miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA FLOR DE CANAIRE CAP. 09


Pacto con el Diablo

mafioso bebiendo cerveza oleo impasto
Irineo pidió otra cerveza, y siguió fumando con desesperación de asmático,
quería olvidarse del incidente en los Perros de agua.
Jacinto, no necesitaba olvidar nada, el plomo americano era bueno para borrar cualquier cosa, sobre todo si estaba alojado en los sesos. Jacinto, estaba siete cuartas bajo tierra, junto con los demás ladrones en la fosa común, ocho parias a quien nadie quiso reconocer, brevísimos actores de relleno en el circo de la vida. Nadie les lloró, nadie les recordaría nunca jamás.
El brazo había sanado, lo había curado su novia, una pasante medio loca que trabajaba con Liborio.
El tabaco, que él creyó oro terminó malvendiéndoselo a un feísimo tendero de Canaire, por una moneda de plata, que puso en la mano de Liduvina como agradecimiento por salvarle el pellejo, obtuvo además después de mucho insistir un puñado de cosas que necesitaba.
La atmosfera en el antro era irrespirable, había toda clase de malvivientes y viajeros busca fortunas.
No deseaba vengarse de Abraham, para el aquello eran gajes del oficio de salteador de camino.
<<Matás y comés, o te matan y entonces no necesitas comer, lo duro es que no te maten, y tengas hambre ¿entonces qué comes? M**, comes m**, como bien dijo aquel gallero.
Por fortuna para él esa tarde, se había encontrado con un pusilánime caminante a quien asaltó casi sin proponérselo, quizá por la fuerza de la costumbre. El pobre diablo le entregó los pocos reales que llevaba temblando como una gelatina, no sin antes agradecer mucho al asaltante por no matarlo, y no es que no hubiera querido hacerlo, Irineo odiaba a los cobardes más que a si mismo, aquel miserable tuvo la suerte que el revólver de Irineo estuviera como su estomago, sin nada adentro.
¿Cómo había llegado hasta esa situación? No tenia aun veinticinco años y ya había asaltado y matado a incontables viajeros que se habían resistido a darle por la buena sus pertenencias.
Bebía solo, Jacinto era su único amigo, si es que puede haber amistad entre serpientes venenosas
<<Lástima por vos amigo… ¡Salud!>> –Levantó la jarra y brindo por él.
Sorbió la bebida espirituosa, que pasaba con absoluta impunidad por la frontera, era cerveza de buena calidad, no debía beberse de una vez; así que la dejó un buen rato en su boca antes de tragarla.
<<Vos tenías más pulso Jacinto, pero ese día yo andaba con más suerte, espero que el Diablo te reciba como te lo merecés>> —dijo a su ahora imaginario amigo.
Gregorio bebía al otro lado del salón un Whisky aguado, sus ojillos azules escudriñaban el lugar buscando el mejor prospecto.
Había rameras de tetas exprimidas caminando semidesnudas de un lado a otro, la mayoría extranjeras que en su tierra fingían ser mujeres decentes; un cantinero, con siete cicatrices en la cara, y algunos borrachos irredentos avejentados por el alcohol… y por supuesto, el hombre que bebía solo, en un rincón.
¡Nunca se imaginó que era quien había tratado de matar a su hijo!
De haberlo sabido, habría sacado su pistola y lo habría llenado todo de balas allí mismo sin que se diera cuenta de donde le había llegado la muerte.
Pero a veces la vida se aburre de la monotonía y da giros caprichosos por el puro placer de cambiar la rutina.
Allí estaba aquel hombre conversando solo y bebiendo cerveza contrabandeada.
Gregorio, había sido aconsejado paso a paso en todo cuanto debía hacer y decir por su esposa.
Se levantó y caminó hasta la mesa del desconocido, sorteando los chuchos aguacateros que lamian el nutritivo vomito de los beodos.
—Buenas noches—saludó con el tono que se saludaría a un desconocido en una taberna de mala muerte.
—¿Quién diablos es? -Irineo levantó, pesadamente la cabeza… estaba medio borracho.
—Un hombre con sed, que no le gusta beber solo ¿puedo sentarme?
Irineo empujó con la bota, por debajo de la mesa la silla que estaba frente a él.
—Siéntese amigo, yo le invito el primer trago… ¡cantinero!
Gregorio se sentó e hizo un ademán al tabernero para que se acercara y pidió otro escocés.
—¿De dónde lo conozco yo a usted?
—Quién sabe, a lo mejor nos hemos visto en algún camino.
—No creo que nos hayamos encontrado en ningún camino.
—¿Por qué no?
—No haga caso, no suelo caminar mucho – Mintió, Irineo- quien a pesar de haberse bebido ocho jarras de cerveza aún continuaba bastante lúcido.
Estuvieron hablando largo rato sobre muchas cosas, la mayoría sin importancia. Gregorio no podía llegar y hacer una propuesta sin antes estar seguro que aquel hombre era el indicado para el trabajo.
Sabía que era una jugada sucia, indigna, que podía ganarles un lugar en el infierno, pero era necesario, salvar a su hijo, y evitar que la fortuna familiar comenzara a derrumbarse.
Con artimañas bien elaboradas por la mente de su mujer logró sonsacarle cosas sobre su vida.
<<la gente siempre dice más de lo que quiere decir, solo es cuestión de oír bien y deducir lo demás>>
Estaba frente a un individuo sin escrúpulos, capaz de hacer cualquier cosa por dinero, era un digno descendiente de Caín; cuando el hombre dijo que estaba sin un centavo y a punto de vender su alma al maligno por unas monedas, Gregorio supo que era el momento.
—No necesita usted pactar con el Diablo hombre, mejor haga un trato conmigo: le propongo un convenio que va a dejarle mucho dinero en sus bolsillos.
Mientras Gregorio platicaba con Irineo, en un bar del pueblo; en el Tizate, un avispado rapaz llegaba de prisa al casco de la hacienda.
Era el muchacho de los mandados, colocho, pecoso, con pestañas amarillas y lisas como de chancho; Martina lo apreciaba porque era listo como ninguno, y sabía mantener cerrada la boca.
Unas mujeres perseguían gallinas que habrían de asar para la cena, las plumíferas corrían despavoridas cacareando como locas y realizando de vez en cuando impresionantes giros que les permitían unos segundos más de vida.
Heraclides tomó una rama de pepeto que estaba tirada y se la arrojó a un ave negra de patas amarillas, derribándola al primer intento, las criadas cayeron de inmediato sobre ella.
—¡Gracias Clito! –dijeron.
El sonrió con malicia y siguió caminando, ahora como si fuera un pavorreal henchido con el orgullo pasajero de la pubertad.
—Tiren con cuidado a las patas, para que no salgan con moretes –aconsejó.
Las muchachas le imitaron y dos, tres y hasta cuatro gallinas cayeron entre nubes de plumas, cacareos agonizantes y polvo.
Martina lo esperaba en la sala de la casa, pero no quiso que nadie oyera lo que Heraclides tenía que hablar con ella, así que lo  llevó para el cuarto.
Lo había mandado a espiar todos los días durante una semana la casa de Julia Marquina, con la condición de que no lo fueran a descubrir, debía ser cauteloso y acordarse de todo lo que pudiera ver y oír. Tampoco podía contarle nada a nadie sobre el asunto.
—¿Qué novedades hay?
—Casi nada, señora, ellas se acuestan temprano, y se levantan oscuro, a veces la muchacha va a traer leña al potrero o va a la tienda.
—¿Y la mamá de ella?
—Se queda en casa a quebrar el maíz y hacer oficio, van al rio dos veces al día a lavar los platos a veces ella y a veces la muchacha… de mediodía abajo salen a vender.
—¿Nadie las visita, algún joven o alguien?
—No, solo su hijo, don Abraham que llega casi todas las tardes, a veces llega con el Esteban o con Hilario.
Martina apretó los labios cuando oyó que su hijo frecuentaba a Dalia y respiró con fuerza, no es que no estuviera enterada, es solo que  aun no asimilaba aquella relación, ni lo haría jamás mientras viviera.
—¿Y después que él se va, llega alguien más?
—Si, algunas personas que quieren comprar totopostes
—¿Pero, las has seguido a donde van siempre?
Heraclides se sonrojó; las había seguido a hurtadillas, incluso hasta la poza donde lo apedrearon cuando descubrieron que las espiaba mientras se bañaban desnudas de la cintura para arriba.
Estuvieron platicando un buen rato y regresó a su casa con una bolsa de fritos y algunos reales en el bolsillo, Aquella mujer pagaba bien los mandados, no cabía duda que estaba loca.  <<pagar tan bien por pasar todo el día viendo una casucha donde nada importante pasaba>>
En la noche, cuando los ojos curiosos se habían ido a dormir, un solitario jinete amarró su caballo en el tamarindo que estaba antes de cruzar el portillo y terminó de fumarse con toda calma un chiriquí de a dos por cuartillo.
Era una noche sin luna, las gallinas gemían en el palo atemorizadas, por los basiliscos que piaban en el cerco de piedra imitando a los pollitos, esperando seducir a alguna presa.
El jinete, no tenía prisa, esperó un rato más antes de llamar a la puerta, Martina y Gregorio le hicieron pasar.
Era Irineo.


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