José
Rogelio.
Un día antes de navidad,
las mujeres habían hecho tamales de gallina, muchos de los cuales estaban en
grandes ollas que burbujeaban sobre cocinas improvisadas en el suelo. Abraham,
había encendido una gran hoguera con madera y chiriviscos que crujían como
petardos.
Un grupo de niñas jugaban
a luz de aquella fogata:
—¿Sol y sol?
—¡La luna mayor!
Allá se ponía Gladis,
Angélica y Estela; luego, Thelma decía
—¿En qué caballo te querés
venir?
—¡En el que mande mi rey
señor!
Cada una de ellas se había
puesto un nombre de caballo al principio del juego: Kamalikú, Jabalí, Lirio,
Pavita…
—¡Me quiero ir en
Kamalikú!
—¡Me quiero ir en Jabalí!
Quienes oían su nombre
caballar, debían enlazar sus manos como una sillita y pasear al jinete que los
había escogido alrededor de la fogata, y así se turnaban…
Pero él, notó extrañado
que había un chico que no jugaba con ellas, estaba sentado a un lado y lloraba
sin sosiego.
— ¿Por qué lloras?
—Porque no juegan conmigo
—¿Y cuál es tu nombre?
—José Rogelio.
Abraham, despertó
sobresaltado, y comprobó que aun no amanecía, el primer gallo que despertaba al
Tizate todavía dormía con la cabeza entre el plumaje y las patas bien
afianzadas en la rama más alta del árbol
de carao.
Hizo lo posible por no
molestar a Dalia y salió a tientas a orinar fuera de la casa. Cuando abrió la
puerta, después de palpar con la yema de los dedos un par de agujeros, pudo ver
en el horizonte los destellos de algunos relámpagos que de vez en cuando
rompían el velo de total oscuridad con que se arropaba la noche. “a lo mejor
llueva antes del medio día, habrá que aprovechar para ir a pescar en la mañana”
También estaba en el medio
del patio la lucecita azul que como una luciérnaga siempre encendida le
invitaba a seguirle quien sabe a dónde desde el día que murió su abuelo.
¿Qué misterio escondía
aquello?
Nunca había hablado con
nadie sobre el asunto.
Canelo, levantó la cabeza
al abrirse la puerta y tras comprobar que se trataba de su amo, volvió a
enrollarse y siguió durmiendo en el corredor.
Cuando Abraham regresó a
la casa aliviado, encontró a Dalia que lo miraba desde la hamaca. Había
encendido el candil.
—¿Tuviste una pesadilla?
—No, no fue una pesadilla,
fue un sueño extraño, soñaba que era Nochebuena y unas niñas jugaban, y me
sorprende porque sabía los nombres de ellas… pero mejor te lo contaré todo
mañana, por hoy tratá de dormir un poco.
—No puedo dormir, me
siento desesperada…
—Hacé un esfuerzo, el
desvelo no te hará bien,
Abraham la abrazó con
mucho cariño y le dio un beso en la frente mientras disfrutaba el olor de su
cabello y le acariciaba el vientre.
—Procurá dormir –le dijo—
y se recostó un momento sobre el fresco petate de su cama sin dejar de verla.
Su sombra se movía de un
lado a otro siguiendo la llama del candil y cuando hubo cerrado solo por un
segundo los ojos escuchó que el gallo cantaba, ¡pero Dalia ya no estaba frente
a él en la hamaca! recorrió con la vista el cuarto y la encontró sentada en la silla mecedora,
se levantó y comprobó con satisfacción que había logrado quedarse dormida.
Apenas había clareado el
día cuando Dalia sintió como un retortijón que iba y venía, una contracción que
cada vez se hacía más fuerte y se le regaba hasta la espalda, pero de momento
no le dijo nada a Julia, su madre y trató de hacer el oficio de la casa, como
si nada.
Su madre sabía que el
tiempo se había cumplido y se estaba quedando con ellos desde hacía unos quince
días en la quesería, la cual habían acondicionado para ella.
Estaba contenta pero
también preocupada, ¡la hora había llegado! sin embargo; ese día la dejó
trabajar, porque era bueno para acelerar el parto y ayudarle a sobrellevar
mejor los dolores.
Dalia, aun con las
molestias se empecinó en lavar los platos del desayuno, limpiar las telarañas,
y sacar la ropa sucia, pero cuando se disponía a hacerlo, el dolor se hizo más
fuerte, el estomago se le endureció y un chorro de agua comenzó a correr por
sus piernas; para entonces, Chana iba corriendo por la vereda a llamar a
Fidelia, la partera del pueblo, porque Liborio había ido en esos días a una
convención de médicos en Guadalajara, y aunque hubiera estado, Julia
prefería a aquella comadrona de quien se
decía había atendido los partos de los más pobres desde que existía el cantón
Tizate. Había llegado hacia mucho desde Santa Ana sin decir nunca porqué.
Julia sirvió una infusión
de canela en una taza de cristal cortado, (que lejos parecían ahora aquellos
días en que bebían en recipientes de jícaro) que serviría para acelerar el
parto, pero no se lo dió hasta que le dijeron que ya la partera estaba subiendo
la cuesta pujando con cada paso que daba. Debajo de la hamaca había un charco
de agua con olor a lejía.
Fidelia no cobraba, sino
que dejaba sus honorarios a la buena conciencia de la gente, es decir lo que le
quisieran dar. Eso sí, siempre exigía que el marido de la paciente, si es que
lo había, le tuviera un poco de guaro y algo de magalla, para no perder el
valor.
Llegó con prisa pero sin
correr y preguntó
—¿Dónde están la enferma?
—Aquí está en la hamaca
–respondió Julia.
—Calienten agua y
consígame siete mantas limpias, y ponga a calentar un cuchillo en la brasa.
–Ordeno a Julia y esta a la sirvienta- y llamen al marido.
El marido, había ido a
pescar al rio que no quedaba muy lejos, con Hilario y Esteban, se habían
llevado las atarrayas que elaboraba el esposo de Clara; porque querían
aprovechar que habían crecidas por las tormentas en Honduras, aquellos
destellos que vio más allá de la serranía en el horizonte así lo anunciaban.
A buena mañana, con la
primera luz del día habían salido optimistas aunque Abraham se marchó un poco
preocupado porque Dalia no había dormido en toda la noche y se pasaba de la
hamaca para la silla y de la silla para la cama, y así hasta que amaneció.
Chana corrió al rio a
hablarles.
—¡Don Abran, la patrona
está a punto de parir, vengase luego!
Abraham tiró la atarraya y
con el cumbo aun en la cintura corrió como nunca en dirección de su casa.
Esteban la recogió llena
de peces.
Al llegar, se quedó un
momento en el corredor sin decidirse a entrar, oyendo el sufrimiento de su
mujer, pero en cuanto lo vieron lo llamaron para que entrara, la presencia del
padre era vital para fortalecer los lazos familiares.
Sintió que la sangre se le
helaba en las venas, pero después de todo aquello era “algo natural” – se decía
para envalentonarse.
Cuando entró en la casa
sus ojos se cruzaron con los de Dalia, estaba asustada, pero le sonrió, y se
hizo la valiente.
Fidelia sin decir nada le
señalo un banco gruñendo para no soltar la magalla, él entendió que debía de
sentarse.
Sobre el banco habían
colocado un petate, con un extremo en el suelo. Fidelia y Julia tomaron de los
brazos a Dalia y la sentaron en sus rodillas.
—¡Abrácela por encima del
vientre, debajo de las chiches y sujétela bien! –ordenó Fidelia.
Chana y Julia tomaron
luego los extremos del petate que estaban en el suelo y lo levantaron, Dalia se
sentía con sueño, como desmayada, los dolores
habían desaparecido de momento
—¡El próximo dolor que te
venga mamita pujá con todas tus fuerzas!
Ella se agarró con firmeza
del cabello de Abraham, y Fidelia comenzó a masajear el estomago de Dalia,
quién sintió que los dolores le regresaban y gritó casi arrancándole el pelo a
su marido.
—¡No grite mamaíta mejor
puje, dele, dele, puje, fuerte, más fuerte!
Abraham estaba al borde
del desmayo, sentía como la sangre le corría por las piernas y rodillas hasta
los zapatos de cuero volteado, las manos le temblaban por el nerviosismo,
¡aquello no era como agarrarse a balazos con cualquier bandolero!
—¡Nunca más, nunca más!
–pensaba Dalia. Y se lo siguió repitiendo nueve veces, a lo largo de su vida
—¡No! ¡No chille haga
fuerza, fuerza, que ya se le ve la cabeza a este cipote!
Dalia sintió que le abrían
las costillas, las caderas y todos los huesos. Dio un grito, largo, como si
fuera el último grito de su vida, como si se le desprendiera, el alma.
Hubo un momento de
silencio y de paz para Dalia que fue interrumpido por el llanto de su hijo.
—¡Varón! –gritó Fidelia
mientras le cortaba el ombligo con el cuchillo al rojo vivo y le hacia un
rápido pero eficaz nudo.
El niño lloraba con
fuerza, mientras apuñaba con furia sus pequeñas manos, Fidelia se lo entregó
poniéndolo sobre su pecho con suavidad, ella lo abrazó emocionada y después que
lo besara y le hablara con mucho amor la criatura se tranquilizó. Entonces fue
Dalia la que comenzó a llorar, lo veía y seguía llorando.
Fidelia con delicadeza se
lo quitó para que Julia lo limpiara con agua tibia y mantas limpias, debía
también asegurarle el ombligo, con un doble nudo y terminar de prepararlo,
luego se dirigió a Dalia que creía que ya había terminado todo.
—Un dolor mas mi niña,
pero no tan fuerte, es necesario que salga la placenta.
Dalia pujo de nuevo y
escucho la placenta que caía en una cubeta, seguida por un copioso sangrado que
se detendría poco a poco después de quince días. Le dieron un té de hierbas que
había preparado la matrona y la pasaron a la cama para que descansara, Abraham la besó en la frente y la miró lleno
de orgullo.
—¡Lo has hecho bien! –ella
sonrió.
Afuera, había comenzado a
llover, y fue necesario que Chana sacara una de las cruces de palma de coyol
que el cura había repartido el domingo de ramos, la tiró en el suelo del patio
y dijo una pequeña oración, para proteger la casa de los rayos.
Abraham caminó hasta el
moisés de mimbre, donde Julia había colocado su retoño y lo tomó con miedo de
lastimarlo, ¡era tan frágil!
—Se llamará José Rogelio
–dijo.
—¿José Rogelio? – Se
atrevió Chana a pensar en voz alta.
Abraham se volvió para
verla con naturalidad sonriendo:
—El me lo dijo anoche.
Rogelio vino al mundo con
el amanecer del séptimo día de Julio, y desde que nació, pasó lloviendo un mes
con tres días y doce horas; a veces fuerte y a veces suave, pero sin cesar.
Las nubes se empujaron unas contra otras y no dejaron que
el sol se asomara a ver al crio. Tan oscuro se puso el cielo que hasta los
venados bajaron de las montañas a los corrales de las vacas para buscar
refugio.
—¡Que nadie vaya a matar
un venado! –ordenó Abraham- están ahora bajo mi protección.
Desde entonces, hasta que
los tiempos cambiaron, siempre hubo en casa de los Reyes algún venado comiendo
junto con el ganado en la época de los grandes aguaceros.
Rogelio era de piel oscura
como Gregorio, pero tenía los ojos verdes de Martina.
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