Desheredado
En el Tizate, después de la balacera, todo parecía haber regresado a la normalidad; aunque las lesiones seguían molestando a Abraham y a Hilario, La mano de Esteban tampoco volvería a ser la misma, pero lejos de fastidiarle le recordaba que era una fortuna estar todavía con vida.
Abraham no podía guardar
mas el secreto de su compromiso con Dalia, así que un once de junio, de negros nubarrones
aprovechando la visita de sus padres en la casa de Volcancillo anunció:
—Mamá, papá, he decidido
que me quiero casar.
Martina Fuentes sonrió con
satisfacción, al fin su hijo había decido sentar cabeza. Ya era hora, que lo
hiciera; muchas primas casamenteras habían retrasado con premeditación sus
compromisos nupciales, esperando que Abraham se decidiera por una de ellas.
Gregorio, recordó al
apóstol de los gentiles, aconsejando por primera vez a los corintios capitulo
siete… pero no dijo nada, se guardó sus pensamientos con prudencia.
—¡Cuánto me alegra que al
fin te hayas decidido, es la mejor noticia que he recibido en años! –dijo
Gregorio.
—¿Y ya tenés alguna
prometida de la cual no nos hayamos enterado?—agregó su madre.
—¡Me voy a casar con Dalia
Marquina!
Martina repasó dos veces
la lista de mujeres disponibles en su cerebro mientras fruncía el ceño para
recordar mejor; pero no, no aparecía ese nombre, ni ese rostro.
—¿Dalia Marquina? ¿Y quién
es ella?
—Es la hija de la señora
que me vende los totopostes… vive en Canaire
Martina se puso lívida,
quería creer que esta era una broma de esas que de vez en cuando les gastaba su
hijo, pero solo vio determinación en sus ojos, ¡que pesadilla!
Gregorio se rascaba la
cabeza pensativo.
—¿La hija de la totopostera?
¿Te querés casar con la hija de la totopostera?—dijo Martina poniéndose de pie.
—Sí, mamá.
Martina se sentó de nuevo,
ahora aparentaba una calma que sus ojos desmentían; tenía las manos apuñadas y
los labios fruncidos.
—No me parece una buena
idea poner los ojos en una muchacha de Canaire, es un pueblucho de mala muerte
a lo mejor los bandidos que te atacaron eran de allí.
—¿Por qué no papá? son
pobres pero buenas personas, además el lugar donde uno nace no importa.
—¿Te has vuelto loco hijo?
¡Vas a arruinar tu vida, No estoy de acuerdo con esa boda! —interrumpió Martina
con el corazón destrozado.
Abraham volteó a ver a su
padre queriendo encontrar al menos en el, un poco de aprobación, pero Gregorio
estaba viendo a Martina que se dirigía a la puerta.
—Eso no va a pasar nunca,
no voy a dejar que arruinés tu vida casándote con una mujerzuela interesada
—gritó antes de encontrarse con la tormenta en la puerta de la casona. No le
importó.
El mozo tenía listo el
caballo; ella montó echa una furia, con los ojos anegados en lagrimas.
En la curva después del
cementerio y antes de llegar al caserío se encontró con la procesión y sin
persignarse cruzó su irrespetuoso corcel frente al santo de Padua que era
paseado en hombros de un lado para otro bajo el temporal, por un puñado de
empapados y devotos fieles.
Algunos debieron hacerse a
un lado para que no pasara sobre ellos.
El cura se persignó al
verla “¡cuanto tormento hay en ese corazón!” las beatas lo imitaron y dijeron:
¡ave María purísima, que falta de respeto para San Antonio!
Martina lloraba de rabia y
tristeza. “¿Cómo era posible que su hijo fuera tan tonto y desconsiderado?”
Gregorio por su parte, más
tranquilo, pero no menos enfadado trató de hacer razonar a su hijo sobre el
error que estaba a punto de cometer.
Empujado por la ventisca
del aguacero un alacrán cayó del techo, y se quedó quieto, pero fue inútil, una
gallina lo había visto.
—Mirá Abraham, desde
siempre, los Reyes nos hemos casado bien, ¿cómo si no, tendríamos Martina y yo
seiscientas manzanas de tierra? si vos te casas con… ¿Cómo se llama?
—Dalia…
—Con Dalia, esa cadena se
va a romper y al igual que pasa con una tinaja rota, por allí va a comenzar a
escaparse todo lo que durante años y años aun antes que los españoles
regresaran a Castilla comenzamos a hacer.
¡No siempre fuimos
terratenientes! ha costado mucho trabajo y sacrificio de generaciones y
generaciones.
—Yo sé que no va ser así
papá, una fortuna no se pierde cuando se trabaja, usté me conoce que con mis mulas me rebusco y
las dos casas de Volcancillo las hice sin pedirle ayuda a ustedes, ahora solo
quiero su bendición…
—Ya oíste a tu mama, ella
no está de acuerdo, y yo no te voy a dar mi bendición contra su voluntad, ¡yo
hasta creo que a lo mejor te han curado!
—¡Que me han curado! ¿Y de
que me han curado?
—Pues no sé, pero es raro
que después de tanto tiempo, y novias ahora apareces con eso de que te querés
casar con una joven que nadie conoce.
Abraham, se rio sin ganas,
al ver la gallina empecinada en cortarle la cola al escorpión que sintiéndose
perdido procuraba llegar hasta una grieta en el adobe de la pared; se recostó
en el respaldo de cuero de la silla y suspiró sintiéndose acorralado el también.
—Algún día me iba a casar
¿no es eso lo que han estado tratando de hacer siempre?
—¡Si, pero queremos que te
cases bien!
—¿Y que es casarse bien?
¿Olvidarse de lo que uno siente por interés?
—¡Es que vos todo lo ves
desde los extremos! el amor y el interés deben ir en la misma mula… ellas no son de nuestra condición, ¡no es un
buen matrimonio!
—¿Entonces su pecado es no
tener nada, por eso es que no la quieren? ¡Ser pobre no es ser mala persona!
—No, no creo que sean
malas personas; el dinero no hace buenas o malas a las personas sino sus
acciones; pero tenés que entendernos Abraham, vos sos inteligente hijo,
recapacitá, vos tenés que casarte con alguna de tus primas, allí está la
Isolina, que es bonita y suspira cada vez que te ve pasar.
—Por Isolina no siento
nada, yo a quien quiero es a Dalia.
—Se te va a pasar, créeme,
te hablo con la voz de la experiencia, el amor es como una gripe, sentís que te
vas a morir pero al final te pasa y seguís trabajando
Como primogénito, Abraham
tenía derecho a gran parte de las mejores tierras del Tizate, con sus
pastizales y ojos de agua.
Isolina, una simpática
pelirroja de ojos grises, pecosa y montaraz era la hija única de Sinibaldo
Reyes, y Gregorio esperaba unir El Tizate con las tierras de Tulima, que ella
heredaría.
Dalia, no tenía nada que
ofrecer a aquella poderosa familia, era todo cuestión de tierras. Y si el amor no cabía entre El Tizate y
Tulima, mucho menos en la mente de Martina.
Gregorio sabia que Abraham
no iba a cambiar de idea, había salido a él, callado pero de ánimo decidido, le
recordó al Gregorio empecinado de cuarenta y siete años atrás, resuelto a
casarse con la hija de don Ceferino, que aunque no era un muerto de hambre como
la hija de la totopostera, tampoco era el mejor partido para él; Y al igual que
hiciera su padre con el; trató de persuadirlo jugándose la última carta en su
baraja de experiencia.
—Te voy a proponer algo,
cásate con Isolina, y si tanto te gusta esa muchacha, por mi no hay problema,
podes traerla a vivir por aquí cerca, y decís que ella trabaja para ustedes y
la seguís viendo. La Isolina no tiene que darse cuenta…
—No papá ustedes no
entienden, ¡yo a Dalia la quiero bien y no la voy a tener de amante, yo quiero
tener hijos con ella y hacer una familia!
—Mirá Abraham uno no tiene
que ser tan egoísta y pensar solo en uno, el que se casa, se casa con la familia
también, y vos lo sabes…
Si seguís encaprichado con
esa muchacha, no nos dejas otra alternativa más que desheredarte.
Abraham, no quería perder
lo que le correspondía, él había trabajado esa tierra ¡le pertenecía por
derecho de sangre! y ahora de repente solo le quedarían las casas de
volcancillo, un par de manzanas de tierra que no alcanzaban pero ni para dar de
comer a sus mulas y un puñado de mozos que le seguirían hasta las mismas
puertas del infierno.
—¡Si te casas con la hija
de la totopostera, te vamos a tener que desheredar hijo recapacitá! –dijo
Gregorio, desesperado tratando de parecer fuerte.
En realidad no deseaba
quitarle nada, el amaba a su hijo; pero
debía ser enérgico y hacerle ver el error que iba a cometer.
—Me casaré con ella, sin su
bendición entonces –decidió Abraham con tristeza.
Ser desheredado no
significaba solo perder las tierras, sino además ser cortado del árbol
genealógico familiar, era una especie de exilio dentro de su propia tierra,
algo que nunca se había visto.
Gregorio Se levantó y
después de un gruñido que debió ser un saludo; se puso su sombrero blanco de
cola, montó su caballo y espoleó con fuerza los ijares.
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