miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 04


“Por una mirada el cielo…”


Ese día amaneció lloviendo, los mozos de la hacienda parecían fantasmas encapotados ordeñando las vacas. Llenaban baldes y baldes  con leche, que luego iban vaciando en cántaros, teniendo siempre el cuidado, de dejar una teta sin exprimir para el chivo.
Abraham a pesar de nadar en leche, rara vez la probaba, lo suyo era el café de hervir que compraba en Santa Rosa de Copán.
La jarrilla siempre estaba en el fuego para que bebiera cuanto quisiera, y en efecto tragaba tanto café, que muchos decían que bebía más café que agua.
La noche anterior, como todas las noches desde que conociera a Dalia Marquina, no había dormido bien, sus pensamientos, aunque tratara de controlarlos terminaban siempre, sucumbiendo al encanto de aquellos ojos  perfectamente moldeados en un rostro de belleza poco usual, y aquel cabello que parecía inspirado en el mismísimo jaragua donde crecía la flor de Canaire.
¿Cómo es posible Abraham? —Se decía en un soliloquio habitual.
<<Te has enamorado como un muchacho… Vos que tenés a tu disposición a cualquier mujer del Tizate o las fogosas mulatas de las lejanas tierras hondureñas; vos que has tenido innumerables amoríos y hasta perdiste la cuenta de las veces que has amanecido en los brazos de mujeres de todos colores, sabores y olores… Mírate, estás de rodillas a los pies de esa muchachita chorreada ¿Qué te pasó Abraham, que te pasó? >>
Unos toques en la puerta de madera, le regresaron a la realidad.
Era Hilario.
—Patrón, ya la mula esta lista... perdón que lo despierte pero usted me dijo anoche.
Abraham se levantó de la hamaca donde siempre dormía cuando estaba en su casa de volcancillo, e intercambió de la silla de al lado el gastado nuevo testamento, que había fingido leer la noche anterior, por el cinturón que guardaba la muerte en forma de revólver.
—Gracias Hilario, pero no he podido dormir bien, en realidad estaba despierto.
Bebió un poco de agua del tecomate que colgaba cerca de la ventana teniendo cuidado de taparlo siempre con el olote,  se puso sus mejores botas, una muda de ropa perfectamente planchada por alguna de las mujeres que llegaban a hacer el oficio y lavar la ropa; Se ajustó bien el cinturón y se aseguró acercándose el candil, al rostro, que estuviera bien afeitado, mientras se veía en un espejo de medio cuerpo.
—Días le de Dios patrón –saludó Hilario, cuando Abraham abrió la puerta.
Ya tenía listo también su caballo, un purasangre chileno que le regaló Abraham cuando se acompañó con Chana, hacía unos años, y con la cual aun no había podido tener hijos hasta ese día, por culpa del maleficio que le hizo una prostituta hondureña cuando le contó entre besos y tragos de aguardiente que ya tenía mujer a su cargo
Abraham regresó de orinar donde siempre lo hacía, al pie de un palo de Jícaro que estaba atrás de la casa cerca del piñal.
En ese momento arreció la lluvia y debió apresurarse hasta el corredor de la casa a traer el capote militar que le había regalado el Juez de paz que era amigo suyo, y sin pensarlo mucho se cubrió con él y se dirigió a Canaire.
Hilario no necesitaba invitación, el era la sombra de Abraham, aun en los días más grises, se había ganado ese lugar a fuerza de trabajo, lealtad y plomo en algunas escaramuzas con asaltantes de camino.
Tenía un reluciente revólver Smith & Hueso Cañón largo, que le había regalado Martina Fuentes, la madre de Abraham, para que lo cuidara en sus largos viajes de comerciante.
Hilario era capaz de descular una botella al primer disparo, pasando la bala por la boquilla sin tocarla;  a veces, por probar la pistola, mataba al vuelo algún gorrión que encontraba succionando el néctar de las campanillas moradas que colgaban a orillas del camino cuando el mes de los finados llenaba los cementerios de pueblerinos, no era cuestión de práctica, ni siquiera se molestaba en apuntar, lo hacía por inercia era una especie de don.
Abraham disparaba bien, no como Hilario  claro, pero mucho mejor que Esteban, su otro hombre de confianza, un tipo robusto que prefería arreglar las cosas con sus puños y tenía hijos regados en todas partes, además de los siete que le esperaban en la casa. Lo cierto es que cuando sacaba la pistola y disparaba, ya Hilario se había despachado a la mayoría de bandoleros.
Ese día, el viaje no era largo ni peligroso, quizá unas cuantas leguas pero la pistola era algo que nunca olvidaban; era mejor tenerla en el cinto y no ocuparla, a necesitarla y no tenerla.
—¿Dejaste ordenado todo en la hacienda?
—Si patrón así como a usté le gusta, ya las vacas están ordeñadas y también se apartó la leche para que beban los cipotes que están estudiando. —respondió mientras veía con malicia a Esteban.
Por deseo de Abraham se dejaba un poco de leche para la gente pobre, que llegaba a pedir por el amor de Dios una tacita de misericordia, para sus hijos o para algún familiar convaleciente. Buena parte de esa leche terminaba en las tazas de los hijos regados de Esteban.
Lo mismo pasaba con las frijoleras y con el maíz, pero a él nunca le hizo falta aquello. Siempre decía: así no tienen que pecar robando.
Los tres jinetes avanzaban con lentitud bajo la lluvia, que parecía no querer hacerle las cosas fáciles esa mañana.
Los cascos de las bestias se hundían en el barrizal de las veredas, caminos angostos abriéndose apenas para dejar pasar una carreta; siempre con piñales de afilados colmillos a ambos lados y palos de jiote para hacer las cruces de mayo.
Abraham había tomado la decisión de que ese día sin importar el temporal, regresaría a Canaire a pedir la mano de Dalia.
Cuando llegaron, el sol aun no se dejaba ver cubierto con los satines del invierno.
Julia los vio llegar y sintió que el corazón le daba un vuelco
—¿Querrá más totopostes? —Se mintió nerviosa.
No esperaba aquella visita tan importante, y menos en un día tan malo como ese.
Su intuición infalible le gritaba con pálpitos angustiosos cual era el motivo de aquella visita, lo había sabido desde que le vendió los totopostes hacia algunos meses.
<<Dalia… >> —suspiró.
Dalia había ido donde don Beto en una tregua del temporal a fiar maíz para los totopostes, el viejo sinvergüenza no perdía ocasión para decirle lo bonita que era y que si ella quería podía quedarse a vivir en su casa.
Ella se ponía colorada de ira, y le daban ganas de mentarle las cincuenta mil, pero era aquel un tendero chambroso como la mayoría de los hombrecillos que se dedican a tan aburrido oficio y si le decía a su madre que lo había puteado le iba a dar una paliza de esas que la dejaban casi muerta.
— Vos no le prestes oído, don Beto es un caso perdido, —Le  había aconsejado don Fernando Saravia, pero ya tendré ocasión yo para hablar con el…
Efectivamente así lo hizo, y quien sabe que le dijo, pero don Beto no volvió a decirle nada a Dalia.
Julia, los veía acercarse.
¿Sería posible que fuera a emparentar con la familia más rica del mundo conocido por ella?
No dudaba de la belleza de su hija; aunque pobres, en su familia nunca habían faltado mujeres bellas, ella misma era muy bonita, si bien, maltratada por la vida y el trabajo duro.
Hilario y Esteban se quedaron bajo la enramada del horno totopostero, donde aun ardían algunas brasas, platicando de lo bien que les había ido con la venta de puros esos días.
—Cuando llueve a la gente le da por umar mas –dijo Esteban.
—Entonces que llueva mas – respondió Hilario mientras ofrecía su puro a Esteban.
El fortachón, tomó el chiriquí, con la yema de los dedos índice y pulgar succionando largo y despacio.
Abraham saludó frente a la puerta abierta de aquella casucha que bien podía prescindir de ella.
—¡Buenos días le de Dios niña julia!
—Buenos días don Abran – respondió ella asomándose a la puerta limpiándose las manos en el delantal.
Su sombrero  escurría agua sobre el capote y este hasta las botas de cuero importado, pero por dentro, el cuerpo se mantenía seco, al menos en las partes vitales.
—Pase adelante.
—Gracias –dijo Abraham, quitándose el sombrero y el capote,  poniéndolo sobre un tronco que servía de banco al lado de la puerta de la casa.
Julia tomó el capote y lo colgó en un bahareque que sobresalía de la pared, y le acercó una silla para que se sentara. Le ofreció tambien una manta bastante gastada pero muy limpia para que se secara el rostro y el cabello, Abraham percibió olor a jabón de aceituno y agua del Cantilón.
Julia, mientras tanto fue a la cocina y sirvió un poco de Atol de maíz tostado en un cuenco de Jícaro.
Decimos fue a la cocina, pero la verdad es que todo estaba muy cerca en aquella pequeña casa. La cocina, la sala, la mesa con dos sillas, el tapesco y la olla con agua fresca; todo estaba dentro del mismo cuarto, solamente la cama donde dormía Dalia  estaba detrás de una especie de biombo elaborado con varitas de castilla, allí estaba también el cajón donde guardaban la ropa.  Julia dormía en una hamaca que quitaba cada día para que hubiera más espacio y que quedaba justamente donde ahora estaba Abraham sentado.
No le preguntó si quería atol o no, simplemente lo puso en sus manos.
<<Quien quiere dar no pregunta>>
Abraham agradeció el gesto y devolvió la manta con amabilidad.
Julia se sentó luego en la otra silla y sonrió:
—¿A qué debo el gusto de su visita? –preguntó ocultando bastante bien su nerviosismo.
—Verá usté… yo soy un hombre de negocios y viajo bastante, y con todo el trabajo que tengo en la hacienda,  no me ha quedado mucho tiempo para pensar en mi vida personal, es decir en casarme.
—Si, así me he fijado –dijo Julia.
—Pero el otro día cuando vine a comprarle, totopostes, y conocí a Dalia, su hija, yo he pensado mucho en eso.
—Ajá – murmuró ella
Hubo un silencio incomodo para ambos después del cual por fin se armó de valor para decirle:
—¡He quedado prendado de ella, y quiero pedirle su mano en matrimonio!
El corazón de Julia palpitó con fuerza, el de Abraham estaba detenido.
—Me parece que es usted un buen hombre, y puedo asegurarle que Dalia es una muchacha honesta, yo misma me he encargado de educarla bien y desde que murió mi esposo nada le ha faltado, aunque sea humildemente; sin embargo no esperaba que usted se fijara en ella…
—Niña Julia, usté sabe que el corazón no es mandado, y que Dios pone los medios cuando ya quiere que uno se formalice. Yo cuando vine aquella vez no esperaba tampoco que fuera a encontrar aquí la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida.
Julia pensó lo conveniente que era para su hija y para ella aquella unión; pero sabía el riesgo de casar una muchachita pobre con un hombre rico, posiblemente sufriría menosprecio de su familia, sin tomar en cuenta la multitud de mujerzuelas interesadas en un hombre adinerado… calumnias, chismes, intrigas etc.
Obviamente no conocía a Abraham ni la sinceridad del amor que había nacido en él, además de ser un hombre “como Dios manda”
Cuando Dalia regresó, justo antes que se secara la escupida en el suelo de tierra, se encontró a Hilario y Esteban fumando debajo de la ramada que cubría el horno, ellos dejaron de platicar y la observaron por un momento antes de saludarla.
¡Era bella!
—Demasiado flaca—dijo Esteban –Y continuaron fumando.
Ella sintió un hormigueo en la barriga, cuando vió en la puerta la pistola con cacha de marfil y el capote militar.
Dentro estaba el mismo señor elegante, vestido de domingo y hablando con su madre.
Julia se dio cuenta que su hija había regresado y la llamó, pidiéndole amablemente que se sentara en un taburete al lado suyo en una aparente invitación a la plática.
¡Ella estaba aterrorizada! y con razón si nunca la invitaban a sentarse para conversar con las visitas.
Abraham se puso de pie y respondió su saludo mostrando una sonrisa de dientes perfectos, algo muy raro en aquellos lugares de magalla y problemas resueltos a fuerza de trompadas.
Dalia se acomodó con las manos fuertemente entrelazadas entre las rodillas; el cabello y su ropa estaban casi empapados por la llovizna,  sin importar que hubiera corrido aprovechando los claros del temporal cubriéndose con una ancha hoja de plátano.
— El es don Abraham Reyes, te vas a casar con el —disparó a quemarropa Julia, sin siquiera esperar a que Dalia estuviera bien sentada.
—Si usted así lo desea,  claro—agregó Abraham, un poco apenado por el lenguaje directo de Julia.
Dalia miró a su madre sonrojándose, y con timidez atisbó en los ojos de Abraham un destello de su alma; luego inclinó su cabeza un momento; no para pensar, sino para darse un respiro y recordar cómo se hablaba, porque se había quedado muda con la idea de casarse.
¡Ella ni siquiera sabía para que se casaba la gente!
—Como usted diga mamá —respondió.
—Le ruego doña Julia que me permita, cortejar a Dalia –dijo Abraham.
El era ya un hombre maduro y podía comprender que aquella muchachita nada sabía de cosas del corazón, y que había aceptado la propuesta por dos razones: por obediencia y porque confiaba en su madre.
El no pensaba casarse con ella sin antes ganarse su amor.
—Tiene usted mi permiso, y mi bendición.
No es que ella estuviera apresurada en casar a su hija;  pero era mejor que se casara bien y ahora a que después se fuera a acompañar con algún borracho de esos que mueren  en las cantinas en pleitos estúpidos sin avisarle a su mujer para que estuviera preparada.
Abraham extendió un paquete envuelto en papel de empaque a Dalia
—Le ruego acepte este presente, como una pequeña muestra de todo lo que usted hace sentir en mi corazón.
Ella vio a su madre, Julia sonrió y Dalia extendió sus preciosas manos para tomar el paquete.
—Muchas gracias don Abran –dijo con dulzura.
Más tarde cuando Abraham se retiró, Julia y Dalia, mas como amigas que como madre e hija abrieron el paquete con la curiosidad a punto de materializarse.
Era un vestido de seda que habría costado todo dinero que Julia cobraría en su vida vendiendo totopostes; había también una cinta para el cabello, un pañuelo, medias y un par de zapatos de princesa, así como los de las historias que contaban.
Abraham siguió llegando en las tardes después de terminar los trabajos en la hacienda; era sumamente cortés y detallista con Dalia; cada día llevaba entre la chaqueta obsequios para la joven, a veces perfumes o talcos, guardapelos, peinetas de Nácar con borde de oro o algún  pequeño detalle.
Julia, ponía dos sillas dentro de la casa, para que platicaran mientras ella fingía hacer algún trabajo, a suficiente distancia como para que tuvieran privacidad, pero no tanta como para no oír.
Ya la había aconsejado bien sobre lo que puede y no puede hacer una muchacha que se respeta.
Así pasaron los días.
Dalia no era de muchas palabras, pero Abraham sabia arrancárselas de vez en cuando, y muy rara vez una sonrisa en aquel rostro angelical.
Ella había aprendido a sonreír cuando le veía asomar por el camino, siempre acompañado de sus fieles escuderos, con el corazón a punto de salírsele del pecho.
Lo esperaba muy seria parada frente al camino, y comenzaba a sentir que le faltaba la respiración, cuando por alguna razón o problema él no llegaba a recitarle un poema,  que muchas veces era plagiado de quien sabe que famoso escritor. Y de vez en cuando alguna serenata, acompañado por Esteban que tocaba la guitarra bastante bien, mientras Hilario fumaba recostado en el nacaspilo,  codiciando con sus ojillos de víbora a Julia, que a pesar de sus treinta y tantos maltratados años aun conservaba la belleza helena de las mujeres de su raza.
Julia la veía, parada frente al camino atisbando una y otra vez y percibía en sus ojos un brillo que le recordaba los suyos cuando llegaba Filiberto, el trovador, a la quebrada donde ella iba a lavar todos los días aunque no hubiera ropa sucia. El rio,  donde se amaban con desesperación, el rio, donde ella le dijo que estaba embarazada con miedo a verle desaparecer.
Cuando  su rostro se iluminaba con la más bella de las sonrisas terrenas, su madre sabía que había llegado el enamorado; entonces la llamaba y la mandaba  para la cocina;  de modo que el galán la encontraba siempre o haciendo algún oficio, porque un hombre tenía que ver que su futura esposa no era una holgazana.
Estaba siempre muy limpia, con su cabello lavado y oloroso a jabón de aceituno, amarrado con el listón rojo que él le había regalado, y con los zapatos de princesa… aunque se los quitara cuando él se iba porque le apretaban demasiado.
 Debieron pasar catorce meses para que se acostumbrara a ellos.
Una fresca tarde de noviembre, Abraham llegó como siempre a visitarla, se le veía bastante triste.
Dalia lo supo, ella había aprendido a leer el alma en sus ojos.
—Puede ser que pasen muchos días sin que venga a verte.
—¿Por qué?
—Debo ir a las Honduras –le dijo.
Ella sintió que la alegría se le salía por el pecho y le dejaba el corazón vacio, las “Honduras” se le hacia una palabra muy lejana.
—¿Dónde quedan las honduras? 
—Allá al otro lado de aquellas montañas azules que ves…
—¿Y porque va tan lejos?
—Allá pagan mejor el maíz, además el puro es barato, de buena calidad y se vende bien aquí.
—¿Y porque lo pagan mejor?
—Los catrachos no siembran maíz, así que deben comprarlo.
—Deberían ser un poco más trabajadores y sembrar… —pensó ella en voz alta.
Abraham sonrió y dijo:
—Si, ellos si siembran, pero siembran banano y plátano, deberías ver alguna vez esas bananeras que se extienden hasta donde tus ojos pueden alcanzar y mas allá.
En efecto las bananeras se extendían por kilómetros y kilómetros y a veces tardaban dos días o tres en pasarlas de lado a lado antes de llegar a Santa Rosa de Copán.
Por el camino en ocasiones rarísimas se atravesaba un cerdo montes o un tapir, animales amantes del dulce sabor de los plátanos que comían con avidez de las chácaras que el viento botaba. Otras veces oían el rugido de algún leopardo, o aullidos de coyotes en las tardes; entonces hacían disparos al aire para ahuyentarles.
— ¿Y cuanto tiempo se va a estar allá?
—Quizá un mes, o un poco más.
—Piense en mí siempre…
—¿Cómo podría pasar un día sin pensar en ti? ¡si cada latido de mi corazón dice tu nombre!
Ella no dijo nada, pero le miró a los ojos arqueando las delgadas cejas sorprendida por todas las palabras bonitas que le decía.
Abraham era un caballero y hasta ese día nunca le había rozado ni la punta de los dedos; pero esa tarde había algo en el ambiente, así que con sus manos tomó las de Dalia, tan perfectas, tan bellas como palomas, aunque maltratadas por el trabajo.
Ella quiso soltarse recordando los consejos de su madre, pero ya Abraham había puesto los labios en su boca.
El tiempo pareció detenerse.
Para ellos, nada mas importaba, ni siquiera oyeron el plato que se cayó de las manos de Julia en el lavadero.
Abraham sintió en sus labios la frescura del Jaraguá y cerró los ojos para imaginarse flotando en las ánimas  bajo la luz de la luna.
Dalia creyó que estaba soñando, nunca nadie la había besado, aquella caricia era nueva para ella, era suave y húmeda pero a la vez sentía que las mariposas se detenían en su estomago  para llevar su acelerado corazón  hasta el mismísimo cielo donde comenzaría la edificación de aquel hermoso sueño que nadie podría arrebatarle.
Aquel beso sería el primero de muchos hasta el último aquella mañana de octubre antes de irse a morir en la quebrada casi de cien años.
—Por una mirada el cielo, por un beso tuyo… mi vida entera –dijo él recitando mal algún poema que leyó en el almanaque.
Dos lágrimas rodaban por las mejillas de Dalia, mientras veía a Abraham sin decir una palabra.
¿Qué podía decirle? ella no sabía nada de poemas, ¡ella era el poema!
Así pasaron largo rato, viéndose sin decir nada hasta que Dalia sonrió y dijo:
—Ahora si me va a matar mi mamá.
Abraham se despidió y prometió que cuando regresara del viaje se casarían.
Julia lo había visto todo, y había llorado en secreto también.
Más tarde, Dalia había tenido que confesarle todo a su madre cuando esta vió el manojo de nervios en que se había convertido.
Se le caían las cosas de las manos y rehuía a su mirada, además de que estaba más distraída de lo que ya era.
—¿Hay algo que me quieras contar? –pregunto con la malicia del que ya lo sabe todo.
—¡Mamá estoy embarazada! ¡Abran me besó antes de irse para las Honduras…! –respondió soltando el llanto.
Julia, apretó los labios para contener la risa y por primera vez  se dio cuenta que nunca había hablado con Dalia de mujer a mujer, siempre la había visto como su hijita pequeña, el ultimo recuerdo de aquel trovador que dieciséis años atrás le había propuesto fugarse con el ante la negativa de sus padres que esperaban casar a su hija con un hombre de bien y no con un mujeriego borracho que se ganaba la vida cantando en las fiestas de pueblo en pueblo.
Su hija se había convertido en una bella mujer, como ella lo fuera muchos años atrás, y con esa bella mujer se sentó a hablar largamente sobre todo lo que debía saber.


Descargar novela completa PDF EPUB

No hay comentarios:

Publicar un comentario