El
caimán cebao
Después de una noche
borrascosa, el sol se levantó temprano por la loma, evaporando en una llamarada
blanquecina el agua acumulada en los tejados de las casas, que cual
incensarios, rendían pleitesía al disco solar, que se paseaba majestuoso sobre
miles de arreboles.
Julia, quebraba incansable
en la piedra el maíz para los totopostes de ese día.
Dalia, había ido al rio a
bañarse en los pocitos que había por la quebrada y a lavar alguna ropa.
Caminaba quebrada arriba
palpando con sus dedos debajo de las piedras, esperando encontrar “cacaricos”
(camarones de rio) o algún cangrejo solitario.
No encontró nada, así que
pensó que lo mejor sería, comenzar a lavar la ropa y regresar a casa antes del
medio día.
La quebrada, aunque había
crecido un poco por la tormenta de la noche anterior, no tenía el agua muy
revuelta, porque corría desde su nacimiento sobre un lecho de piedra caliza,
hasta cruzar el tizate, Canaire y desembocar en el rio Grande.
Distraída, no se percató
que entre los matorrales, unos ojos perversos la seguían con atención, como
animal de presa.
¡Era Irineo!
Gracias a la buena memoria
de Heraclides, Martina conocía la rutina diaria de Julia y su hija, casi a la
perfección, incluso, sabía hasta la hora en que meaban cuando se levantaban y
donde lo hacían.
Irineo, había recibido una
propuesta sencilla, debía ir ese día a platicar con una muchacha que llegaba a
los pocitos cuando el sol comenzaba a evaporar el sereno de la noche; le habían
dado su descripción para que no se fuera a equivocar y se pusiera a conversar
con la persona incorrecta; aunque era poco probable que se encontrara con otra
joven; pero así era Martina, bastante puntillosa en casi todo lo que hacía.
—¡Buenos días muchacha!
Dalia se sobresaltó, y
buscó con la mirada el origen de aquella voz, hasta encontrarse con los ojos
libidinosos de Irineo que parecían desnudarla quien sabe desde cuándo.
Abraham, estaba a esa hora
desayunando con sus padres, como solía hacer después de supervisar a los
corraleros y medirles la tarea a los mozos.
Aunque vivía en su propia
casa, y pesaba sobre él la amenaza de perderlo todo; acostumbraba acompañarles, para complacer a su madre y
platicar con Gregorio, que siempre estaba encantado de oír las aventuras de los
largos viajes a Honduras o quizá sobre el último libro que Abraham estaba
leyendo.
En esa ocasión, hablaban
del romance de Helena con el Príncipe Paris, era el momento que Martina
esperaba para dar inicio a su plan, y de manera
sutil dijo:
—¡Pobre Agamenón! por eso
uno cuando se va a casar, debe averiguar bien si la otra persona no tiene algún
amor escondido…
Abraham apuró un trago de
café Indio y se apresuró a comer su huevo con tomate y tortillas recién salidas
del comal; ya sabía por dónde iba su madre.
—Dicen que esa muchacha
con la que te vas a casar tiene un enamorado, con el que todos los días se ve
en la quebrada…
Abraham se puso de pie, y
en franco ademán de abandonar la mesa sin terminar su comida dijo.
—¡Que barbaridad mamá,
usted ni me deja comer a gusto con sus maquinaciones, yo conozco bien a Dalia y
sé que ella no es de esas!
—Bueno tampoco te pongás
así; tu madre solo dice lo que le han contado, pero nada perdés con averiguar
un poco por tu cuenta…
—Papá, mamá; ¡que tengan
buen día! —se despidió disgustado y se dirigió a Canaire.
Irineo sabía que Abraham
llegaría tarde o temprano, así lo habían planeado con Martina y Gregorio. El
solo debía platicar con Dalia sobre cualquier cosa, el tiempo suficiente para
que los viera, lo demás lo haría el poder de la sugestión y los celos. ¡Vaya
manera más fácil para ganarse una buena cantidad de Dinero, tanto como para
comprarse una casa lejos de allí y comenzar una vida menos agitada con
Liduvina!
—Perdone usté yo no quería
asustarla…
—¡No estoy asustada, mire
para otro lado!
—Yo no quisiera mirarla
pero no tengo la culpa… ¡parece usté un encanto del agua!
Dalia no respondió, y
siguió restregando con fuerza los andrajos hasta casi deshacerlos sobre la
piedra de laja que usaba como lavadero; aquella situación le incomodaba. Encontrarse
con un hombre en el rio no era lo que había pensado esa mañana cuando se
levantó. Y aunque aquel extraño decía cosas bonitas, los ojos le brillaban como
los de las culebras cuando están por tragarse un pequeño ratón.
—¿Y qué hace una muchacha
tan bonita y sola por estos lugares?
—Lavando, como ve… mi mamá
anda rio arriba –mintió.
—En este rio hay un caimán
cebao que ya ha comido gente, dicen que tiene cuernos y está todito lleno de
dientes afilados en el hocico, su mama debería tener cuidado… y usted también.
Ella nunca había visto
caimanes en esa quebrada, pero contaban los mentirosos que en el Guascorán
había bastantes, de todos modos aquel hombre parecía persuadido de lo que
contaba. No imaginaba que el único caimán era el que conversaba con ella.
—¿Y cuál es su gracia
señorita?
—Me llamo Dalia—respondió
un poco temerosa, buscado ya una ruta para huir...
—A pué que bonito nombre,
tiene usté nombre de flor, de la más bonita de todas, me imagino que las dalias
de su jardín deben sentirse envidiosas de la belleza de usté.
Dalia dejo de restregar
por un momento, lo vio de reojo, y siguió lavando con más prisa, aquel hombre
la incomodaba, se sentía desnuda, pero tampoco quería llegar a casa con toda la
ropa sucia, se imaginaba que Julia la regañaría. ¡Se equivocaba! su madre
habría estado de acuerdo con que era mejor marcharse; pero la juventud se cobra
la belleza con la poca experiencia.
Por su parte Irineo, se
deleitaba viendo como el vestido mojado dejaba ver un poco de aquel delicioso
cuerpo, tenía las tetícas pequeñas pero bien formadas, y aunque estaba un poco
flaca, su figura era perfecta. Era más bonita de lo que se imaginó cuando se la
describieron. A lo mejor si Abraham se tardaba pudiera seducirla y enseñarle un
poco sobre amores.
¿Por qué no?
El agua zarca de la
quebrada serpenteaba entre las piedras y las raíces de los almendros de rio,
llevándose la espuma de la ropa en una línea que se difuminaba entre las flores
de chupa-chupa.
Aun no había pasado la
temporada de los grandes aguaceros, y los azacuanes estaban retrasados ese año.
Abraham mientras tanto,
luchaba por atravesar el rio Grande, su mula era muy buena nadando pero en la
parte más profunda, con el agua hasta el estribo, le sorprendió una repunta que
lo embistió con tal fuerza que la cincha se reventó y cayó en el rio con todo y
silla siendo arrastrado por la corriente como a una pequeña hoja. Por momentos
quedaba sumergido bajo toneladas de agua y como podía hacia esfuerzos por salir
a respirar; pero la muerte le empujaba otra vez hasta el lecho mismo del
torrente de agua, que desbocado se dirigía al mar.
Los brazos le pesaban más
y más, y cada vez aumentaba el deseo de dejarse llevar de una vez por todas
hasta el fondo y descansar. Era una lucha que sentía perder poco a poco.
¿Qué diría Dalia cuando le
contaran que había muerto ahogado? ¿Lloraría?
¿Qué dirían sus padres?
Entonces recordó los días
en que su abuelo, un criollo de ojos azules, le enseñó a nadar muchos años
atrás en el Cantilón y le aconsejaba sabiamente mientras comían “Cacaricos”
asados en una fogata improvisada en la margen de la poza.
<<El
rio corre libre, porque está vivo, se desliza como el viento, y desafía
al hombre, lo atrae y a veces lo mata porque es muy poderoso… nunca luches
contra él, deja que te lleve, preocúpate nada mas por respirar>>
Entonces Abraham dejó de
enfrentarse al afluente y se preocupó nada más por sacar la cabeza para tomar
sendas bocanadas de aire mientras los arboles parecían pasar con gran velocidad
en las orillas.
¡Entonces la vio! a
Pavita, su mula, nadaba cerca de él asustada pero con mayor energía.
¡Nunca sintió más alegría
de verla!
Se agarró de sus crines,
con toda la fuerza que le quedaba. Pavita hizo el resto, de manera instintiva
nadó hasta la orilla fangosa y se dejó caer exhausta en el barrizal rojizo del
rio Grande, a su lado yacía Abraham desmayado.
Allí lo encontró Hilario y
Esteban cuando después de mucho salieron a buscarlo.
Irineo se había fumado ya
dos o tres cigarrillos, y no veía que Abraham fuera a llegar pronto, si él no
lo veía platicando con Dalia, no le pagarían la otra mitad del dinero, era así
de sencillo.
Además aquello se estaba
poniendo aburrido, la muchacha no era muy conversadora y estaba por terminar la
tarea y ya casi se iba.
Dicen que todos los
pecados comienzan en los ojos y tanto la había codiciado con sus ojillos de
comadreja que aquella muchacha le parecía un pastelillo que debía de comerse.
De todos modos el novio no
iba a llegar, y si llegaba tanto mejor que lo viera con su novia.
Se metió en el agua y trató
de hacer las cosas por la buena, después de todo el no era un violador, al
menos no sin antes tratar de conquistar a la damisela.
Le tomó la mano y le dijo:
—Yo que usté, no me
confiara mucho de venir al rio solita, si usté quiere yo puedo cuidarla…
Ella se soltó de un tirón
y quiso escapar corriendo, pero ya la manaza de Irineo le había aferrado la
cintura, y trataba de besarla por la fuerza.
Ella clavo sus uñas en el
cuello del perverso y rasgó la carne junto con la tierra salada provocando un
espasmo involuntario para quedar libre y poder escapar, echándose a correr lo
mas a prisa que sus agiles piernas le permitieron mientras gritaba pidiendo
auxilio con gran angustia; pero justo cuando se creía libre, un violento tirón
en el cabello la regresó a su horrible realidad, era imposible escapar de aquel
hombre, mas no se iba a rendir sin pelear, la honra se defendía con la vida,
así le habían enseñado desde pequeña.
Gritaba con fuerzas aún
sabiendo que nadie la escucharía en aquellos páramos solitarios.
Dos bofetadas de hombre
violento la aturdieron y le nublaron la visión, mientras sentía como su vestido
era arrancado violentamente como si estuviera hecho de papel, solo eso pudo
recordar, antes de despertar adolorida arropada por los brazos de su Madre.
A su lado yacía un cuerpo
con la cabeza destrozada por una piedra de rio, del tamaño de un huevo de
avestruz, era Irineo, tenía el pantalón desabrochado y enseñaba estúpidamente
un par de nalgas pálidas y un calzoncillo color ladrillo.
¿Qué había pasado?
Heraclides, no había
soportado más.
Aunque fisgón, era buena
persona y no se iba a quedar escondido
sin hacer nada mientras aquella pobre muchacha era violada; así que salió de su
escondite antes que aquel execrable hombre consumara el estupro, tomó lo primero
que se puso a su alcance y le descargó un golpe seco en la cabeza y después
otro y otro…
Irineo nunca supo que fué
lo que le pasó, el Diablo había dispuesto que ese día cobraría su alma de
pecador.
Asustado Heraclides corrió
como un gamo por los potreros sin detenerse a tomar un solo respiro hasta que
llegó a su casa.
Martina lo había enviado a
verificar que todo saliera como lo habían planeado.
Mucho antes que Irineo y
Dalia se asomaran a la quebrada, él se había apostado en un lugar seguro donde podía
verlos perfectamente sin que lo descubrieran.
Más tarde cuando fue
interrogado por Martina y Gregorio se limitó a decir que Irineo no llegó a la
quebrada, y todos supusieron que se había largado con el adelanto que le habían
dado.
Julia creyó que lo más
conveniente era no mencionar a nadie el asunto. “una muerte no es algo de lo
que debe andarse hablando”
Aconsejó a Dalia que no
dijera nada sobre ello, a no ser que se vieran obligadas a defenderse ante el
juez.
¿Cómo iban a justificar
una muerte por la espalda?
De todas formas no sería
necesario guardar ningún secreto, la montaña lo haría por ellos. Al atardecer
llegaron los coyotes a devorar el cadáver de Irineo casi en su totalidad, y de
lo poco que quedó dieron cuenta los zopilotes.
¿Quién sería el que llegó
a salvar a su hija? nunca lo sabrían, Heraclides tampoco lo diría.
Según los pecados en que
vives, así es el vestido que la muerte lleva.
No hubo nadie que
preguntara por aquella alma perdida.
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