La
Boda
Septiembre agonizaba;
septiembre con sus fiestas patrias; septiembre con sus tambores y odas a los próceres; septiembre, con sus
lluvias matinales…
Las bandas musicales,
recordaban las ancestrales marchas de las antiguas guerras libertarias y se
difuminaban con cada legua que el viento volaba sobre las fértiles campiñas que
alimentaban a los pueblos.
Los preparativos para la
boda habían comenzado, Abraham alquiló una casa grande en el pueblo para hacer
allí la celebración con un banquete de reyes.
Se mandaron invitaciones
formales, escritas en papel lacrado a las personas que sabían leer; para todos
los demás se corrió la voz de de boca en boca, de pueblo en pueblo y de casa en
casa.
Un mes antes y muchos años después, para bien o para mal,
no se habló de otra cosa sino de la boda de Abraham con Dalia.
Una boda como Dios manda
no era algo común en aquellos lugares donde las parejas preferían fugarse para
evitar los gastos del casorio, daba igual los regaños y amenazas de Bonifacio,
el párroco de acento español, ya que al final siempre terminaba absolviéndoles
con la condición de que pusieran una vela al santo del momento, bautizaran a su
hijo a tiempo y asistieran a misa más seguido.
En Aramesina, al otro lado
del Guascorán, vivía Margarita Chávez, la mejor costurera del mundo conocido
hasta entonces; se decía de ella que era capaz de enhebrar una aguja con los
ojos cerrados.
¡Solo ella, con sus manos
prodigiosas podría hacer un vestido digno de la belleza de aquella novia!
El último domingo del mes
de septiembre, después una hora de camino llegaron a Aramesina Dalia con su madre.
Había naranjeros a uno y
otro lado de la calle principal, todos ellos cargados con frutos maduros, a la
disposición de la sed del viandante. Las mulas que montaban, conocían aquellas
calles de arena blanca aun sin empedrar.
Abraham gustaba visitar
ese lugar por la dulzura de sus naranjas, las compraba por cientos causando
algarabía entre aquellos comerciantes
acostumbrados al menudeo de dos frutas por un centavo, y de paso aprovechaba
para vender un poco de queso fresco y llevar los famosos plátanos de Marcála,
traídos hasta el bullicioso mercadillo desde un pueblo más allá de Aramesina.
—¡Ahí viene don Abran!
–Decían- ¡saquen sus mejores naranjas!
Esta vez él, no les acompañaba,
en su lugar envió a Hilario, para que las llevara hasta la puerta de la
costurera, ya todo estaba arreglado “No escatime usted en precios, pague lo que
tenga que usar para hacer el mejor vestido que se halla visto jamás”
Margarita, estaba regando
las flores que cultivaba en los amplios corredores de su casa cuando escuchó
que sonaba la aldaba del portón ¡el corazón le dió una punzada! como un
relámpago, su mente la llevó hasta la tarde en que siendo todavía muy pequeña
enhebró su primera aguja.
Dejó caer la jarra con que
refrescaba los arbustos y corrió a abrir las puertas de su casa muy emocionada;
había tenido un presentimiento: ¡Aquel sería el último vestido que cosería en
su vida!
Lo sintió en lo más
profundo de su bondadoso corazón.
<<Siempre hay una
primera aguja y una última puntada en la vida de toda costurera, si este va a
ser el ultimo de mis vestidos… debe ser el mejor de todos>> –pensó.
Después llegó Octubre,
puntual esta vez con sus brisas y azacuanes, el invierno había sido generoso y
las cosechas abundantes, El tizate gozaría de un año de bonanza.
Desde esa vez, Dalia iría
de vez en cuando donde Margarita a medirse el vestido, que iba tomando forma
con cada puntada, con cada corte que la modista hacia, siempre sonriente,
siempre ufana.
<<El día de la boda,
es el día más feliz de una mujer, por eso su vestido debe coserse entre risas y
cantos>> —se decía a sí misma— así que cuando estaba triste o se sentía
enferma prefería no trabajar y regaba mejor sus flores.
Abraham, compró casimir
inglés color azul marino y botones con chapa de oro y fue donde Saturnino, el
sastre amanerado del pueblo a encargar un traje imponente de corte militar,
como era la usanza de los novios adinerados en ese tiempo.
Los zapatos de la novia y
demás cosas fueron igualmente elaboradas por los mejores artesanos sin
detenerse a ver los costos, aquella sería la boda mas esplendida en cien años.
La víspera del matrimonio
se destazaron siete reses, siete cerdos grandes y cien gallinas, que fueron
perseguidas en los patios, con el sistema aprendido de Heraclides.
Apolonia dirigía decenas
de cocineras, unas haciendo el arroz, otras picando verduras, cortando la
carne, adobándola, preparando refrescos, haciendo la ensalada, quebrando el
maíz para las tortillas y demás cosas.
Ella llegaba nada más a
probar lo que estaban haciendo, a dar el toque de originalidad, su trabajo era
dirigir y ordenar las cuadrillas de trabajadoras.
A veces degustaba algo y
decía: a esto le falta un poco de orégano, esta salsa está pasada de sal; a
aquel adobo le falta comino, ¡Por el amor de Dios Concha, cuanta pimienta le ha
puesto a la Horchata tirela y háganla de nuevo!
Solamente con Julia no se
metía, ella había insistido en hacer mil totopostes para dar en las cenas y
acompañar el café y los tamales de gallina, Dalia ayudaba afanada como una más.
Los chicharrones para los
desayunos, los hizo Esteban, con un puñado de sirvientas por ordenes de
Abraham. A regañadientes Apolonia tuvo que aceptar que sabían bien.
—¿Cómo hace para que le
queden así de buenos?
—Le doy guaro a los
chanchos antes de matarlos para que la carne este suave y no pierda calidad con la angustia de la muerte,
por lo demás lo usual.
Para Esteban, hombre
parco, y de escasos recursos lo usual era sal, pimienta y nada más, en realidad
el secreto radicaba en alcoholizar a los cerdos para evitar que la adrenalina
cambiara el sabor de la carne al momento de su muerte.
Por la tarde llegaron de
Santa Rosa de Copán, don Eleuterio Sánchez con Lucrecia, su mujer, una
inteligente mulata hondureña que había sabido ganarse su corazón cuando su
esposa anterior lo engaño con un corralero. Arribaron en una carroza nueva, que
llevaban como regalo de bodas para los novios. Su esposa había encargado también un esplendido ramo elaborado con las más
bellas dalias que podían encontrarse en Tegucigalpa. Fueron cortadas y
preparadas con una técnica secreta que permitía mantener su aroma y frescura
durante meses.
Y llegó el día de la boda.
Los cohetes de vara
anunciaron que ese domingo, no era un domingo como todos. La gente se vistió
con sus mejores ropas y se dispusieron a asistir temprano a la Iglesia para
agarrar los mejores lugares.
Don Liborio, el médico,
llegó en su tosigoso automóvil, con
traje blanco y corbata amarilla acompañado por Liduvina, su enfermera con quien
decían los chismosos tenía un otoñal romance.
La mujer de Esteban vistió
a todos los cipotes desde que amaneció, y se fueron a apartar asiento antes de
las nueve de la mañana, poniendo un palo de escoba atravesado sobre la banca que
casi llenaban solo ellos.
Apolonia, sonreía con sus
escasos dientes, se había puesto la ropa que tenia lista desde hacía diez años
para el día de su entierro, “la muerte tendrá que esperar”-dijo, y así fue, la
muerte, dolida se olvidó de ella, por muchísimos años hasta apeteció los
mejores totopostes del planeta. Ella se los preparó con toda devoción con la
condición que no se la llevara mientras su hijo estuviera en casa. La muerte
aceptó el trato.
Bonifacio el cura, colgó
la sotana con remiendos y se puso la que guardaba por si algún día el Papa
visitaba el país. Repasó un poco su latín y memorizó algunos diálogos y
consejos para los futuros esposos.
La Iglesia estaba llena en
su totalidad, tanto que muchísima gente se había tenido que conformar con encontrar
un espacio en la calle; fue entonces cuando Abraham llegó en un caballo gris de
patas negras perfectamente cepillado para que su pelaje se viera lustroso, un
purasangre amaestrado para caminar con elegancia, vestía como un rey y detrás
iban Hilario y Esteban, vestidos también con trajes nuevos y montando sus
engreídos caballos chilenos.
Al llegar frente al
edificio desmontó para saludar rápido y
con timidez pero sin dejar de sonreír a la multitud, luego entró para oír el
sermón que ya había comenzado.
Finalmente, cuando todo el
pueblo había llegado, apareció la vieja Teodosia apoyándose sobre su bordón, y
se dirigió hasta la frescura del sagrado recinto, haciendo sonar su bastón de
madera sobre las baldosas de piedra, mientras caminaba por todo el pasillo.
Bonifacio detuvo el sermón
y todos la voltearon a ver, ella no hizo caso y siguió arrastrando sus cansados
pies hasta un lugarcito que nadie ocupaba en la primera banca, un espacio que
nadie usaba porque ella quitaba siempre al que encontraba usurpando el sitio
donde escuchaba el sermón desde antes que nacieran todos los que allí estaban
presentes.
“Ese es el lugar de la
vieja Teodosia, no te sentés allí o te va a dar un bastonazo”
Cuando Bonifacio iba a
continuar la exegesis acostumbrada se oyó un ruido ensordecedor en las afueras
de la iglesia…
¡Acababa de llegar la
novia!
El sacerdote hizo señas al
acólito para que sonara sin parar las campanas de la torre, Ernesto se colgaba
de los lazos para que repicaran con más fuerza.
La novia llegó, en la calandria
nueva adornada con cientos rosas y listones que trajo don Eleuterio, era tirada
por un enorme caballo percherón de pelaje brillante adornado con un penacho de
plumas rojas.
Ceferino, el cohetero,
soltaba las varas con los proyectiles que reventarían con estrepito a muchos
metros de altura, asustando las bandas de azacuanes que se dirigían al sur.
<< ¿Cómo se verá la
iglesia desde allá arriba, con toda esta gente?>> –se preguntaba
imaginando los tejados rojos, las copas de los arboles, las gradas del
santuario y la gente como hormigas enloquecidas mientras ponía fuego a otro
cohete que se elevaba chispeante hasta los cielos.
La puerta del coche se
abrió y las campanas de la iglesia que repicaban enloquecidas enmudecieron al
igual que toda la gente, con aquella extraña visión.
Dalia recordaba las
princesas de los cuentos bajando de su carroza, estaba a pesar de que no había
dormido casi nada, como todas las novias el día de su boda: bella, radiante,
¡perfecta!
El níveo vestido de sedas
orientales confeccionadas con insuperable maestría, y adornado con pedrería
africana, resplandecía bajo el sol ¡parecía más que de tela estar hecho con
alas de mariposas!
La oscura piel de
Margarita dejaba ver una sonrisa de dientes como perlas, ¡estaba orgullosa de
su obra! todos los perfectos vestidos que hizo a lo largo vida, fueron nada mas
un boceto para terminar aquel que se grabaría para siempre en la memoria de
quienes tuvieron la fortuna de estar allí aquel radiante día.
Solo Alberto, el hijo de
Apolonia no estuvo, porque se quedó en la casona cuidando que los perros no se
comieran la comida, ¡aunque el si se zampó sendos trozos de carne!
Don Fernando Saravia, con
su barba bien peinada y vestido con un traje de terciopelo color vino de
botones dorados, chaleco verde musgo, corbata purpura y camisa blanca, esperaba
a Dalia en la puerta de la iglesia.
Cuando llegaron a su lado,
Julia, que también estrenaba un hermoso vestido azul cerúleo que nadie notó,
tomó la mano de su hija y la colocó suavemente en el brazo del anciano maestro
y entraron en la iglesia.
¡Las campanas volvieron a
sonar enloquecidas y la gente se entregó a la histeria colectiva gritando
vivas!
Al salir de la iglesia,
entre pétalos de flores y arroz, la plebe vitoreó a la feliz pareja de recién
casados. El coche los esperaba, Abraham muy caballeroso ayudó a subir a Dalia y
grito a todos los que estaban reunidos:
—¡La Fiesta sigue en la
casona, allá los espero!
La gente se dirigió a la
casona con gran algarabía, todo estaba listo. Desde el día anterior, había sido
adornada especialmente para aquella ocasión y comenzó un gran convite que
duraría tres días y tres noches.
El alcalde mismo decretó
tres días de asueto y se contrataron muchos trovadores de ese y otros pueblos
que hacían suspirar a los enamorados con sus melodías desencadenadas por las
tardes a la hora del café. Luego cuando caía la noche, había orquestas que
tocaban cumbias, valses y otros géneros musicales.
Tres días de abundancia
con sus tres noches de bailes. Los jóvenes se dejaban la piel vibrando como
cuerdas de chanchona (Guitarrón de cuatro cuerdas); los más viejos se movían
despacito con los valses, y todos, pero todos bailaban, hasta quedarse sin
aliento.
Entonces pasaban a una
comilona, como en los días de los
bacanales romanos, para recobrar fuerzas y seguir en el jolgorio.
La comida y la bebida se
repartían a cuantos quisieran repetirse hasta hartarse. En un pequeño bar, se
preparaban exóticos tragos para el deleite de los más refinados y para los
menos gustosos había cerveza de barril, espíritu de caña y diecisiete cántaros
de Chicha que había regalado don Ronulfo Guandique, La Fúfira.
Los novios se dejaban ver
de vez en cuando para saludar a algún invitado o recibir los regalos, luego
como dos palomitos hubieran querido retirarse a su casa para embriagarse de
amores, pero no faltaba quien quisiera felicitarlos o ancianitas que deseaban
pronosticar buenos augurios.
Ellos fueron pacientes.
Al terminar la fiesta
Abraham y Dalia agradecieron la asistencia y despidieron a las personas.
Esperaron los pocos días del sacramento antes de disponerse a cumplir el
mandato divino.
Bonifacio les hizo
prometer que rezarían siete veces seguidas: “No es por vicio ni fornicio sino
para dar un hijo a tu servicio”
La gente salió toda
cargada de recuerdos finísimos, hartos de la mejor comida y bebida, blasfemando
y murmurando como siempre “que como era posible que solo tres días hubiera
durado aquello” algunos habían además tomado como recuerdo las cacerolas
todavía con comida, las cucharas de plata y otros objetos con que se
encontraron, el local quedó barrido.
Ninguno de la casa de los
Reyes estuvo presente en la boda, Abraham ya no era su hijo, lo habían
desheredado.
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