Pacto
con el Diablo
Irineo pidió otra cerveza,
y siguió fumando con desesperación de asmático,
quería olvidarse del incidente en los Perros de agua.
quería olvidarse del incidente en los Perros de agua.
Jacinto, no necesitaba
olvidar nada, el plomo americano era bueno para borrar cualquier cosa, sobre
todo si estaba alojado en los sesos. Jacinto, estaba siete cuartas bajo tierra,
junto con los demás ladrones en la fosa común, ocho parias a quien nadie quiso
reconocer, brevísimos actores de relleno en el circo de la vida. Nadie les
lloró, nadie les recordaría nunca jamás.
El brazo había sanado, lo
había curado su novia, una pasante medio loca que trabajaba con Liborio.
El tabaco, que él creyó
oro terminó malvendiéndoselo a un feísimo tendero de Canaire, por una moneda de
plata, que puso en la mano de Liduvina como agradecimiento por salvarle el
pellejo, obtuvo además después de mucho insistir un puñado de cosas que
necesitaba.
La atmosfera en el antro
era irrespirable, había toda clase de malvivientes y viajeros busca fortunas.
No deseaba vengarse de
Abraham, para el aquello eran gajes del oficio de salteador de camino.
<<Matás y comés, o
te matan y entonces no necesitas comer, lo duro es que no te maten, y tengas
hambre ¿entonces qué comes? M**, comes m**, como bien dijo aquel gallero.
Por fortuna para él esa
tarde, se había encontrado con un pusilánime caminante a quien asaltó casi sin
proponérselo, quizá por la fuerza de la costumbre. El pobre diablo le entregó
los pocos reales que llevaba temblando como una gelatina, no sin antes
agradecer mucho al asaltante por no matarlo, y no es que no hubiera querido
hacerlo, Irineo odiaba a los cobardes más que a si mismo, aquel miserable tuvo
la suerte que el revólver de Irineo estuviera como su estomago, sin nada
adentro.
¿Cómo había llegado hasta
esa situación? No tenia aun veinticinco años y ya había asaltado y matado a
incontables viajeros que se habían resistido a darle por la buena sus
pertenencias.
Bebía solo, Jacinto era su
único amigo, si es que puede haber amistad entre serpientes venenosas
<<Lástima por vos
amigo… ¡Salud!>> –Levantó la jarra y brindo por él.
Sorbió la bebida
espirituosa, que pasaba con absoluta impunidad por la frontera, era cerveza de
buena calidad, no debía beberse de una vez; así que la dejó un buen rato en su
boca antes de tragarla.
<<Vos tenías más
pulso Jacinto, pero ese día yo andaba con más suerte, espero que el Diablo te
reciba como te lo merecés>> —dijo a su ahora imaginario amigo.
Gregorio bebía al otro
lado del salón un Whisky aguado, sus ojillos azules escudriñaban el lugar
buscando el mejor prospecto.
Había rameras de tetas
exprimidas caminando semidesnudas de un lado a otro, la mayoría extranjeras que
en su tierra fingían ser mujeres decentes; un cantinero, con siete cicatrices
en la cara, y algunos borrachos irredentos avejentados por el alcohol… y por
supuesto, el hombre que bebía solo, en un rincón.
¡Nunca se imaginó que era
quien había tratado de matar a su hijo!
De haberlo sabido, habría sacado
su pistola y lo habría llenado todo de balas allí mismo sin que se diera cuenta
de donde le había llegado la muerte.
Pero a veces la vida se
aburre de la monotonía y da giros caprichosos por el puro placer de cambiar la
rutina.
Allí estaba aquel hombre
conversando solo y bebiendo cerveza contrabandeada.
Gregorio, había sido
aconsejado paso a paso en todo cuanto debía hacer y decir por su esposa.
Se levantó y caminó hasta
la mesa del desconocido, sorteando los chuchos aguacateros que lamian el
nutritivo vomito de los beodos.
—Buenas noches—saludó con
el tono que se saludaría a un desconocido en una taberna de mala muerte.
—¿Quién diablos es?
-Irineo levantó, pesadamente la cabeza… estaba medio borracho.
—Un hombre con sed, que no
le gusta beber solo ¿puedo sentarme?
Irineo empujó con la bota,
por debajo de la mesa la silla que estaba frente a él.
—Siéntese amigo, yo le
invito el primer trago… ¡cantinero!
Gregorio se sentó e hizo
un ademán al tabernero para que se acercara y pidió otro escocés.
—¿De dónde lo conozco yo a
usted?
—Quién sabe, a lo mejor
nos hemos visto en algún camino.
—No creo que nos hayamos
encontrado en ningún camino.
—¿Por qué no?
—No haga caso, no suelo
caminar mucho – Mintió, Irineo- quien a pesar de haberse bebido ocho jarras de
cerveza aún continuaba bastante lúcido.
Estuvieron hablando largo
rato sobre muchas cosas, la mayoría sin importancia. Gregorio no podía llegar y
hacer una propuesta sin antes estar seguro que aquel hombre era el indicado
para el trabajo.
Sabía que era una jugada
sucia, indigna, que podía ganarles un lugar en el infierno, pero era necesario,
salvar a su hijo, y evitar que la fortuna familiar comenzara a derrumbarse.
Con artimañas bien
elaboradas por la mente de su mujer logró sonsacarle cosas sobre su vida.
<<la gente siempre
dice más de lo que quiere decir, solo es cuestión de oír bien y deducir lo
demás>>
Estaba frente a un
individuo sin escrúpulos, capaz de hacer cualquier cosa por dinero, era un
digno descendiente de Caín; cuando el hombre dijo que estaba sin un centavo y a
punto de vender su alma al maligno por unas monedas, Gregorio supo que era el
momento.
—No necesita usted pactar
con el Diablo hombre, mejor haga un trato conmigo: le propongo un convenio que
va a dejarle mucho dinero en sus bolsillos.
Mientras Gregorio
platicaba con Irineo, en un bar del pueblo; en el Tizate, un avispado rapaz
llegaba de prisa al casco de la hacienda.
Era el muchacho de los
mandados, colocho, pecoso, con pestañas amarillas y lisas como de chancho;
Martina lo apreciaba porque era listo como ninguno, y sabía mantener cerrada la
boca.
Unas mujeres perseguían
gallinas que habrían de asar para la cena, las plumíferas corrían despavoridas
cacareando como locas y realizando de vez en cuando impresionantes giros que
les permitían unos segundos más de vida.
Heraclides tomó una rama
de pepeto que estaba tirada y se la arrojó a un ave negra de patas amarillas,
derribándola al primer intento, las criadas cayeron de inmediato sobre ella.
—¡Gracias Clito! –dijeron.
El sonrió con malicia y
siguió caminando, ahora como si fuera un pavorreal henchido con el orgullo
pasajero de la pubertad.
—Tiren con cuidado a las
patas, para que no salgan con moretes –aconsejó.
Las muchachas le imitaron
y dos, tres y hasta cuatro gallinas cayeron entre nubes de plumas, cacareos
agonizantes y polvo.
Martina lo esperaba en la
sala de la casa, pero no quiso que nadie oyera lo que Heraclides tenía que
hablar con ella, así que lo llevó para
el cuarto.
Lo había mandado a espiar
todos los días durante una semana la casa de Julia Marquina, con la condición
de que no lo fueran a descubrir, debía ser cauteloso y acordarse de todo lo que
pudiera ver y oír. Tampoco podía contarle nada a nadie sobre el asunto.
—¿Qué novedades hay?
—Casi nada, señora, ellas
se acuestan temprano, y se levantan oscuro, a veces la muchacha va a traer leña
al potrero o va a la tienda.
—¿Y la mamá de ella?
—Se queda en casa a
quebrar el maíz y hacer oficio, van al rio dos veces al día a lavar los platos
a veces ella y a veces la muchacha… de mediodía abajo salen a vender.
—¿Nadie las visita, algún
joven o alguien?
—No, solo su hijo, don
Abraham que llega casi todas las tardes, a veces llega con el Esteban o con
Hilario.
Martina apretó los labios
cuando oyó que su hijo frecuentaba a Dalia y respiró con fuerza, no es que no
estuviera enterada, es solo que aun no
asimilaba aquella relación, ni lo haría jamás mientras viviera.
—¿Y después que él se va,
llega alguien más?
—Si, algunas personas que
quieren comprar totopostes
—¿Pero, las has seguido a
donde van siempre?
Heraclides se sonrojó; las
había seguido a hurtadillas, incluso hasta la poza donde lo apedrearon cuando
descubrieron que las espiaba mientras se bañaban desnudas de la cintura para
arriba.
Estuvieron platicando un
buen rato y regresó a su casa con una bolsa de fritos y algunos reales en el
bolsillo, Aquella mujer pagaba bien los mandados, no cabía duda que estaba
loca. <<pagar tan bien por pasar
todo el día viendo una casucha donde nada importante pasaba>>
En la noche, cuando los
ojos curiosos se habían ido a dormir, un solitario jinete amarró su caballo en
el tamarindo que estaba antes de cruzar el portillo y terminó de fumarse con
toda calma un chiriquí de a dos por cuartillo.
Era una noche sin luna,
las gallinas gemían en el palo atemorizadas, por los basiliscos que piaban en
el cerco de piedra imitando a los pollitos, esperando seducir a alguna presa.
El jinete, no tenía prisa,
esperó un rato más antes de llamar a la puerta, Martina y Gregorio le hicieron
pasar.
Era Irineo.
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