“Por
una mirada el cielo…”
Ese día amaneció lloviendo, los mozos de la hacienda parecían fantasmas encapotados ordeñando las vacas. Llenaban baldes y baldes con leche, que luego iban vaciando en cántaros, teniendo siempre el cuidado, de dejar una teta sin exprimir para el chivo.
Abraham a pesar de nadar
en leche, rara vez la probaba, lo suyo era el café de hervir que compraba en
Santa Rosa de Copán.
La jarrilla siempre estaba
en el fuego para que bebiera cuanto quisiera, y en efecto tragaba tanto café,
que muchos decían que bebía más café que agua.
La noche anterior, como
todas las noches desde que conociera a Dalia Marquina, no había dormido bien,
sus pensamientos, aunque tratara de controlarlos terminaban siempre,
sucumbiendo al encanto de aquellos ojos
perfectamente moldeados en un rostro de belleza poco usual, y aquel
cabello que parecía inspirado en el mismísimo jaragua donde crecía la flor de
Canaire.
¿Cómo es posible Abraham?
—Se decía en un soliloquio habitual.
<<Te has enamorado
como un muchacho… Vos que tenés a tu disposición a cualquier mujer del Tizate o
las fogosas mulatas de las lejanas tierras hondureñas; vos que has tenido
innumerables amoríos y hasta perdiste la cuenta de las veces que has amanecido
en los brazos de mujeres de todos colores, sabores y olores… Mírate, estás de
rodillas a los pies de esa muchachita chorreada ¿Qué te pasó Abraham, que te
pasó? >>
Unos toques en la puerta
de madera, le regresaron a la realidad.
Era Hilario.
—Patrón, ya la mula esta
lista... perdón que lo despierte pero usted me dijo anoche.
Abraham se levantó de la
hamaca donde siempre dormía cuando estaba en su casa de volcancillo, e
intercambió de la silla de al lado el gastado nuevo testamento, que había
fingido leer la noche anterior, por el cinturón que guardaba la muerte en forma
de revólver.
—Gracias Hilario, pero no
he podido dormir bien, en realidad estaba despierto.
Bebió un poco de agua del
tecomate que colgaba cerca de la ventana teniendo cuidado de taparlo siempre
con el olote, se puso sus mejores botas,
una muda de ropa perfectamente planchada por alguna de las mujeres que llegaban
a hacer el oficio y lavar la ropa; Se ajustó bien el cinturón y se aseguró
acercándose el candil, al rostro, que estuviera bien afeitado, mientras se veía
en un espejo de medio cuerpo.
—Días le de Dios patrón
–saludó Hilario, cuando Abraham abrió la puerta.
Ya tenía listo también su
caballo, un purasangre chileno que le regaló Abraham cuando se acompañó con
Chana, hacía unos años, y con la cual aun no había podido tener hijos hasta ese
día, por culpa del maleficio que le hizo una prostituta hondureña cuando le
contó entre besos y tragos de aguardiente que ya tenía mujer a su cargo
Abraham regresó de orinar
donde siempre lo hacía, al pie de un palo de Jícaro que estaba atrás de la casa
cerca del piñal.
En ese momento arreció la
lluvia y debió apresurarse hasta el corredor de la casa a traer el capote
militar que le había regalado el Juez de paz que era amigo suyo, y sin pensarlo
mucho se cubrió con él y se dirigió a Canaire.
Hilario no necesitaba
invitación, el era la sombra de Abraham, aun en los días más grises, se había
ganado ese lugar a fuerza de trabajo, lealtad y plomo en algunas escaramuzas
con asaltantes de camino.
Tenía un reluciente
revólver Smith & Hueso Cañón largo, que le había regalado Martina Fuentes,
la madre de Abraham, para que lo cuidara en sus largos viajes de comerciante.
Hilario era capaz de
descular una botella al primer disparo, pasando la bala por la boquilla sin
tocarla; a veces, por probar la pistola,
mataba al vuelo algún gorrión que encontraba succionando el néctar de las
campanillas moradas que colgaban a orillas del camino cuando el mes de los
finados llenaba los cementerios de pueblerinos, no era cuestión de práctica, ni
siquiera se molestaba en apuntar, lo hacía por inercia era una especie de don.
Abraham disparaba bien, no
como Hilario claro, pero mucho mejor que
Esteban, su otro hombre de confianza, un tipo robusto que prefería arreglar las
cosas con sus puños y tenía hijos regados en todas partes, además de los siete
que le esperaban en la casa. Lo cierto es que cuando sacaba la pistola y
disparaba, ya Hilario se había despachado a la mayoría de bandoleros.
Ese día, el viaje no era
largo ni peligroso, quizá unas cuantas leguas pero la pistola era algo que
nunca olvidaban; era mejor tenerla en el cinto y no ocuparla, a necesitarla y
no tenerla.
—¿Dejaste ordenado todo en
la hacienda?
—Si patrón así como a usté
le gusta, ya las vacas están ordeñadas y también se apartó la leche para que
beban los cipotes que están estudiando. —respondió mientras veía con malicia a
Esteban.
Por deseo de Abraham se
dejaba un poco de leche para la gente pobre, que llegaba a pedir por el amor de
Dios una tacita de misericordia, para sus hijos o para algún familiar
convaleciente. Buena parte de esa leche terminaba en las tazas de los hijos
regados de Esteban.
Lo mismo pasaba con las
frijoleras y con el maíz, pero a él nunca le hizo falta aquello. Siempre decía:
así no tienen que pecar robando.
Los tres jinetes avanzaban
con lentitud bajo la lluvia, que parecía no querer hacerle las cosas fáciles
esa mañana.
Los cascos de las bestias
se hundían en el barrizal de las veredas, caminos angostos abriéndose apenas
para dejar pasar una carreta; siempre con piñales de afilados colmillos a ambos
lados y palos de jiote para hacer las cruces de mayo.
Abraham había tomado la
decisión de que ese día sin importar el temporal, regresaría a Canaire a pedir
la mano de Dalia.
Cuando llegaron, el sol
aun no se dejaba ver cubierto con los satines del invierno.
Julia los vio llegar y
sintió que el corazón le daba un vuelco
—¿Querrá más totopostes?
—Se mintió nerviosa.
No esperaba aquella visita
tan importante, y menos en un día tan malo como ese.
Su intuición infalible le
gritaba con pálpitos angustiosos cual era el motivo de aquella visita, lo había
sabido desde que le vendió los totopostes hacia algunos meses.
<<Dalia… >>
—suspiró.
Dalia había ido donde don
Beto en una tregua del temporal a fiar maíz para los totopostes, el viejo
sinvergüenza no perdía ocasión para decirle lo bonita que era y que si ella
quería podía quedarse a vivir en su casa.
Ella se ponía colorada de
ira, y le daban ganas de mentarle las cincuenta mil, pero era aquel un tendero
chambroso como la mayoría de los hombrecillos que se dedican a tan aburrido oficio
y si le decía a su madre que lo había puteado le iba a dar una paliza de esas
que la dejaban casi muerta.
— Vos no le prestes oído,
don Beto es un caso perdido, —Le había
aconsejado don Fernando Saravia, pero ya tendré ocasión yo para hablar con el…
Efectivamente así lo hizo,
y quien sabe que le dijo, pero don Beto no volvió a decirle nada a Dalia.
Julia, los veía acercarse.
¿Sería posible que fuera a
emparentar con la familia más rica del mundo conocido por ella?
No dudaba de la belleza de
su hija; aunque pobres, en su familia nunca habían faltado mujeres bellas, ella
misma era muy bonita, si bien, maltratada por la vida y el trabajo duro.
Hilario y Esteban se
quedaron bajo la enramada del horno totopostero, donde aun ardían algunas
brasas, platicando de lo bien que les había ido con la venta de puros esos
días.
—Cuando llueve a la gente
le da por umar mas –dijo Esteban.
—Entonces que llueva mas –
respondió Hilario mientras ofrecía su puro a Esteban.
El fortachón, tomó el
chiriquí, con la yema de los dedos índice y pulgar succionando largo y
despacio.
Abraham saludó frente a la
puerta abierta de aquella casucha que bien podía prescindir de ella.
—¡Buenos días le de Dios
niña julia!
—Buenos días don Abran –
respondió ella asomándose a la puerta limpiándose las manos en el delantal.
Su sombrero escurría agua sobre el capote y este hasta
las botas de cuero importado, pero por dentro, el cuerpo se mantenía seco, al
menos en las partes vitales.
—Pase adelante.
—Gracias –dijo Abraham,
quitándose el sombrero y el capote,
poniéndolo sobre un tronco que servía de banco al lado de la puerta de
la casa.
Julia tomó el capote y lo
colgó en un bahareque que sobresalía de la pared, y le acercó una silla para
que se sentara. Le ofreció tambien una manta bastante gastada pero muy limpia
para que se secara el rostro y el cabello, Abraham percibió olor a jabón de
aceituno y agua del Cantilón.
Julia, mientras tanto fue
a la cocina y sirvió un poco de Atol de maíz tostado en un cuenco de Jícaro.
Decimos fue a la cocina,
pero la verdad es que todo estaba muy cerca en aquella pequeña casa. La cocina,
la sala, la mesa con dos sillas, el tapesco y la olla con agua fresca; todo
estaba dentro del mismo cuarto, solamente la cama donde dormía Dalia estaba detrás de una especie de biombo
elaborado con varitas de castilla, allí estaba también el cajón donde guardaban
la ropa. Julia dormía en una hamaca que
quitaba cada día para que hubiera más espacio y que quedaba justamente donde
ahora estaba Abraham sentado.
No le preguntó si quería
atol o no, simplemente lo puso en sus manos.
<<Quien quiere dar
no pregunta>>
Abraham agradeció el gesto
y devolvió la manta con amabilidad.
Julia se sentó luego en la
otra silla y sonrió:
—¿A qué debo el gusto de
su visita? –preguntó ocultando bastante bien su nerviosismo.
—Verá usté… yo soy un
hombre de negocios y viajo bastante, y con todo el trabajo que tengo en la
hacienda, no me ha quedado mucho tiempo
para pensar en mi vida personal, es decir en casarme.
—Si, así me he fijado
–dijo Julia.
—Pero el otro día cuando
vine a comprarle, totopostes, y conocí a Dalia, su hija, yo he pensado mucho en
eso.
—Ajá – murmuró ella
Hubo un silencio incomodo
para ambos después del cual por fin se armó de valor para decirle:
—¡He quedado prendado de
ella, y quiero pedirle su mano en matrimonio!
El corazón de Julia
palpitó con fuerza, el de Abraham estaba detenido.
—Me parece que es usted un
buen hombre, y puedo asegurarle que Dalia es una muchacha honesta, yo misma me
he encargado de educarla bien y desde que murió mi esposo nada le ha faltado,
aunque sea humildemente; sin embargo no esperaba que usted se fijara en ella…
—Niña Julia, usté sabe que
el corazón no es mandado, y que Dios pone los medios cuando ya quiere que uno
se formalice. Yo cuando vine aquella vez no esperaba tampoco que fuera a
encontrar aquí la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida.
Julia pensó lo conveniente
que era para su hija y para ella aquella unión; pero sabía el riesgo de casar
una muchachita pobre con un hombre rico, posiblemente sufriría menosprecio de
su familia, sin tomar en cuenta la multitud de mujerzuelas interesadas en un
hombre adinerado… calumnias, chismes, intrigas etc.
Obviamente no conocía a
Abraham ni la sinceridad del amor que había nacido en él, además de ser un hombre
“como Dios manda”
Cuando Dalia regresó,
justo antes que se secara la escupida en el suelo de tierra, se encontró a
Hilario y Esteban fumando debajo de la ramada que cubría el horno, ellos
dejaron de platicar y la observaron por un momento antes de saludarla.
¡Era bella!
—Demasiado flaca—dijo
Esteban –Y continuaron fumando.
Ella sintió un hormigueo
en la barriga, cuando vió en la puerta la pistola con cacha de marfil y el
capote militar.
Dentro estaba el mismo
señor elegante, vestido de domingo y hablando con su madre.
Julia se dio cuenta que su
hija había regresado y la llamó, pidiéndole amablemente que se sentara en un
taburete al lado suyo en una aparente invitación a la plática.
¡Ella estaba aterrorizada!
y con razón si nunca la invitaban a sentarse para conversar con las visitas.
Abraham se puso de pie y
respondió su saludo mostrando una sonrisa de dientes perfectos, algo muy raro
en aquellos lugares de magalla y problemas resueltos a fuerza de trompadas.
Dalia se acomodó con las
manos fuertemente entrelazadas entre las rodillas; el cabello y su ropa estaban
casi empapados por la llovizna, sin
importar que hubiera corrido aprovechando los claros del temporal cubriéndose
con una ancha hoja de plátano.
— El es don Abraham Reyes,
te vas a casar con el —disparó a quemarropa Julia, sin siquiera esperar a que
Dalia estuviera bien sentada.
—Si usted así lo
desea, claro—agregó Abraham, un poco
apenado por el lenguaje directo de Julia.
Dalia miró a su madre
sonrojándose, y con timidez atisbó en los ojos de Abraham un destello de su
alma; luego inclinó su cabeza un momento; no para pensar, sino para darse un
respiro y recordar cómo se hablaba, porque se había quedado muda con la idea de
casarse.
¡Ella ni siquiera sabía
para que se casaba la gente!
—Como usted diga mamá
—respondió.
—Le ruego doña Julia que
me permita, cortejar a Dalia –dijo Abraham.
El era ya un hombre maduro
y podía comprender que aquella muchachita nada sabía de cosas del corazón, y
que había aceptado la propuesta por dos razones: por obediencia y porque
confiaba en su madre.
El no pensaba casarse con
ella sin antes ganarse su amor.
—Tiene usted mi permiso, y
mi bendición.
No es que ella estuviera
apresurada en casar a su hija; pero era
mejor que se casara bien y ahora a que después se fuera a acompañar con algún
borracho de esos que mueren en las
cantinas en pleitos estúpidos sin avisarle a su mujer para que estuviera
preparada.
Abraham extendió un
paquete envuelto en papel de empaque a Dalia
—Le ruego acepte este
presente, como una pequeña muestra de todo lo que usted hace sentir en mi
corazón.
Ella vio a su madre, Julia
sonrió y Dalia extendió sus preciosas manos para tomar el paquete.
—Muchas gracias don Abran
–dijo con dulzura.
Más tarde cuando Abraham
se retiró, Julia y Dalia, mas como amigas que como madre e hija abrieron el
paquete con la curiosidad a punto de materializarse.
Era un vestido de seda que
habría costado todo dinero que Julia cobraría en su vida vendiendo totopostes;
había también una cinta para el cabello, un pañuelo, medias y un par de zapatos
de princesa, así como los de las historias que contaban.
Abraham siguió llegando en
las tardes después de terminar los trabajos en la hacienda; era sumamente
cortés y detallista con Dalia; cada día llevaba entre la chaqueta obsequios
para la joven, a veces perfumes o talcos, guardapelos, peinetas de Nácar con
borde de oro o algún pequeño detalle.
Julia, ponía dos sillas
dentro de la casa, para que platicaran mientras ella fingía hacer algún
trabajo, a suficiente distancia como para que tuvieran privacidad, pero no
tanta como para no oír.
Ya la había aconsejado
bien sobre lo que puede y no puede hacer una muchacha que se respeta.
Así pasaron los días.
Dalia no era de muchas
palabras, pero Abraham sabia arrancárselas de vez en cuando, y muy rara vez una
sonrisa en aquel rostro angelical.
Ella había aprendido a
sonreír cuando le veía asomar por el camino, siempre acompañado de sus fieles
escuderos, con el corazón a punto de salírsele del pecho.
Lo esperaba muy seria
parada frente al camino, y comenzaba a sentir que le faltaba la respiración,
cuando por alguna razón o problema él no llegaba a recitarle un poema, que muchas veces era plagiado de quien sabe
que famoso escritor. Y de vez en cuando alguna serenata, acompañado por Esteban
que tocaba la guitarra bastante bien, mientras Hilario fumaba recostado en el
nacaspilo, codiciando con sus ojillos de
víbora a Julia, que a pesar de sus treinta y tantos maltratados años aun
conservaba la belleza helena de las mujeres de su raza.
Julia la veía, parada
frente al camino atisbando una y otra vez y percibía en sus ojos un brillo que
le recordaba los suyos cuando llegaba Filiberto, el trovador, a la quebrada
donde ella iba a lavar todos los días aunque no hubiera ropa sucia. El rio, donde se amaban con desesperación, el rio,
donde ella le dijo que estaba embarazada con miedo a verle desaparecer.
Cuando su rostro se iluminaba con la más bella de
las sonrisas terrenas, su madre sabía que había llegado el enamorado; entonces
la llamaba y la mandaba para la
cocina; de modo que el galán la
encontraba siempre o haciendo algún oficio, porque un hombre tenía que ver que
su futura esposa no era una holgazana.
Estaba siempre muy limpia,
con su cabello lavado y oloroso a jabón de aceituno, amarrado con el listón
rojo que él le había regalado, y con los zapatos de princesa… aunque se los
quitara cuando él se iba porque le apretaban demasiado.
Debieron pasar catorce meses para que se
acostumbrara a ellos.
Una fresca tarde de
noviembre, Abraham llegó como siempre a visitarla, se le veía bastante triste.
Dalia lo supo, ella había
aprendido a leer el alma en sus ojos.
—Puede ser que pasen
muchos días sin que venga a verte.
—¿Por qué?
—Debo ir a las Honduras
–le dijo.
Ella sintió que la alegría
se le salía por el pecho y le dejaba el corazón vacio, las “Honduras” se le
hacia una palabra muy lejana.
—¿Dónde quedan las
honduras?
—Allá al otro lado de
aquellas montañas azules que ves…
—¿Y porque va tan lejos?
—Allá pagan mejor el maíz,
además el puro es barato, de buena calidad y se vende bien aquí.
—¿Y porque lo pagan mejor?
—Los catrachos no siembran
maíz, así que deben comprarlo.
—Deberían ser un poco más
trabajadores y sembrar… —pensó ella en voz alta.
Abraham sonrió y dijo:
—Si, ellos si siembran,
pero siembran banano y plátano, deberías ver alguna vez esas bananeras que se
extienden hasta donde tus ojos pueden alcanzar y mas allá.
En efecto las bananeras se
extendían por kilómetros y kilómetros y a veces tardaban dos días o tres en
pasarlas de lado a lado antes de llegar a Santa Rosa de Copán.
Por el camino en ocasiones
rarísimas se atravesaba un cerdo montes o un tapir, animales amantes del dulce
sabor de los plátanos que comían con avidez de las chácaras que el viento
botaba. Otras veces oían el rugido de algún leopardo, o aullidos de coyotes en
las tardes; entonces hacían disparos al aire para ahuyentarles.
— ¿Y cuanto tiempo se va a
estar allá?
—Quizá un mes, o un poco
más.
—Piense en mí siempre…
—¿Cómo podría pasar un día
sin pensar en ti? ¡si cada latido de mi corazón dice tu nombre!
Ella no dijo nada, pero le
miró a los ojos arqueando las delgadas cejas sorprendida por todas las palabras
bonitas que le decía.
Abraham era un caballero y
hasta ese día nunca le había rozado ni la punta de los dedos; pero esa tarde
había algo en el ambiente, así que con sus manos tomó las de Dalia, tan
perfectas, tan bellas como palomas, aunque maltratadas por el trabajo.
Ella quiso soltarse
recordando los consejos de su madre, pero ya Abraham había puesto los labios en
su boca.
El tiempo pareció
detenerse.
Para ellos, nada mas
importaba, ni siquiera oyeron el plato que se cayó de las manos de Julia en el
lavadero.
Abraham sintió en sus
labios la frescura del Jaraguá y cerró los ojos para imaginarse flotando en las
ánimas bajo la luz de la luna.
Dalia creyó que estaba
soñando, nunca nadie la había besado, aquella caricia era nueva para ella, era
suave y húmeda pero a la vez sentía que las mariposas se detenían en su
estomago para llevar su acelerado
corazón hasta el mismísimo cielo donde
comenzaría la edificación de aquel hermoso sueño que nadie podría arrebatarle.
Aquel beso sería el
primero de muchos hasta el último aquella mañana de octubre antes de irse a
morir en la quebrada casi de cien años.
—Por una mirada el cielo,
por un beso tuyo… mi vida entera –dijo él recitando mal algún poema que leyó en
el almanaque.
Dos lágrimas rodaban por
las mejillas de Dalia, mientras veía a Abraham sin decir una palabra.
¿Qué podía decirle? ella
no sabía nada de poemas, ¡ella era el poema!
Así pasaron largo rato,
viéndose sin decir nada hasta que Dalia sonrió y dijo:
—Ahora si me va a matar mi
mamá.
Abraham se despidió y
prometió que cuando regresara del viaje se casarían.
Julia lo había visto todo,
y había llorado en secreto también.
Más tarde, Dalia había
tenido que confesarle todo a su madre cuando esta vió el manojo de nervios en
que se había convertido.
Se le caían las cosas de
las manos y rehuía a su mirada, además de que estaba más distraída de lo que ya
era.
—¿Hay algo que me quieras
contar? –pregunto con la malicia del que ya lo sabe todo.
—¡Mamá estoy embarazada!
¡Abran me besó antes de irse para las Honduras…! –respondió soltando el llanto.
Julia, apretó los labios
para contener la risa y por primera vez
se dio cuenta que nunca había hablado con Dalia de mujer a mujer,
siempre la había visto como su hijita pequeña, el ultimo recuerdo de aquel
trovador que dieciséis años atrás le había propuesto fugarse con el ante la
negativa de sus padres que esperaban casar a su hija con un hombre de bien y no
con un mujeriego borracho que se ganaba la vida cantando en las fiestas de
pueblo en pueblo.
Su hija se había
convertido en una bella mujer, como ella lo fuera muchos años atrás, y con esa
bella mujer se sentó a hablar largamente sobre todo lo que debía saber.
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