.
—Lo voy a sedar, para poder coser las heridas y
después le voy a poner una escayola.
Esteban entró en el cuarto
cuando Abraham comenzaba a perder la conciencia, sobre la nariz tenía una
almohadilla donde Liborio dejaba caer unas cuantas gotas de Éter, ya no logró
distinguirlo.
—¿Cómo ha seguido esa
mano? –preguntó Liborio sin voltear a verlo.
—Ahí va doctor, ya
recuperándose, pero me han quedado un poco tieso los dos últimos dedos…
—¡Que suerte la tuya que
solo cuico has quedado! –Bromeó Hilario.
—Es porque hubo daño en
los tendones, a lo mejor no vuelva a ser la misma mano de antes pero podría ser
peor. –dijo Liborio ignorando el comentario de Hilario.
—Si, podría estar en los
Perros de Agua ahora.
—¿Y ya irían a reconocer a
los muertos?—preguntó Hilario mientras el doctor higienizaba la zona de las
heridas.
—El juez de paz llegó,
cuando ya había un montón de gente, pero dicen que algunos los recogieron sus
familiares y se los llevaron a enterrar en el potrero antes que llegara, quizá
por vergüenza.
—Al menos llegaron, en
estos casos la gente no suele ir a reconocer a sus familiares –Agregó Jiménez,
mientras comenzaba a suturar la herida del pecho, con una aguja curvada.
En efecto, algunos de los
muertos eran de otros pueblos o la familia no quiso llegar a reconocerlos, así
que el juez ordenó que se hiciera una fosa común y que allí los sepultaran.
Ocho cadáveres, fueron
lanzados sin el menor respeto en la oquedad de la tierra; tenían heridas
parecidas a la que Liborio estaba curando, algunas en el mismo sitio, pero con
distinta suerte.
Después de cerrar las
heridas, el doctor comenzó a aplicar
vendas recubiertas de escayola desde el cuello hasta la cintura, y fue
apareciendo una especie de chaleco de yeso para inmovilizar las heridas, y
agregó una solución de glucosa para
disminuir el hedor de la curación.
Lo mismo hizo con Hilario,
y después le dijo a Esteban:
—Enséñeme la mano quiero
ver cómo ha progresado.
Esteban extendió la
endurecida y callosa mano en la cual se veía una horrible herida suturada de
prisa pero con maestría.
—Pasado mañana venga, para
quitarle los hilos, y trate de no hacer ningún trabajo con esa mano.
Así pasaron dos meses, dos
aburridos meses en los cuales Abraham e Hilario fueron cambiados para un
cuartito de los muchos que tenia la casona del galeno, y que estaban
desocupados esperando por algún que otro paciente que lo necesitara o pudiera
pagar por él.
Decían que algunos hombres
ahorraban un buen tiempo solo para fingirse enfermos y poder pasar un buen
periodo lejos de sus molestas mujercitas en aquellas frescas y ventiladas
habitaciones.
De vez en cuando llegaba
el cura a verlo, y leían juntos alguna parte de la biblia, platicaban sobre las
últimas noticias o rumores y terminaban
rezando para que se recuperase pronto. Abraham fingía haberse dormido
para no tener que oír toda la letanía. El cura lo sabía, pero disimulaba. ¿Cómo
culpar a aquel pobre hombre, cuando el mismo se dormía a veces en el
confesionario oyendo la ensarta de pecados de las arrepentidas ancianitas?
pecados que a veces tenían que repetir porque se les olvidaba por donde iban.
Se guardaba entonces su
pesado rosario y bajaba a ver si algún otro paciente necesitaba la extrema
unción o a beber una copa con Liborio mientras jugaban naipes; le gustaba más
el vino, pero no le hacía mala cara al brandy.
Tampoco es que el doctor
pasara saturado de pacientes todo el tiempo, aquello era como las cortas de
café, y él lo sabia; es decir que la gente se enferma por temporadas, “cuando
uno se muere le da por morirse a otros tantos, y cuando alguno se enferma los
otros también le siguen, igual pasa con las mujeres que dan a luz al mismo
tiempo. Casi todos los niños nacen nueve meses después de los días más fríos o
cuando llegan las ferias al pueblo…”
Abraham pensaba casi todo
el tiempo en Dalia.
A diario, llegaba Martina
y se estaba una media hora platicando con los convalecientes. Les llevaba
siempre el almuerzo, suficiente comida para que también comieran Liborio y
Liduvina. A veces sopa de gallina, gallina asada, frijoles blancos con costilla
de cerdo, chacalines fritos, o comida de temporada.
Liborio, no ponía una
dieta especifica a sus pacientes, el decía que la gente necesita comer de todo
para recuperarse más rápido.
Se iba siempre cuando la
campana de la torre de la iglesia daba las doce, y se llevaba los platos del
día anterior.
En las noches eran presa
de unas fiebres espantosas y de pesadillas luciferinas en las cuales se veían
acorralados por los cadáveres de los muertos en la emboscada que regresaban
para llevárselos al infierno, y debían hacerle una cruz de saliva a las balas
para poder deshacerse de ellos.
Despertaban gritando como
locos, entonces se abría la puerta del cuarto de Liborio que pasaba caminando
por todo el corredor embaldosado, arrastrando sus pantuflas, y alumbrándose con
un candil; para ir a aplicarles un poco de Éter y poder dormir en paz.
Todos los días por la
tarde Esteban, salía del cuarto con un papel doblado en la mano. Uno, que él
nunca iba a leer, porque jamás fué a la escuela; ese papelito tenia la virtud
de arrancar la más bella sonrisa de Canaire.
Dalia escribía otro y se
lo enviaba para que Abraham lo leyera antes de dormir o en la mañana siguiente.
Un caluroso día de mucho
sol y ninguna nube, cuando Liborio consideró después de dos meses y tres días
que ya las heridas habían sanado lo suficiente llegó al cuartito donde Abraham
e Hilario conversaban, detrás de él iba Liduvina con unas gasas y botellas
llenas de soluciones varias.
—… Estos días no me han
dejado fumar nadita ya hasta quizá voy a tener que dejar el vicio.
—¿Y para que fumas tanto
pues Hilario?
—Comencé a fumar a los
doce años porque quería verme más hombre, para que me respetaran, pero es algo
que puedo controlar, puedo dejar el vicio cuando yo quiera, lo que pasa es que
no quiero; porque me tranquiliza los nervios…
—A mí me tienen sin café…
bueno solo me dan tres tazas en el día lo cual es casi lo mismo que nada ¡a ver
si no me escapo un día de estos por una Jarrilla!
—¡Y yo por una caja de
puros!
Liborio, interrumpió la
plática y puso sobre la mesa una botella de brandy Napoleón y tres copas,
llevaba también tres carísimos puros importados de la Habana, Cuba.
—¡Buenos días muchachos!
—Buenos días don Liborio
—¿Cómo se sienten hoy?
—Bastante mejor que hace
dos meses
—¡Hace dos meses usted no
sentía nada Abran y usted Hilario se estaba muriendo del frio! –Se carcajeó-
¡tienen más vidas que un gato, otros se han muerto con menos que eso!
—Todavía debemos bastante
–se apresuró Hilario.
—Bueno, hoy les voy a
quitar la escayola, y si todo está bien de una vez les voy a dar el alta.
Al abrir el yeso, la
pestilencia del vendaje era nauseabunda. Se veía un magma de pus descompuesto y
secreciones de las heridas.
—¡Estamos podridos! me he
agusanado en vida -dijo Abraham.
—No se preocupen, ¡no todo
queso que apesta sabe mal!
Comenzó a lavar las
heridas con agua esterilizada, y después de retirar el pus con gasas empapadas
en una solución que el preparaba con hierbas que solía comprar en la farmacia
homeopática, le pareció que las lesiones
habían mejorado bastante y presentaban además un magnifico estado de granulación.
Quitó, los hilos y le
ordenó a Liduvina que retirara los restos del yeso y demás cosas y que trajera
ropa limpia para los pacientes.
Ellos se vistieron con las
mudas que había dejado Martina el día anterior, después que Liborio le dijo que
planeaba quitar la escayola ese día y que podría venir por ellos a la hora del
almuerzo.
Les costó un poco de
trabajo ponerse la ropa, porque las heridas aun dolían y no podían moverse con
la misma agilidad de antes.
Liborio sirvió tres copas
y dió una a cada uno, después encendió un puro que se puso a fumar
tranquilamente, pasó uno a Hilario y le ofreció otro a Abraham, que lo tomó y
colocó en el bolsillo de su camisa. Lo conservaría como un recuerdo de aquel
momento, Abraham no fumaba.
El médico comprendió el
gesto y encendió el puro que Hilario sostenía entre sus labios agrietados por
la deshidratación.
—Ya necesitaba esto –dijo
sorbiendo con desesperación.
Liborio, levantó la copa,
mientras Abraham e Hilario le imitaban para chocarlas suavemente.
—Hoy celebramos que le
hemos ganado una batalla a la muerte…
—Aunque la muerte al final
nos gana la guerra a todos –dijo Abraham.
—Pero no nos quita lo
bailado, y le dejamos el cascaron bien exprimido –agregó Hilario.
—Brindemos porque hoy
ustedes están bien… ya mañana Dios dirá.
—¡Salud!
En eso estaban cuando
llegó Martina en su caballo, que esta vez iba a paso tranquilo, llevaba también
un coche liviano tirado por un caballo y sus mozos de confianza.
Desmontó de una vez,
desato las alforjas llenas de billetes y otros presentes para agradecer a
Liborio por la vida de su hijo.
Y entró en la casa del
médico, haciendo sonar sus botas, con espuelas de plata en las baldosas de
piedra caliza.
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