miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 15


El llamado de la sangre

Gregorio Reyes Oleo impasto hombre montado a caballo con sombrero

Cuando Gregorio Reyes pasaba para su trabajo, todos los días se encontraba, con un muchachito negrito  de ojos verdes, que juntando sus manitas le saludaba.
—¡Bendito papa Goyo!
—Dios te bendiga –contestaba a secas.
—Buenos días don Gregorio, saludaba Dalia, que estaba por allí cerca siempre haciendo alguna cosa.
Él pasaba de largo sobre su caballo sin contestar, para él era lo mismo que una vaca lo hubiera saludado.
Pero los días no pasan en vano y el llamado de la sangre es fuerte;  claro  como habrán adivinado, no era casualidad, que aquel niño estuviera siempre a la orilla del camino, todos los días a la misma hora que Gregorio pasaba.
Julia había planeado todo. Ella sabía que no existe llave más certera que el amor de un nieto para abrir el corazón de cualquier abuelo, además Rogelio tenía derecho de disfrutar a su familia, más allá de los problemas que tuvieran los mayores.
Y eso fue lo que pasó; porque cuando por alguna razón, el niño no estaba Gregorio lo buscaba con la mirada y sus ojos terminaban siempre en la casa de volcancillo.
Con el paso del tiempo, no solo contestaba el saludo de su nieto sino también el de su nuera, y además se tomaba el trabajo de desmontar su caballo y sentarse a José Rogelio en las piernas para conversar sobre cualquier tontera que a un niño se le puede ocurrir. Entonces Dalia, muy bien aconsejada, aprovechaba y se acercaba.
—¿No quiere pasar a tomarse un cafecito con Abran?
—No, yo ya comí en mi casa.
Ella no insistía, pero andando el tiempo, comenzó a pasar por la casa de Volcancillo a beberse ese café con Abraham y de un café a otro café, se le hizo costumbre desayunar en casa de su hijo, con aquel nietecito que lo abrazaba y lo besaba mientras hacia una y mil cabriolas frente a él sin parar de hablar.
—Papa Goyo lléveme con usted – le decía José Rogelio cuando se marchaba y se quedaba llorando a mares.
No, no es que Gregorio no tuviera más nietos, lo que pasaba es que este nietecito era igualito a él, y tenía los ojos de su esposa que tanto amaba, además era el único que lloraba cuando él se iba…
Cierto día Gregorio subió a José Rogelio al caballo y lo llevó a su casa.
—Este es José Rogelio, tu nieto
—¡Bendito mamá Tina!
—Dios te bendiga –Contestó con frialdad glaciar Martina.
No hacía falta aquella presentación, el niño era idéntico a su marido, y tenía sus ojos.
Rogelio, corrió y se abrazó de sus piernas, ella sintió que el corazón se le arrugaba como una hoja de papel y lo tomó en sus brazos para cargarlo y llenarlo de besos. ¡Era el hijo de Abraham su primogénito! entonces recordó a Dalia y a su madre y comprendió en un segundo, como se habían ganado a su marido…
<<¡Eran unas zorras que se habían aprovechado de aquel pobre niño!>>
Las aborreció todavía más, y dándole el niño a una sirvienta ordenó:
—¡Denle algo de comer, y consíganle algunas golosinas, es el hijo de Abran!
Las sirvientas se deshicieron en atenciones con aquel niño, y todas se peleaban por cargarlo, ellas querían mucho a Abraham.
—¡Ya te curaron a vos también las mujerzuelas esas!
—¿Qué tienen que ver ellas? ¡yo traigo a mi nieto!
—¡No quiero que lo traigas más, no es bienvenido en esta casa!
—¡Estoy en mi derecho, si quiero lo voy a traer! – se atrevió a retarla por primera vez en su vida Gregorio.
Martina, no dijo nada, ¡estaba sorprendida, su esposo nunca le había hablado con ese tono! se limitó a verlo con furia y dando media vuelta lo dejó solo en la sala de la casona.
Todos aquellos problemas señalaban en su mente dos culpables:  Julia y su hija. Acrecentando el rencor y desprecio que sentía por ellas.
¡Ellas tenían la culpa de todo!
No tardó en averiguar con la ayuda de Heraclides, que Gregorio pasaba todos los días por la casa de Abraham comiendo, y no solo eso sino también que se había hecho muy amigo de las “totoposteras”.
Fue el acabose.
Un día, cuando Gregorio regresó de trabajar encontró sus cosas en el corredor de la casa.
Como Gregorio era un hombre tranquilo, pensó que aquello eran cosas del enfado y que después de un tiempo se le pasaría a su mujer aquel arrebato de locura, así que se acomodó en el corredor lo mejor que pudo y allí pasó un invierno y un verano.
Nunca más volvería a dormir al lado de su esposa. El orgullo suele ser en algunos casos más fuerte que el amor.
Y aunque Martina lloraba en la soledad de sus noches, no estaba dispuesta a compartir su cama con su marido, hasta que dejara aquella enfermiza amistad con las “totoposteras”

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