miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 11


La Boda
novia entrando a iglesia multitud de personas oleo impasto



Septiembre agonizaba; septiembre con sus fiestas patrias; septiembre con sus tambores y  odas a los próceres; septiembre, con sus lluvias matinales…
Las bandas musicales, recordaban las ancestrales marchas de las antiguas guerras libertarias y se difuminaban con cada legua que el viento volaba sobre las fértiles campiñas que alimentaban a los pueblos.
Los preparativos para la boda habían comenzado, Abraham alquiló una casa grande en el pueblo para hacer allí la celebración con un banquete de reyes.
Se mandaron invitaciones formales, escritas en papel lacrado a las personas que sabían leer; para todos los demás se corrió la voz de de boca en boca, de pueblo en pueblo y de casa en casa.
Un mes antes  y muchos años después, para bien o para mal, no se habló de otra cosa sino de la boda de Abraham con Dalia.
Una boda como Dios manda no era algo común en aquellos lugares donde las parejas preferían fugarse para evitar los gastos del casorio, daba igual los regaños y amenazas de Bonifacio, el párroco de acento español, ya que al final siempre terminaba absolviéndoles con la condición de que pusieran una vela al santo del momento, bautizaran a su hijo a tiempo y asistieran a misa más seguido.
En Aramesina, al otro lado del Guascorán, vivía Margarita Chávez, la mejor costurera del mundo conocido hasta entonces; se decía de ella que era capaz de enhebrar una aguja con los ojos cerrados.
¡Solo ella, con sus manos prodigiosas podría hacer un vestido digno de la belleza de aquella novia!
El último domingo del mes de septiembre, después una hora de camino llegaron a  Aramesina Dalia con su madre.
Había naranjeros a uno y otro lado de la calle principal, todos ellos cargados con frutos maduros, a la disposición de la sed del viandante. Las mulas que montaban, conocían aquellas calles de arena blanca aun sin empedrar.
Abraham gustaba visitar ese lugar por la dulzura de sus naranjas, las compraba por cientos causando algarabía entre  aquellos comerciantes acostumbrados al menudeo de dos frutas por un centavo, y de paso aprovechaba para vender un poco de queso fresco y llevar los famosos plátanos de Marcála, traídos hasta el bullicioso mercadillo desde un pueblo  más allá de Aramesina.
—¡Ahí viene don Abran! –Decían- ¡saquen sus mejores naranjas!
Esta vez él, no les acompañaba, en su lugar envió a Hilario, para que las llevara hasta la puerta de la costurera, ya todo estaba arreglado “No escatime usted en precios, pague lo que tenga que usar para hacer el mejor vestido que se halla visto jamás”
Margarita, estaba regando las flores que cultivaba en los amplios corredores de su casa cuando escuchó que sonaba la aldaba del portón ¡el corazón le dió una punzada! como un relámpago, su mente la llevó hasta la tarde en que siendo todavía muy pequeña enhebró su primera aguja.
Dejó caer la jarra con que refrescaba los arbustos y corrió a abrir las puertas de su casa muy emocionada; había tenido un presentimiento: ¡Aquel sería el último vestido que cosería en su vida!
Lo sintió en lo más profundo de su bondadoso corazón.
<<Siempre hay una primera aguja y una última puntada en la vida de toda costurera, si este va a ser el ultimo de mis vestidos… debe ser el mejor de todos>> –pensó.
Después llegó Octubre, puntual esta vez con sus brisas y azacuanes, el invierno había sido generoso y las cosechas abundantes, El tizate gozaría de un año de bonanza.
Desde esa vez, Dalia iría de vez en cuando donde Margarita a medirse el vestido, que iba tomando forma con cada puntada, con cada corte que la modista hacia, siempre sonriente, siempre ufana.
<<El día de la boda, es el día más feliz de una mujer, por eso su vestido debe coserse entre risas y cantos>> —se decía a sí misma— así que cuando estaba triste o se sentía enferma prefería no trabajar y regaba mejor sus flores.
Abraham, compró casimir inglés color azul marino y botones con chapa de oro y fue donde Saturnino, el sastre amanerado del pueblo a encargar un traje imponente de corte militar, como era la usanza de los novios adinerados en ese tiempo.
Los zapatos de la novia y demás cosas fueron igualmente elaboradas por los mejores artesanos sin detenerse a ver los costos, aquella sería la boda mas esplendida en cien años.
La víspera del matrimonio se destazaron siete reses, siete cerdos grandes y cien gallinas, que fueron perseguidas en los patios, con el sistema aprendido de Heraclides.
Apolonia dirigía decenas de cocineras, unas haciendo el arroz, otras picando verduras, cortando la carne, adobándola, preparando refrescos, haciendo la ensalada, quebrando el maíz para las tortillas y demás cosas.
Ella llegaba nada más a probar lo que estaban haciendo, a dar el toque de originalidad, su trabajo era dirigir y ordenar las cuadrillas de trabajadoras.
A veces degustaba algo y decía: a esto le falta un poco de orégano, esta salsa está pasada de sal; a aquel adobo le falta comino, ¡Por el amor de Dios Concha, cuanta pimienta le ha puesto a la Horchata tirela y háganla de nuevo!
Solamente con Julia no se metía, ella había insistido en hacer mil totopostes para dar en las cenas y acompañar el café y los tamales de gallina, Dalia ayudaba afanada como una más.
Los chicharrones para los desayunos, los hizo Esteban, con un puñado de sirvientas por ordenes de Abraham. A regañadientes Apolonia tuvo que aceptar que sabían bien.
—¿Cómo hace para que le queden así de buenos?
—Le doy guaro a los chanchos antes de matarlos para que la carne este suave y no  pierda calidad con la angustia de la muerte, por lo demás lo usual.
Para Esteban, hombre parco, y de escasos recursos lo usual era sal, pimienta y nada más, en realidad el secreto radicaba en alcoholizar a los cerdos para evitar que la adrenalina cambiara el sabor de la carne al momento de su muerte.
Por la tarde llegaron de Santa Rosa de Copán, don Eleuterio Sánchez con Lucrecia, su mujer, una inteligente mulata hondureña que había sabido ganarse su corazón cuando su esposa anterior lo engaño con un corralero. Arribaron en una carroza nueva, que llevaban como regalo de bodas para los novios. Su esposa había encargado  también un esplendido ramo elaborado con las más bellas dalias que podían encontrarse en Tegucigalpa. Fueron cortadas y preparadas con una técnica secreta que permitía mantener su aroma y frescura durante meses.
Y llegó el día de la boda.
Los cohetes de vara anunciaron que ese domingo, no era un domingo como todos. La gente se vistió con sus mejores ropas y se dispusieron a asistir temprano a la Iglesia para agarrar los mejores lugares.
Don Liborio, el médico, llegó en  su tosigoso automóvil, con traje blanco y corbata amarilla acompañado por Liduvina, su enfermera con quien decían los chismosos tenía un otoñal romance.
La mujer de Esteban vistió a todos los cipotes desde que amaneció, y se fueron a apartar asiento antes de las nueve de la mañana, poniendo un palo de escoba atravesado sobre la banca que casi llenaban solo ellos.
Apolonia, sonreía con sus escasos dientes, se había puesto la ropa que tenia lista desde hacía diez años para el día de su entierro, “la muerte tendrá que esperar”-dijo, y así fue, la muerte, dolida se olvidó de ella, por muchísimos años hasta apeteció los mejores totopostes del planeta. Ella se los preparó con toda devoción con la condición que no se la llevara mientras su hijo estuviera en casa. La muerte aceptó el trato.
Bonifacio el cura, colgó la sotana con remiendos y se puso la que guardaba por si algún día el Papa visitaba el país. Repasó un poco su latín y memorizó algunos diálogos y consejos para los futuros esposos.
La Iglesia estaba llena en su totalidad, tanto que muchísima gente se había tenido que conformar con encontrar un espacio en la calle; fue entonces cuando Abraham llegó en un caballo gris de patas negras perfectamente cepillado para que su pelaje se viera lustroso, un purasangre amaestrado para caminar con elegancia, vestía como un rey y detrás iban Hilario y Esteban, vestidos también con trajes nuevos y montando sus engreídos  caballos chilenos.
Al llegar frente al edificio desmontó  para saludar rápido y con timidez pero sin dejar de sonreír a la multitud, luego entró para oír el sermón que ya había comenzado.
Finalmente, cuando todo el pueblo había llegado, apareció la vieja Teodosia apoyándose sobre su bordón, y se dirigió hasta la frescura del sagrado recinto, haciendo sonar su bastón de madera sobre las baldosas de piedra, mientras caminaba por todo el pasillo.
Bonifacio detuvo el sermón y todos la voltearon a ver, ella no hizo caso y siguió arrastrando sus cansados pies hasta un lugarcito que nadie ocupaba en la primera banca, un espacio que nadie usaba porque ella quitaba siempre al que encontraba usurpando el sitio donde escuchaba el sermón desde antes que nacieran todos los que allí estaban presentes.
“Ese es el lugar de la vieja Teodosia, no te sentés allí o te va a dar un bastonazo”
Cuando Bonifacio iba a continuar la exegesis acostumbrada se oyó un ruido ensordecedor en las afueras de la iglesia…
¡Acababa de llegar la novia!
El sacerdote hizo señas al acólito para que sonara sin parar las campanas de la torre, Ernesto se colgaba de los lazos para que repicaran con más fuerza.
La novia llegó, en la calandria nueva adornada con cientos rosas y listones que trajo don Eleuterio, era tirada por un enorme caballo percherón de pelaje brillante adornado con un penacho de plumas rojas.
Ceferino, el cohetero, soltaba las varas con los proyectiles que reventarían con estrepito a muchos metros de altura, asustando las bandas de azacuanes que se dirigían al sur.
<< ¿Cómo se verá la iglesia desde allá arriba, con toda esta gente?>> –se preguntaba imaginando los tejados rojos, las copas de los arboles, las gradas del santuario y la gente como hormigas enloquecidas mientras ponía fuego a otro cohete que se elevaba chispeante hasta los cielos.
La puerta del coche se abrió y las campanas de la iglesia que repicaban enloquecidas enmudecieron al igual que toda la gente, con aquella extraña visión.
Dalia recordaba las princesas de los cuentos bajando de su carroza, estaba a pesar de que no había dormido casi nada, como todas las novias el día de su boda: bella, radiante, ¡perfecta!
El níveo vestido de sedas orientales confeccionadas con insuperable maestría, y adornado con pedrería africana, resplandecía bajo el sol ¡parecía más que de tela estar hecho con alas de mariposas!
La oscura piel de Margarita dejaba ver una sonrisa de dientes como perlas, ¡estaba orgullosa de su obra! todos los perfectos vestidos que hizo a lo largo vida, fueron nada mas un boceto para terminar aquel que se grabaría para siempre en la memoria de quienes tuvieron la fortuna de estar allí aquel radiante día.
Solo Alberto, el hijo de Apolonia no estuvo, porque se quedó en la casona cuidando que los perros no se comieran la comida, ¡aunque el si se zampó sendos trozos de carne!
Don Fernando Saravia, con su barba bien peinada y vestido con un traje de terciopelo color vino de botones dorados, chaleco verde musgo, corbata purpura y camisa blanca, esperaba a Dalia en la puerta de la iglesia.
Cuando llegaron a su lado, Julia, que también estrenaba un hermoso vestido azul cerúleo que nadie notó, tomó la mano de su hija y la colocó suavemente en el brazo del anciano maestro y entraron en la iglesia.
¡Las campanas volvieron a sonar enloquecidas y la gente se entregó a la histeria colectiva gritando vivas!
Al salir de la iglesia, entre pétalos de flores y arroz, la plebe vitoreó a la feliz pareja de recién casados. El coche los esperaba, Abraham muy caballeroso ayudó a subir a Dalia y grito a todos los que estaban reunidos:
—¡La Fiesta sigue en la casona, allá los espero!
La gente se dirigió a la casona con gran algarabía, todo estaba listo. Desde el día anterior, había sido adornada especialmente para aquella ocasión y comenzó un gran convite que duraría tres días y tres noches.
El alcalde mismo decretó tres días de asueto y se contrataron muchos trovadores de ese y otros pueblos que hacían suspirar a los enamorados con sus melodías desencadenadas por las tardes a la hora del café. Luego cuando caía la noche, había orquestas que tocaban cumbias, valses y otros géneros musicales.
Tres días de abundancia con sus tres noches de bailes. Los jóvenes se dejaban la piel vibrando como cuerdas de chanchona (Guitarrón de cuatro cuerdas); los más viejos se movían despacito con los valses, y todos, pero todos bailaban, hasta quedarse sin aliento.
Entonces pasaban a una comilona,  como en los días de los bacanales romanos, para recobrar fuerzas y seguir en el jolgorio.
La comida y la bebida se repartían a cuantos quisieran repetirse hasta hartarse. En un pequeño bar, se preparaban exóticos tragos para el deleite de los más refinados y para los menos gustosos había cerveza de barril, espíritu de caña y diecisiete cántaros de Chicha que había regalado don Ronulfo Guandique, La Fúfira.
Los novios se dejaban ver de vez en cuando para saludar a algún invitado o recibir los regalos, luego como dos palomitos hubieran querido retirarse a su casa para embriagarse de amores, pero no faltaba quien quisiera felicitarlos o ancianitas que deseaban pronosticar buenos augurios.
Ellos fueron pacientes.
Al terminar la fiesta Abraham y Dalia agradecieron la asistencia y despidieron a las personas. Esperaron los pocos días del sacramento antes de disponerse a cumplir el mandato divino.
Bonifacio les hizo prometer que rezarían siete veces seguidas: “No es por vicio ni fornicio sino para dar un hijo a tu servicio”
La gente salió toda cargada de recuerdos finísimos, hartos de la mejor comida y bebida, blasfemando y murmurando como siempre “que como era posible que solo tres días hubiera durado aquello” algunos habían además tomado como recuerdo las cacerolas todavía con comida, las cucharas de plata y otros objetos con que se encontraron, el local quedó barrido.
Ninguno de la casa de los Reyes estuvo presente en la boda, Abraham ya no era su hijo, lo habían desheredado.

Descargar novela completa PDF EPUB

No hay comentarios:

Publicar un comentario