miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 14


José Rogelio.
José Rogelio Reyes Marquina, niño envuelto en mantas oleo impasto



Un día antes de navidad, las mujeres habían hecho tamales de gallina, muchos de los cuales estaban en grandes ollas que burbujeaban sobre cocinas improvisadas en el suelo. Abraham, había encendido una gran hoguera con madera y chiriviscos que crujían como petardos.
Un grupo de niñas jugaban a luz de aquella fogata:
—¿Sol y sol?
—¡La luna mayor!
Allá se ponía Gladis, Angélica y Estela; luego, Thelma decía
—¿En qué caballo te querés venir?
—¡En el que mande mi rey señor!
Cada una de ellas se había puesto un nombre de caballo al principio del juego: Kamalikú, Jabalí, Lirio, Pavita…
—¡Me quiero ir en Kamalikú!
—¡Me quiero ir en Jabalí!
Quienes oían su nombre caballar, debían enlazar sus manos como una sillita y pasear al jinete que los había escogido alrededor de la fogata, y así se turnaban…
Pero él, notó extrañado que había un chico que no jugaba con ellas, estaba sentado a un lado y lloraba sin sosiego.
— ¿Por qué lloras?
—Porque no juegan conmigo
—¿Y cuál es tu nombre?
—José Rogelio.
Abraham, despertó sobresaltado, y comprobó que aun no amanecía, el primer gallo que despertaba al Tizate todavía dormía con la cabeza entre el plumaje y las patas bien afianzadas en  la rama más alta del árbol de carao.
Hizo lo posible por no molestar a Dalia y salió a tientas a orinar fuera de la casa. Cuando abrió la puerta, después de palpar con la yema de los dedos un par de agujeros, pudo ver en el horizonte los destellos de algunos relámpagos que de vez en cuando rompían el velo de total oscuridad con que se arropaba la noche. “a lo mejor llueva antes del medio día, habrá que aprovechar para ir a pescar en la mañana”
También estaba en el medio del patio la lucecita azul que como una luciérnaga siempre encendida le invitaba a seguirle quien sabe a dónde desde el día que murió su abuelo.
¿Qué misterio escondía aquello?
Nunca había hablado con nadie sobre el asunto.
Canelo, levantó la cabeza al abrirse la puerta y tras comprobar que se trataba de su amo, volvió a enrollarse y siguió durmiendo en el corredor.
Cuando Abraham regresó a la casa aliviado, encontró a Dalia que lo miraba desde la hamaca. Había encendido el candil.
—¿Tuviste una pesadilla?
—No, no fue una pesadilla, fue un sueño extraño, soñaba que era Nochebuena y unas niñas jugaban, y me sorprende porque sabía los nombres de ellas… pero mejor te lo contaré todo mañana, por hoy tratá de dormir un poco.
—No puedo dormir, me siento desesperada…
—Hacé un esfuerzo, el desvelo no te hará bien,
Abraham la abrazó con mucho cariño y le dio un beso en la frente mientras disfrutaba el olor de su cabello y le acariciaba el vientre.
—Procurá dormir –le dijo— y se recostó un momento sobre el fresco petate de su cama sin dejar de verla.
Su sombra se movía de un lado a otro siguiendo la llama del candil y cuando hubo cerrado solo por un segundo los ojos escuchó que el gallo cantaba, ¡pero Dalia ya no estaba frente a él en la hamaca! recorrió con la vista el cuarto  y la encontró sentada en la silla mecedora, se levantó y comprobó con satisfacción que había logrado quedarse dormida.
Apenas había clareado el día cuando Dalia sintió como un retortijón que iba y venía, una contracción que cada vez se hacía más fuerte y se le regaba hasta la espalda, pero de momento no le dijo nada a Julia, su madre y trató de hacer el oficio de la casa, como si nada.
Su madre sabía que el tiempo se había cumplido y se estaba quedando con ellos desde hacía unos quince días en la quesería, la cual habían acondicionado para ella.
Estaba contenta pero también preocupada, ¡la hora había llegado! sin embargo; ese día la dejó trabajar, porque era bueno para acelerar el parto y ayudarle a sobrellevar mejor los dolores.
Dalia, aun con las molestias se empecinó en lavar los platos del desayuno, limpiar las telarañas, y sacar la ropa sucia, pero cuando se disponía a hacerlo, el dolor se hizo más fuerte, el estomago se le endureció y un chorro de agua comenzó a correr por sus piernas; para entonces, Chana iba corriendo por la vereda a llamar a Fidelia, la partera del pueblo, porque Liborio había ido en esos días a una convención de médicos en Guadalajara, y aunque hubiera estado, Julia prefería  a aquella comadrona de quien se decía había atendido los partos de los más pobres desde que existía el cantón Tizate. Había llegado hacia mucho desde Santa Ana sin decir nunca porqué.
Julia sirvió una infusión de canela en una taza de cristal cortado, (que lejos parecían ahora aquellos días en que bebían en recipientes de jícaro) que serviría para acelerar el parto, pero no se lo dió hasta que le dijeron que ya la partera estaba subiendo la cuesta pujando con cada paso que daba. Debajo de la hamaca había un charco de agua con olor a lejía.
Fidelia no cobraba, sino que dejaba sus honorarios a la buena conciencia de la gente, es decir lo que le quisieran dar. Eso sí, siempre exigía que el marido de la paciente, si es que lo había, le tuviera un poco de guaro y algo de magalla, para no perder el valor.
Llegó con prisa pero sin correr y preguntó
—¿Dónde están la enferma?
—Aquí está en la hamaca –respondió Julia.
—Calienten agua y consígame siete mantas limpias, y ponga a calentar un cuchillo en la brasa. –Ordeno a Julia y esta a la sirvienta- y llamen al marido.
El marido, había ido a pescar al rio que no quedaba muy lejos, con Hilario y Esteban, se habían llevado las atarrayas que elaboraba el esposo de Clara; porque querían aprovechar que habían crecidas por las tormentas en Honduras, aquellos destellos que vio más allá de la serranía en el horizonte así lo anunciaban.
A buena mañana, con la primera luz del día habían salido optimistas aunque Abraham se marchó un poco preocupado porque Dalia no había dormido en toda la noche y se pasaba de la hamaca para la silla y de la silla para la cama, y así hasta que amaneció.
Chana corrió al rio a hablarles.
—¡Don Abran, la patrona está a punto de parir, vengase luego!
Abraham tiró la atarraya y con el cumbo aun en la cintura corrió como nunca en dirección de su casa.
Esteban la recogió llena de peces.
Al llegar, se quedó un momento en el corredor sin decidirse a entrar, oyendo el sufrimiento de su mujer, pero en cuanto lo vieron lo llamaron para que entrara, la presencia del padre era vital para fortalecer los lazos familiares.
Sintió que la sangre se le helaba en las venas, pero después de todo aquello era “algo natural” – se decía para envalentonarse.
Cuando entró en la casa sus ojos se cruzaron con los de Dalia, estaba asustada, pero le sonrió, y se hizo la valiente.
Fidelia sin decir nada le señalo un banco gruñendo para no soltar la magalla, él entendió que debía de sentarse.
Sobre el banco habían colocado un petate, con un extremo en el suelo. Fidelia y Julia tomaron de los brazos a Dalia y la sentaron en sus rodillas.
—¡Abrácela por encima del vientre, debajo de las chiches y sujétela bien! –ordenó Fidelia.
Chana y Julia tomaron luego los extremos del petate que estaban en el suelo y lo levantaron, Dalia se sentía con sueño, como desmayada, los dolores  habían desaparecido de momento
—¡El próximo dolor que te venga mamita pujá con todas tus fuerzas!
Ella se agarró con firmeza del cabello de Abraham, y Fidelia comenzó a masajear el estomago de Dalia, quién sintió que los dolores le regresaban y gritó casi arrancándole el pelo a su marido.
—¡No grite mamaíta mejor puje, dele, dele, puje, fuerte, más fuerte!
Abraham estaba al borde del desmayo, sentía como la sangre le corría por las piernas y rodillas hasta los zapatos de cuero volteado, las manos le temblaban por el nerviosismo, ¡aquello no era como agarrarse a balazos con cualquier bandolero!
—¡Nunca más, nunca más! –pensaba Dalia. Y se lo siguió repitiendo nueve veces, a lo largo de su vida
—¡No! ¡No chille haga fuerza, fuerza, que ya se le ve la cabeza a este cipote!
Dalia sintió que le abrían las costillas, las caderas y todos los huesos. Dio un grito, largo, como si fuera el último grito de su vida, como si se le desprendiera, el alma.
Hubo un momento de silencio y de paz para Dalia que fue interrumpido por el llanto de su hijo.
—¡Varón! –gritó Fidelia mientras le cortaba el ombligo con el cuchillo al rojo vivo y le hacia un rápido pero eficaz nudo.
El niño lloraba con fuerza, mientras apuñaba con furia sus pequeñas manos, Fidelia se lo entregó poniéndolo sobre su pecho con suavidad, ella lo abrazó emocionada y después que lo besara y le hablara con mucho amor la criatura se tranquilizó. Entonces fue Dalia la que comenzó a llorar, lo veía y seguía llorando.
Fidelia con delicadeza se lo quitó para que Julia lo limpiara con agua tibia y mantas limpias, debía también asegurarle el ombligo, con un doble nudo y terminar de prepararlo, luego se dirigió a Dalia que creía que ya había terminado todo.
—Un dolor mas mi niña, pero no tan fuerte, es necesario que salga la placenta.
Dalia pujo de nuevo y escucho la placenta que caía en una cubeta, seguida por un copioso sangrado que se detendría poco a poco después de quince días. Le dieron un té de hierbas que había preparado la matrona y la pasaron a la cama para que descansara,  Abraham la besó en la frente y la miró lleno de orgullo.
—¡Lo has hecho bien! –ella sonrió.
Afuera, había comenzado a llover, y fue necesario que Chana sacara una de las cruces de palma de coyol que el cura había repartido el domingo de ramos, la tiró en el suelo del patio y dijo una pequeña oración, para proteger la casa de los rayos.
Abraham caminó hasta el moisés de mimbre, donde Julia había colocado su retoño y lo tomó con miedo de lastimarlo, ¡era tan frágil!
—Se llamará José Rogelio –dijo.
—¿José Rogelio? – Se atrevió Chana a pensar en voz alta.
Abraham se volvió para verla con naturalidad sonriendo:
—El me lo dijo anoche.
Rogelio vino al mundo con el amanecer del séptimo día de Julio, y desde que nació, pasó lloviendo un mes con tres días y doce horas; a veces fuerte y a veces suave, pero sin cesar.
Las nubes se  empujaron unas contra otras y no dejaron que el sol se asomara a ver al crio. Tan oscuro se puso el cielo que hasta los venados bajaron de las montañas a los corrales de las vacas para buscar refugio.
—¡Que nadie vaya a matar un venado! –ordenó Abraham- están ahora bajo mi protección.
Desde entonces, hasta que los tiempos cambiaron, siempre hubo en casa de los Reyes algún venado comiendo junto con el ganado en la época de los grandes aguaceros.
Rogelio era de piel oscura como Gregorio, pero tenía los ojos verdes de Martina.

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