El
llamado de la sangre
Cuando Gregorio Reyes pasaba para su trabajo, todos los días se encontraba, con un muchachito negrito de ojos verdes, que juntando sus manitas le saludaba.
—¡Bendito papa Goyo!
—Dios te bendiga
–contestaba a secas.
—Buenos días don Gregorio,
saludaba Dalia, que estaba por allí cerca siempre haciendo alguna cosa.
Él pasaba de largo sobre
su caballo sin contestar, para él era lo mismo que una vaca lo hubiera
saludado.
Pero los días no pasan en
vano y el llamado de la sangre es fuerte;
claro como habrán adivinado, no
era casualidad, que aquel niño estuviera siempre a la orilla del camino, todos
los días a la misma hora que Gregorio pasaba.
Julia había planeado todo.
Ella sabía que no existe llave más certera que el amor de un nieto para abrir
el corazón de cualquier abuelo, además Rogelio tenía derecho de disfrutar a su
familia, más allá de los problemas que tuvieran los mayores.
Y eso fue lo que pasó;
porque cuando por alguna razón, el niño no estaba Gregorio lo buscaba con la
mirada y sus ojos terminaban siempre en la casa de volcancillo.
Con el paso del tiempo, no
solo contestaba el saludo de su nieto sino también el de su nuera, y además se
tomaba el trabajo de desmontar su caballo y sentarse a José Rogelio en las
piernas para conversar sobre cualquier tontera que a un niño se le puede
ocurrir. Entonces Dalia, muy bien aconsejada, aprovechaba y se acercaba.
—¿No quiere pasar a
tomarse un cafecito con Abran?
—No, yo ya comí en mi
casa.
Ella no insistía, pero
andando el tiempo, comenzó a pasar por la casa de Volcancillo a beberse ese
café con Abraham y de un café a otro café, se le hizo costumbre desayunar en
casa de su hijo, con aquel nietecito que lo abrazaba y lo besaba mientras hacia
una y mil cabriolas frente a él sin parar de hablar.
—Papa Goyo lléveme con
usted – le decía José Rogelio cuando se marchaba y se quedaba llorando a mares.
No, no es que Gregorio no
tuviera más nietos, lo que pasaba es que este nietecito era igualito a él, y
tenía los ojos de su esposa que tanto amaba, además era el único que lloraba
cuando él se iba…
Cierto día Gregorio subió
a José Rogelio al caballo y lo llevó a su casa.
—Este es José Rogelio, tu
nieto
—¡Bendito mamá Tina!
—Dios te bendiga –Contestó
con frialdad glaciar Martina.
No hacía falta aquella
presentación, el niño era idéntico a su marido, y tenía sus ojos.
Rogelio, corrió y se
abrazó de sus piernas, ella sintió que el corazón se le arrugaba como una hoja
de papel y lo tomó en sus brazos para cargarlo y llenarlo de besos. ¡Era el
hijo de Abraham su primogénito! entonces recordó a Dalia y a su madre y
comprendió en un segundo, como se habían ganado a su marido…
<<¡Eran unas zorras
que se habían aprovechado de aquel pobre niño!>>
Las aborreció todavía más,
y dándole el niño a una sirvienta ordenó:
—¡Denle algo de comer, y
consíganle algunas golosinas, es el hijo de Abran!
Las sirvientas se
deshicieron en atenciones con aquel niño, y todas se peleaban por cargarlo,
ellas querían mucho a Abraham.
—¡Ya te curaron a vos
también las mujerzuelas esas!
—¿Qué tienen que ver
ellas? ¡yo traigo a mi nieto!
—¡No quiero que lo traigas
más, no es bienvenido en esta casa!
—¡Estoy en mi derecho, si
quiero lo voy a traer! – se atrevió a retarla por primera vez en su vida
Gregorio.
Martina, no dijo nada,
¡estaba sorprendida, su esposo nunca le había hablado con ese tono! se limitó a
verlo con furia y dando media vuelta lo dejó solo en la sala de la casona.
Todos aquellos problemas
señalaban en su mente dos culpables:
Julia y su hija. Acrecentando el rencor y desprecio que sentía por
ellas.
¡Ellas tenían la culpa de
todo!
No tardó en averiguar con
la ayuda de Heraclides, que Gregorio pasaba todos los días por la casa de
Abraham comiendo, y no solo eso sino también que se había hecho muy amigo de
las “totoposteras”.
Fue el acabose.
Un día, cuando Gregorio
regresó de trabajar encontró sus cosas en el corredor de la casa.
Como Gregorio era un
hombre tranquilo, pensó que aquello eran cosas del enfado y que después de un
tiempo se le pasaría a su mujer aquel arrebato de locura, así que se acomodó en
el corredor lo mejor que pudo y allí pasó un invierno y un verano.
Nunca más volvería a
dormir al lado de su esposa. El orgullo suele ser en algunos casos más fuerte
que el amor.
Y aunque Martina lloraba
en la soledad de sus noches, no estaba dispuesta a compartir su cama con su
marido, hasta que dejara aquella enfermiza amistad con las “totoposteras”
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